Publicidad y propaganda

Supongo que estarán hartos de tanto palabrerío inútil alrededor de los pactos post-electorales aquí, allá y hasta donde el diablo se quedó mudo, porque las urnas han dado unos números que cada cual interpreta a su conveniencia, y se atreven a decir que “el pueblo ha pedido” esto o lo otro, cuando lo que hay sobre la mesa son unas cifras que ahora utilizarán para armar gobiernos municipales, autonómicos o galácticos, que muchas veces nada tienen que ver con lo que a simple vista aparentan los resultados. Queda aguantar semanas y meses de runrún, y al final va a dar igual lo que se vote, puesto que parece que a menudo depende de otras cosas. Eso que impropiamente hoy llaman política (tal como la hacen es más bien propaganda) se vale de los mismos mecanismos que desde siempre han utilizado los gobernantes, con tal de tomar o conservar el poder, que es de lo que por lo visto se trata, cuando la necesidad de la política es de otra índole. Y en plena era de medios de comunicación a todos los niveles, cualquier cosa vale para justificar las acciones u omisiones de quienes gobiernan o aspiran a gobernar.

El poeta romano Juvenal criticó las prácticas del poder para tener el apoyo o al menos la indiferencia del pueblo. Daban o vendían a muy bajo precio comida a los más pobres y les celebraban jornadas de entretenimiento en el circo. Ese sistema populista fue utilizado durante siglos, pues sabemos que lo hicieron muchos, desde Julio César, que regalaba trigo, hasta Aureliano que daba pan directamente. Hoy, el entretenimiento es una industria muy poderosa, pero no es gratis, aunque los poderes económicos la mantienen en gran parte a través de la publicidad, que finalmente acaban pagando los consumidores porque forma parte del precio del producto, no de su valor.

Y hemos llegado a la apoteosis en los últimos años con el fútbol. Las cifras se han disparado porque el negocio y el rendimiento mediático es extraordinario, y como muestra recordemos que hace un par de décadas hubo un gran escándalo porque un poderoso club español pagó por el traspaso de un jugador croata una cantidad que entonces se antojaba estratosférica, y que le asignaba un salario insultante, que no era ni la décima parte de las millonadas que se pagan hoy y a todo el mundo le parece normal. Sentí vértigo al escuchar en la radio que en una pequeña población española decenas de miles de personas hacían una celebración porque su equipo de fútbol ha ascendido de 3ª división a 2ªB, y en otra docena de ciudades se preparan fastos similares, porque no es solo esa reiteración madrileña (Liga y Champion) de concentraciones y desfiles por plazas y estadios, es una orgía de bufandas despendole general. Eso, aunque procede del fútbol, nada tiene que ver con el juego, es la utilización que se hace antes y después del tiempo que dura un partido.

Estamos saturados de ascensos, descensos, ligas, copas, eurocopas, euroligas, mundiales y campeonatos varios que mantienen el balón rodando de forma permanente, hasta el punto de que, si nuestro paisano, el ingeniero Agustín de Betancourt, quien, mientras hacía grandes obras para el zar Alejandro I de Rusia, se obsesionaba con la máquina del movimiento continuo, habría encontrado la respuesta en una sola palabra: fútbol. Esas gestas deportivas se celebran con un recorrido glorioso por la ciudad, como se homenajeaba a los generales romanos que regresaban victoriosos de una gran batalla, para que el César los coronase de laurel en las escalinatas del Capitolio entre los vítores del pueblo. Ahora, quien hace de César suele ser la misma persona que ostenta el poder en la zona. Ya no se trata de un deporte sino de acumular copas en vitrinas, establecer ránkings, vender camisetas. Nada que tenga que ver con el deporte del balompié en sí mismo.

Personas con escasos recursos se han gastado lo que no tienen para viajar a Lisboa, a Cardiff, a Milán o a Madrid a ver un partido de fútbol. Tampoco entiendo que se presenten en las tribunas de los estadios jefes de estado, primeros ministros, alcaldesas y otras magistraturas, como si no tuvieran tareas más urgentes y provechosas para el interés general que gastarse un dineral a nuestra costa para acudir a un partido de fútbol. Y luego se extrañan de la desafección hacia la clase política. Si Juvenal anduviese por aquí, ratificaría su crítica, cambiando el circo romano por la adrenalina y la competitividad inducida alrededor de un deporte, que es muy bello cuando se juega bien, pero que debiera acabar cuando el árbitro pita el final del partido. Pero claro, eso no es negocio ni tiene utilidad política.

El pan y circo de los romanos hoy se traduce en fútbol y otras competiciones que nos dicen que son deporte, festivales más o menos forzados, festejos varios sin una justificación seria y todo ello bien apuntalado por su proyección mediática que se sostiene con la publicidad y los impuestos. Es decir, el pan y el circo también los paga el pueblo. Eso es por lo visto lo que se debate estos días en las múltiples mesas de negociación que hay abiertas. Está claro que algo no cuadra, si es que no falla todo.

 

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