Señoras y señores que en teoría custodian y administran la soberanía popular depositada en el Parlamento estatal y en las asambleas legislativas autonómicas:
Desde hace cuatro años, la política española está pillada en un bucle que una y otra vez repite las mismas situaciones e impide que se aborden los verdaderos problemas que tiene la sociedad. Se ha roto el histórico bipartidismo (viene desde hace siglo y medio, cuando se turnaban Cánovas y Sagasta), y los partidos nuevos se han metido en la misma dinámica, cuando creíamos que llegaban con otros modos de hacer política. Los parlamentos se prolongan en los medios de comunicación, y ya no se sabe dónde empiezan unos y terminan los otros. Han llevado a la realidad la ficción calderoniana de El gran teatro del mundo, en el que cada persona no es exactamente ella, sino el papel que decide o le obligan a representar. Tengo para mí, que, si la gente que se dedica a la política transitara de vez en cuando por los clásicos, tal vez entendería que la política, aunque está bien que tenga su puesta en escena, se refiere a la vida real, no a entelequias de las que hablan los políticos y sus voceros y que ni ellos saben definir.
Dice la Constitución de 1978 en su artículo primero que la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado. Es decir, que los 350 diputados y diputadas que se sientan en el hemiciclo de La Carrera de San Jerónimo tienen el mandato de generar leyes y gobiernos, por lo que pensar que tal o cual mayoría es más legítima que otra contraviene a la propia Constitución. Es cierto que el actual sistema se pensó para unos parlamentos en los que solían reunir solo dos partidos porcentajes de escaños que ahora no alcanzan ni la suma de las cuatro fuerzas mayoritarias. Y esa es la coartada, que no es tal, porque sean dos, cuatro o un número indeterminado de grupos, deberían seguir siendo 350 voces representativas y dialogantes, porque el propio nombre de la institución, Parlamento, invita a la palabra desde su recorrido etimológico e histórico. Enrocarse en posiciones numantinas es exactamente lo contrario de lo que debe primar en una asamblea representativa de una sociedad.
Esta situación que tiende siempre al bloqueo es motivo de acusaciones cruzadas. Se señalan culpables unos a otros, pero en realidad lo son todos, por cuanto siempre van delante los intereses partidarios y el eco mediático que palabras y posturas puedan tener, porque una sesión parlamentaria se alarga en horas y días de radio, televisión y prensa escrita. Y da vértigo escuchar con qué desvergüenza se cambia de discurso según se esté en el poder o en la oposición, lo que nos lleva a lo más profundo del refranero, pues no es lo mismo predicar que dar trigo, como bien desarrolla el psicólogo Francisco Gavilán, en su Guía de malas costumbres españolas, muy popular a finales de los años ochenta, porque, por desgracia, esto pasa también en la vida cotidiana, pues viene a resultar que quienes ocupan los escaños parlamentarios son fiel reflejo de la sociedad a la que representan.
En esta madeja en la que, unos por otros, todos parecen empeñados en que siga enredada, destacan claramente varios factores: los nacionalismos, la partitocracia, los lastres históricos y el personalismo. Los nacionalismos impregnan toda la actividad del Estado, porque si hace unos años era Euskadi la que determinaba gran parte de la vida política, ahora es el procés catalán el que está siempre al fondo. Y en este embrollo, sale de la madriguera el nacionalismo español, vestido de moderado, de obsesivo o de extremado. La agenda política estatal y muchas de las autonómicas están siendo marcadas por minorías que tienen una representación parlamentaria muy pequeña. Y no solo marcan, sino que bloquean. Los partidos, por su lado, parecen más empeñados en su propia supervivencia que en cumplir el objetivo para el que fueron creados y los lastres históricos de siempre han hecho galopar nuevos campeadores y Torquemadas que ven caminos al infierno por todas partes. El personalismo, el cuarto jinete, también galopa por las tribunas de los parlamentos y por el eco mediático que otros alientan. Parece ser que a algunos les conviene lo de “cuanto peor, mejor”. Pero eso no es lo que han dicho quienes han votado por las 350 delegaciones de poder popular.
Así que, señoras y señores que se sientan en el Congreso, sepan que a la ciudadanía nos importa más un pepinillo en vinagre que el futuro de su partido, los porcentajes de las encuestas y las letanías cansinas de sus discursos. Les hemos mandado resetear España, equilibrar la realidad con las leyes, ejercer las acciones necesarias para el bien del interés general… Entre esas acciones, es necesario que se apliquen para que haya un gobierno que saque a este país de la parálisis. Las antipatías interpersonales las arreglan ustedes en privado, los personalismos en el psicólogo y para los nacionalismos centrífugos y centrípetos se me abonan a la serie “Cosmos”, para que de una vez por todas se hagan una idea de la nimiedad de tiempo y espacio que controlamos en el Universo. Pues eso.
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