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FELIZ CUMPLEAÑOS, ANTONIO.

 

ANTONIO, mi padre, cumple 94 años. Si pienso en aquel enero de 1926 veo cuánta vida ha pasado por él y cómo ha pasado él por la vida. Buena parte de ese tiempo he sido testigo de sus maneras calmadas pero firmes, de cómo ha sabido enseñar que hay que saber estar siempre donde corresponde, que ninguna persona está por encima de otra, que la ternura, el apoyo, la solidaridad, el amor y todas esas palabras, que a menudo llenan las bocas huecas, se manifiestan con los hechos.

Ahí está esperando la vida, como cuando era niño durante dos guerras y llevaba de la estafeta de correos a su madre  las cartas que sus hermanos mayores enviaban desde muy lejos, cartas que daba miedo abrir. Luego pude verlo indesmayable, sin perder el paso frente a lo cotidiano. Creo que ha conjugado la utopía con el conformismo, y ha sabido vivir sin lastimar.  Solo se ha llevado mal con el viento del sureste. La sonrisa de la foto es su expresión habitual, el rostro de un hombre que está en paz porque siempre ha hecho más de lo que ha podido. Cuando lo miro, lo único que deseo es alcanzar esa paz. 

¡FELIZ CUMPLEAÑOS, ANTONIO!

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La noria de don Benito

 

Se ha cumplido el centenario de la muerte de Galdós en una semana que parece extraída de uno de los capítulos más gráficos de los muchos que nos contó don Benito tanto en sus novelas contemporáneas como en sus Episodios Nacionales. Los intereses partidistas, las reivindicaciones territoriales y la distancia del pensamiento europeo que mantienen las clases dirigentes, hacen que los argumentos sean codazos, exageraciones, planteamientos de un futuro apocalíptico y, en fin, marrullería en la que florece la negación del otro, porque, lo mismo en la I República el asunto se embarulló porque no hubo forma de llegar a acuerdos entre unionistas, federalistas y cantonalistas de vértigo, ahora no hay consenso entre los que quieren un Estado único y tampoco quienes reivindican la independencia de un territorio parece que tengan en la cabeza la misma idea y similar camino para conseguir su propósito. En realidad, vivimos tiempos galdosianos cuando ya llevamos consumida una buena parte del siglo XXI.

Llama mucho la atención que, en la prensa nacional, se destaque en estos días la multitudinaria asistencia del pueblo madrileño al entierro de quien había retratado como nadie una ciudad que empezó a serlo de verdad en sus novelas. Era un pueblo con una gran índice de analfabetismo (como toda la España de entonces) y por lo tanto no leía, pero conocía las historias galdosianas porque entonces quienes sabían leer solían hacer de altavoces de los libros. En su muerte, fue el pueblo quien realmente mostró sensibilidad y agradecimiento, sin pararse a medir glorias literarias, pero intuyendo que se iba uno de los grandes adalides de la cordura en un país en el que parece que el pensamiento enloquece de servilismo a los poderes de siempre. Algunos amigos sinceros, como Unamuno, asistieron por respeto y amistad, pero se cuenta que hubo empujones de las distintas facciones políticas para acompañar al féretro, y por la capilla ardiente pasaron todas las personalidades que querían ser mencionadas en el periódico del día siguiente, aunque la mayor parte detestaba la clarividencia de Galdós, porque los ponía frente al espejo de su mezquindad.

Hay dos detalles curiosos. Uno es que el fervor popular pedía que Galdós fuese enterrado en el centro de la Plaza Mayor, así de admirado era un hombre que se lo dio todo a Madrid. Por suerte, semejante exageración ni siquiera fue tenida en cuenta, y Galdós reposa desde entonces en la parcela que tenía la familia Hurtado de Mendoza en el cementerio de La Almudena. Lo segundo que resulta llamativo es que el rey Alfonso XIII propició una especie de funeral de Estado, y eso que Galdós fue republicano confeso, pero el poder quiere siempre adornarse con todo lo que pueda. Ya se habían hecho pompas fúnebres que más parecían fastos de coronación cuando, treinta años antes, murió el dramaturgo José Zorrilla, y el rey exigió expresamente que se le hiciera a Galdós un funeral y un entierro tan institucionales como a los poetas José Quintana y Ramón de Campoamor. Lo bueno de todo esto es que el Estado corrió con los gastos del entierro, asunto que en las dificultades económicas en las que murió don Benito no era cosa menor. Al final, ese gran funeral que se pretendía de Estado fue arrebatado por la gente de Madrid, que supo estar a la altura de la sencilla dignidad que merecía Galdós.

Capítulo aparte son los difíciles últimos años del novelista, que, ciego y con una arterioesclerosis terrible, se veía impelido a seguir escribiendo para sobrevivir, porque entonces -por desgracia, como ahora- su inmensa obra solo se vendía a un escaso número de personas, a pesar de su enorme popularidad, aparte del trato “peculiar” que le dispensó Editorial Hernando. No obstante, nuestro paisano siempre tuvo el socorro de los más cercanos, como Ramón Pérez de Ayala y los Hermanos Álvarez Quintero (adaptadores al teatro de algunas de sus novelas), que mitigaban su soledad postrera con visitas a su cabecera, triste e injusto final para alguien tan generoso. El Galdós autónomo que en su juventud había recorrido media Europa y quiso enseñar a España la decencia de una convivencia más justa, era entonces un anciano enfermo y sin luz, pero nunca perdió la capacidad para analizar la laberíntica realidad española y para crear personajes que nos contaran cuál era la realidad que no salía en los periódicos y que raramente llegaba a los consejos de ministros (dictaba a un ayudante y a algunos de sus amigos porque ya sus ojos y sus manos se habían agotado).

La lección que nos da este centenario es que las sociedades suelen ser injustas con quienes les insuflan alma, y ahora, cien años después, genera una sensación agridulce que se le ponga su nombre a una gran biblioteca, que lo declaren hijo adoptivo o predilecto o que la dirigencia local y estatal ande a codazos para salir en las fotos como el día de su entierro, cuando demuestra con sus actos que no ha leído a Galdós o lo ha leído muy mal. Si don Benito levantara la cabeza, no sé si se negaría en redondo a que su nombre fuera utilizado o, con su inteligencia superior y su sabiduría ilimitada, se lo tomaría “a la inglesa”, como haría su admirado Dickens, y volvería a su grandeza literaria y humana ironizando para sí: “España sigue girando en la misma noria”. Justo lo que él quiso cambiar.

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La Misa del Gallo (Cuento de Navidad)

 

A mi solicitante:

Me pide usted que escriba un cuento de Navidad, y en una tierra en la que apenas nieva y diciembre puede ser un soleado día de playa, resulta difícil ponerse en la situación que estuvo sin duda Oscar Wilde y, sobre todo, Charles Dickens, y entre el frío polar y la nieve que están ausentes ¿debo imaginan a un malvado cargado de avaricia como el Señor Scrooge o la estatua de un príncipe con sentimientos humanos? Pero no solo es que los autores mencionados hayan dejado el nivel muy alto, es que también han usado la Navidad como atrezzo de sus historias desde Tolkien hasta Andersen y desde Hoffmann hasta Louisa May Alcott en su incombustible narración Mujercitas, hay relatos de Navidad salidos de las plumas más encumbradas, ¿y usted quiere que le escriba un cuento de Navidad? Cumplo ese deseo bajo su responsabilidad:

La Misa del Gallo

Durante mi niñez, vivía con mi familia en una pequeña aldea de las montañas, y es verdad que en diciembre el frío inclemente se presentaba siempre, y a veces podían verse briznas de nieve sobre las cumbres del suroeste. No recuerdo cuando empezaron a llevarme a la Misa del Gallo, que se celebraba siempre en la pequeña iglesia del valle; supongo que desde que era un bebé, pero yo empiezo a tener recuerdos de ello hacia los cuatro o cinco años. Del techo del templo colgaban dos lámparas de araña, pero solo encendían las bombillas unos días en primavera, cuando traían un pequeño grupo electrógeno para las fiestas de la patrona. En Nochebuena, la iglesia se alumbraba con luces de carburo colgadas a ambos lados, y un número indeterminado de velas de cera iluminaban el altar hasta tal punto que esa noche no se echaba en falta la luz eléctrica. Llegábamos tiritando después de caminar casi siempre bajo la lluvia fina tan propia de final de año; las prédicas del sacerdote sobre la alegría que era el nacimiento de un niño en Belén las recuerdo con el frío y la humedad clavadas en las espaldas de la memoria.

El Día de Nochebuena de mis siete u ocho años, el párroco encargó a varias feligresas que hicieran correr la voz de que, de manera excepcional, ese año se adelantaría la Misa del Gallo a las diez de la noche, porque él tenía que ir después a sustituir al celebrante en la parroquia principal de la comarca, que se había puesto enfermo, y esa hora de misa no podría cambiarse porque asistirían el alcalde, el sargento de la Guardia Civil y el juez de paz con sus familias. Así que, fuimos a la misa adelantada y regresamos a casa más pronto que otros años.

La mañana del Día de Navidad, unos gritos llorosos me despertaron con las primeras luces del amanecer. Engracia, una de las vecinas, gemía como una plañidera bien pagada ante el estupor de mi madre:

-¡Nunca pensé que mi prima Violeta me diera esa puñalada a traición!

A pesar de mi corta edad, imaginaba que Violeta, a quien yo tenía mucho apego porque echaba monedas en mi hucha de barro cada vez que le hacía un recado, habría perpetrado un crimen terrible, una acción de una gravedad inaudita, una maldad de magnitudes bíblicas que, según gritaba Engracia, solo podría perdonar el Santo Padre de Roma.

-¡Y precisamente en Nochebuena! -Volvía a lamentarse.

-¿Pero qué ha pasado, Engracia? –inquirió mi madre, seguramente tan confusa como yo, que escuchaba de lejos, todavía medio dormido.

-¿Que qué ha pasado? El cura encargó a Violeta que avisara por esta zona que se adelantaba la Misa del Gallo, y dejó mi casa atrás; así que me presenté en la iglesia a las doce y estaba cerrada a cal y canto.

-Es que el párroco tuvo que irse a decir otra misa –le aclaró mi madre.

-Claro, y la única familia que faltó este año a nuestra Misa del Gallo fue la mía; ¡qué vergüenza!

-Violeta se despistaría, mujer –trató mi madre de suavizar su furia-, estas cosas pasan cuando surgen de improviso.

-Pues será de improviso, pero a mi prima le he echado una maldición que como le caiga…

-Engracia, maldecir es pecado.

-Más pecado es dejar en ridículo a la única familia del valle que no asistió a la Misa del Gallo. Ya verán cómo muy pronto le cae la maldición.

Yo no tenía edad para entender todo aquello de su furia y menos lo de la maldición, pero sí me di cuenta de que mi madre estaba tan perpleja como yo. Nunca tuve noticia de que le ocurriera desgracia alguna a mi vecina Violeta. Sí que recuerdo que, unos días después, le tocó el Gordo de la lotería del 6 de enero, con un décimo que le mandó su hijo de Sevilla, donde estaba haciendo el servicio militar. Esto fue también muy importante para mí porque luego, cada vez que me enviaba a hacer un recado, en lugar de una moneda metía un billete doblado por la ranura de mi hucha de barro. Debe ser que el Santo Padre de Roma debió perdonar el terrible pecado de olvido de mi vecina Violeta.