La sabiduría popular repite que nadie da duros a cuatro pesetas. Ahora hablamos de euros, dólares o incluso criptomonedas como el bitcoin, y para las nuevas generaciones hay que decir que llamaban duro a una moneda de cinco pesetas. Esta es la manera de decir que esas soluciones simplistas que se nos ofrecen desde distintos púlpitos políticos no suelen corresponderse con la complejidad de los problemas que dicen querer solucionar. La mayor parte de las veces no se detalla cómo se va a salir del laberinto en cuestión, simplemente se pregona que nos van a sacar de ahí. Me temo que esa falta de explicaciones, aunque a menudo se ocultan porque se ven imposibles, obedece también a que quienes aseguran poseer la varita mágica que convierte el agua en vino no han entendido realmente cuáles son los distintos aspectos que inciden en un asunto.
Y de lo popular saltemos a don José Ortega y Gasset; al tratar sobre la simplificación casi mágica de las soluciones, decía que son los intereses los llevan a una visión restrictiva y reduccionista de los problemas y a que las soluciones sean cada vez más exóticas; luego recomendaba que, lo menos que podemos hacer en servicio de algo, es comprenderlo. Creo que, como dijo don José, quienes venden soluciones no comprenden los entramados sociales, y es posible que crean que, porque ocupan un cargo, al que incluso pueden haber accedido con el apoyo de unos votos democráticos, poseen una especie de ciencia infusa que les hace saber más que el común. Esa soberbia intelectual, que suele ir aparejada al ejercicio del poder, es la que hace que, con frecuencia, se desestimen advertencias bien fundamentadas. Lo terrible es que sucede continuamente, ha pasado mil veces en la historia del mundo, y siempre hay un grupo (a veces multitudinario) dispuesto a creer lo que dice alguien, que es posible que actúe de buena fe, pero que ni conoce ni comprende en toda su dimensión los elementos que conforman algo que afecta al conjunto de la ciudadanía.
Otras veces la buena fe no existe, y lo que nos cuentan es el disfraz de otros intereses que nunca confesarán. Por ejemplo, ahora mismo una de cada cinco personas que tratan de trabajar en Canarias se encuentra en paro, aparte de que quienes trabajan lo hacen en un alto porcentaje a cambio de los salarios que están entre los más bajos de la UE, y eso que no figuran los que no están apuntados, por aburrimiento, porque son autónomos en la ruina (emprendedores se dice ahora), o emigrados forzosos en muchos de los cuales nos hemos gastado una fortuna para formarlos y que ahora aportan en otros lugares sin repercusión en nuestra economía. Se celebran magníficos eventos y se acude a grandiosas ferias de turismo que pagamos todos porque dicen que hay que hacer publicidad de Canarias; luego facturarán los de siempre. Así viene sucediendo en las últimas décadas, pero el paisaje social no varía, salvo en el volumen de algunas cuentas corrientes.
Hace ya varios años, un periodista radiofónico le preguntó a un alto cargo autonómico por qué en un año con récord de visitantes y aumento, además, del gasto por turista, no se reflejaba esta gran noticia económica en la rebaja del desempleo y la subida de los salarios, al menos en el sector. Daba vergüenza ajena escuchar las palabras del político, que no eran una respuesta, sino una laberinto vocal ininteligible que Groucho Marx y Cantinflas confabulados no habrían superado, aunque sí era muy evidente el cuidado que ponía para no decir algo que pudiera incomodar no sé a quienes aunque lo supongo. O no comprendía el problema, con lo cual es un inepto, o sí lo entendía y por lo tanto están claros juicio y sentencia.
En otro aspecto (que al final es el mismo) sigue, ahora recrudecido, el conflicto sobre Cataluña, que no es catalán porque son muchos los que han metido la pata para que se llegue a la delirante situación actual. Hay teóricos para todos los gustos, que si estado federal, que si aquí no se mueve nada, que si eso una tarde de estas hago lo que se me pone en las gónadas. Y entre tanto ruido plebiscitario de conveniencia y tanta algarabía escandalizada de salón, alguien debe estar beneficiándose, pero nadie se pregunta qué van a comer, cómo se van a calentar en invierno o dónde van a dormir las personas a las que hace ya mucho tiempo les han hecho cruzar a patadas el umbral de la pobreza más dickensiana. Ahora hay nuevo gobierno, que en teoría es amplio para poder ocuparse de todos esos asuntos. Deseo por el bien colectivo que se esté actuando de buena fe y, lo más importante, que se haya comprendido cada uno de los desafíos a los que se enfrenta. Y vuelvo a Ortega porque comprenderlo es el principio de la solución de cualquier problema.
Por lo demás, me encuentro tan desarmado como decía estarlo el gran escritor mexicano Carlos Monsiváis, autor de una frase que él aplicaba a México, pero que ahora cuadra perfectamente con lo que está ocurriendo en el patio de nuestra casa; dijo Monsiváis: “o ya no entiendo lo que está pasando, o ya no pasa lo que estaba entendiendo”.
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