Hay figuras que acaban siendo parte del paisaje de una época, aparte de su presencia en la historia de una sociedad por sus hechos. El artista plástico Pepe Dámaso es una de esas figuras que son como una seña de identidad de Canarias, especialmente de la isla de Gran Canaria. El pasado y reciente 9 de diciembre ha cumplido 90 años, y sigue pleno de vitalidad y creatividad, radiante después de atravesar siete décadas siendo una referencia en el arte canario y de Canarias en el mundo del arte. Lo llamo artista porque reducirlo a pintor sería injusto, pues su agitada respiración se ha ocupado también de otras disciplinas como la escultura, el diseño y, por supuesto, el cine, con una trilogía que forma parte de la educación cultural de varias generaciones y una aportación importante desde el punto de vista de la etnografía. Por eso hay que aplicarle la palabra “artista” junto a su nombre.
Una trayectoria tan larga va formando parte de los distintos tiempos que atraviesa. Pepe Dámaso, junto a Maribel Nazco, Cristino de Vera, José Luis Fajardo y toda esa generación, son el puente doble entre las hornadas de Pedro González, Lola Massieu, los indigenistas, aunque luego evolucionaran como Felo Monzón y Manolo Millares; y sobre todo, César Manrique, que fue el impulsor del Dámaso artista, que aprendió de él pero logró mantenerse en un figurativismo personal. Luego ha convivido con todas las generaciones que se han dado desde los años 60 hasta hoy, pero siempre ha sido Dámaso, y se ha diversificado en otras disciplinas, desde las artes decorativas o acciones especiales, como los pájaros del aeropuerto de Gran Canaria o aquel maravilloso vestido que diseñó para que Mary Sánchez lo luciera en el homenaje que se le hizo a Néstor Álamo en 1975. Es más que una obra puntual, en aquel vestido estaba toda la trayectoria de Néstor Álamo, el mar, la espuma y unas redes marineras que dan ese aire que tanto impregnaban las canciones de Néstor. En resumidas cuentas, Pepe Dámaso ha sabido mezclar el arte contemporáneo con las esencias de nuestra cultura, porque lo que, en algunas de sus etapas, es una especie de indigenista evolucionado, como lo fueron Chirino o Millares.
Por otra parte, no podemos obviar la influencia popular en series pictóricas como La Rama, o su acercamiento casi obsesivo a Alonso Quesada en La umbría, que luego fue parte de una trilogía cinematográfica que él mismo firmó. También fue un aldabonazo su homenaje a Lorca en La muerte puso huevos en la herida, un título para una serie plástica que firmaría cualquier poeta. Siguió la línea que hace cuarenta años trazó Jorge Rodríguez Padrón sobre las vidas paralelas de los poetas Alonso Quesada y el portugués Fernando Pessoa, y acabó siendo abducido por el gran escritor luso de los cien heterónimos. Y esos son solo unas muestras de la relación de Dámaso con la literatura, y por eso sigue siendo puente de épocas y escuelas. La vitalidad y la fuerza del artista no cesa. A veces me pregunto cómo puede respirar y hablar al mismo tiempo. He tratado de ver cómo se las arregla para tener siempre aire en los pulmones, que empujen la gaita de sus cuerdas vocales. Es un misterio.
Y ahora ha cumplido 90 años. Sigue en su línea poderosa, y eso que ha tenido que cruzar muchos puentes, a veces bordeados de mucho sufrimiento. Y en un camino tan largo, son muchas las personas que se van quedando, porque, al final, el paso del tiempo es quien decide quién se queda y quién sigue, como el César en el Coliseo romano. Vive en La Isleta, aunque por su aura circula el aire de Lanzarote de sus años de juventud, o sus momentos neoyorkinos deslumbrado por Andy Warhol, que solo fue una estrella fugaz en su evolución pictórica. La planta baja es la vivienda, la central sirve de almacén. Recuerdo una entrevista que le hicimos el fotógrafo Tato Gonçalves y yo, a mediados de la última década del siglo pasado. Se nos mostró en estado puro, con la alegría y el entusiasmo de siempre; hasta jugamos a invertir papeles para las fotos de Tato; yo fingía pintarlo y Pepe Dámaso hacía de modelo, divertido y humano. como siempre, por encima de tantas pérdidas, que en aquellos años era la de César Manrique, como antes fue la del bailarín Lorenzo Godoy y más antes la de Manolo Millares.
Compartí con él hace unos meses un espacio de diálogo en la Isleta, su Isleta. Era, es, el mismo de siempre. La faltan manos y tiempo para dar rienda suelta al volcán que le hierve en la cabeza, pero es evidente que ha pactado con el optimismo, por los momentos positivos. Supongo que también habrá tenido que saltar la valla de la pérdida de su gato, que, en 1995, no era triste y azul como el de Roberto Carlos, sino arisco y pardo. Ahora también la muerte se cobra sus diezmos, pero Pepe Dámaso ha logrado establecer con ella una relación que siempre acaba convirtiéndose en arte, porque desarrolla su propia mitología.
Y ahí sigue, como siempre, formando parte de nuestra memoria colectiva. No deja que le secuestre la decepción de que en Gran Canaria no hicieran caso a las ideas medioambientales de César Manrique, y que él quiso reflotar ante los oídos sordos de una sociedad fenicia. Creo que prefiere recordar aquel tiempo que pasó en la Bienal de Venecia de principio de los años setenta, coincidiendo con el rodaje de la ya mítica película Muerte en Venecia, viendo cómo Dirk Bogarde y Silvana Mangano pasaban horas y horas en los salones de la Bienal, mientras admiraban la exposición, aunque sin duda su momento más cercano a la gloria fue cuando Luchino Visconti le compró un cuadro. Y sigue el agaetense isletero montado en el presente mirando siempre al futuro. Feliz cumpleaños Pepe Dámaso, artista.
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