El legal e ilegítimo sistema electoral canario
En su novela Ensayo sobre la lucidez (2004), José Saramago cuenta cómo en una elecciones el 83% de los electores vota en blanco como rechazo a un sistema profundamente injusto. Después de los comicios del 24 de mayo, los canarios tendríamos que plantarnos de una vez por todas ante el sistema impuesto desde hace décadas para elegir a nuestros representantes.
Hay cuatro manipulaciones que inciden en todas las instituciones, que son las listas cerradas, mediante las cuales no se eligen personas sino siglas, y en el listado van nombre a los que sí le votaríamos y otros a los que no, pero en un orden establecido por las formaciones. Luego las actas son personales, con lo que el representante se arroga la propiedad del cargo y puede llevárselo en caso de transfuguismo. Más que una paradoja es un fraude. La otra deformación es la aplicación de la Ley D’Hont en la asignación de escaños, que favorece a las mayorías. Estas dos circunstancias falsean claramente en España cualquier elección.
En Canarias hay, además, dos agravantes más en lo que se refiere al Parlamento, y que adultera cada cuatro años nuestra representatividad y por consiguiente el Gobierno de Canarias. El primero es el de los topes electorales, que incluso se dobló en la reforma de los años 90, y hay que tener el 30% de los votos de una isla o el 6% de toda la Comunidad para tener acceso al reparto de representación. Esto, combinado con la Ley D’Hont, es un agujero negro que se traga miles de votos canarios, que nunca ven reflejada institucionalmente su presencia real en la sociedad.
Pero lo que ya es una burla vestida de domingo es la representatividad por isla y el distinto valor del voto según en qué isla se deposite. Esto hace posible que, pase lo que pase, una formación determinada esté siempre en el poder e incluso en la cabeza del poder, que se combina, además, con un hábil juego de muñecas rusas mediante el cual la presidencia recae casi siempre en una formación que suele tener en torno al 10% de las actas parlamentarias, que engrosa con los resultados de las islas no capitalinas de formaciones adheridas. Y puede incluso perder las elecciones, en cualquier caso gobierna. Díganme si no es una obra maestra del caciquismo.
La falacia antidemocrática de la triple paridad, construida con la coartada de asegurar la representación de las islas no capitalinas, es una joya de la manipulación democrática (o antidemocrática). El argumento es que haya la misma representación de las dos islas capitalinas (15/15), la misma por provincia (30/30) y la misma de cada isla capitalina con las del resto de su provincia (15/15) es un juego de trileros que roza la perfección; el problema es que un voto de las islas llamadas menores puede valer hasta 17 veces el de uno de Tenerife o Gran Canaria (a veces más, fluctúa según población). Es decir, en el Parlamento de Canarias 30 diputados representan a dos millones de personas y los otros 30 a doscientas mil. Un disparate.
Hace 25 años publiqué un trabajo documentado sobre esta barbaridad y las invectivas fueron tremendas, y todas venían a decir que yo no tenía ni idea de política, porque aplicaban la teoría clásica de que en política lo importante no es que algo sea verdad, sino que sea verosímil. Pero es que este galimatías encima carece de verosimilitud, no podría usarse como escenario social de una novela; los críticos la destrozarían por argumento no creíble, inverosímil, insostenible.
Pues con este argumento insostenible, injusto, antidemocrático y caciquil se conforma cada cuatro años el Parlamento de Canarias y su Gobierno, que por obvia lógica democrática conculca la legitimidad. Y en el sistema se han movido con comodidad las tres fuerzas que cada cuatro años han practicado el juego de la silla. En caso de que en esta legislatura no se genere el sistema electoral justo, racional y equitativo que la inmensa mayoría de la sociedad demanda y merece, tal vez los canarios se cansarían de esta sarta de manipulaciones, mentiras y apaños, y actuarían con lucidez democrática; no sería impensable que la respuesta fuese la que José Saramago propuso en la novela citada. ¿Y entonces qué?