Y así hablamos de todo

Cuando una generación, la mía, empezó a mirar más allá de deprimente escenario real que habitábamos, hubo quienes nos mostraron el camino de los libros. Entonces nos decían que  había que separar la literatura del concepto libro, porque en papel se podía encuadernar cualquier cosa, pero la literatura era algo sublime, diferente, mágico. El problema era que lo que nos decían que era literatura solía resultar duro, pesado, un camino pedregoso que, eso sí, nos daba una enorme alegría cuando lográbamos hacer interpretaciones distintas de la historia que se contaba. Con el tiempo, estos libros que necesitan de la colaboración de quien los lee nos llegaron a gustar tanto que algunos acabamos intentando escribir aunque solo fuera uno que pudiera ser colocado en ese estante de la magia y el pensamiento.

Si somos sinceros, los libros que de verdad nos entusiasmaban entonces eran los que falsamente nos señalaron como no literarios. En todos los géneros hay literatura o simplemente escritura, y muy pronto algunos descubrimos que había un autor, Graham Greene, que nos atrapaba porque contaba historias que iban más allá del propio argumento, aunque en principio parecieran novelas de acción, suspense, espías o conspiraciones. Además, el propio autor era una leyenda (seguramente amplificada) pues él mismo podría ser un personaje de sus novelas, aunque las historias que vivió seguramente nunca pudo contarlas. Alguien que escribe novelas que cruzan la línea de lo puramente narrativo, como El poder y la gloria, El tercer hombre o El Cónsul Honorario no era un mero autor de bet-sellers (aunque sus libros se vendieran como mascarillas antivirus en tiempos de paranoia), merecía respeto literario, y mucho más desde que vimos a Audie Murphy en El americano impasible (la que dirigió Mankiewicz, aunque la interpretación que hizo Michael Caine del protagonista masculino en la versión de 2002 es memorable). Luego, la crítica metió a Graham Greene en la estantería literaria cuando publicó El factor humano, aunque la Academia Sueca no le perdonó el éxito y no le dieron el Nobel.

También leíamos entonces las novelas de Patricia Highsmith y Daphne du Maurier, y la culpa fue de Hitchcock, que nos enganchó con Extraños en un tren y Rebeca, que entonces proyectaban (ahora, las películas no se proyectan, se reproducen) cine clásico en las salas de sesión continua. John Le Carré también entró en nuestro imaginario desde que vimos a Richard Burton en todo su esplendor en el papel principal de la adaptación de su novela El espía que surgió del frío, que probablemente fue la primera visión que nos llegó de un mundo dividido en dos bloques letales en plena Guerra Fría. John Le Carré era el omeprazol para digerir a Kafka y para tratar de entender porqué la crítica española tenía tanta fijación con algunos autores que a nosotros se nos caían de las mano. Y se nos siguen cayendo. En ese recorrido, logramos entender que la gran literatura está a veces en el lugar más inesperado, y en ese mismo viaje pasaron a formar parte del anaquel donde reinaba el Raskolnikof de Dostoievski personajes reptilianos, psicópatas o esquizofrénicos, como Juan Pablo Castel (El túnel), Meursault (El extranjero) o el Pascual Duarte de Cela.

Queda claro que nuestras referencias literarias suenan a sota, caballo y rey, que no era poco en aquellos tiempos en blanco y negro en el que muchos de esos libros tenían que conseguirse y leerse casi en régimen de secta clandestina, pues no se publicaban en España y llegaban a duras penas desde América Latina, principalmente de Buenos Aires y Ciudad de México, con traducciones al español que entonces eran una novedosa manera de usar el idioma para nosotros. Pero hasta eso sirvió de aprendizaje.

También es obvio que, justamente en una época en la que los medios para llegar a lo visual eran el paleolítico de la actualidad, y encima casi siempre con retraso, nuestra puerta de entrada a la literatura fue el cine. Y no solo a la literatura, porque el cine nos presentó un muestrario muy elemental pero muy didáctico de lo azarosa, amplia y complicada que es la vida. Y tal vez porque muchas de las grandes películas que para nosotros semejaron ceremonias iniciáticas antes fueron novelas (la mayoría no muy bien consideradas por la crítica literaria), nuestros anclajes básicos están en esas imágenes, que se nos convirtieron en los iconos de una pantalla de Windows, que es el cosmos en todas sus dimensiones. Luego, ya supimos separar la paja del grano, pero a veces nos olvidamos del papel que jugaron entonces figuras del cine y de los libros que fueron muy grandes, y otros que no lo fueron tanto, pero que funcionaron como escaparate de las claves del mundo para varias generaciones. Y ese no es poco mérito.

Ah, sí; iba a escribir sobre la creación del pánico y la paranoia del coronavirus, de lo que significan los distintos aspectos del encuentro de los independentistas catalanes en Perpignan, de la voracidad depredadora que ahora mira hacia el istmo de La Isleta, de la desesperada situación de los refugiados en la frontera grecoturca, del día a día que nos invita a evitar noticiarios porque parecen sacados de una síntesis de todas esas novelas que leíamos hace 40 o 50 años y que entonces nos parecían ficciones… Iba a escribir, pero da mucha pereza insistir en lo que salta a la vista; basta con decir que, en toda esta letanía que podría alargarse hasta el Juicio Final, se manifiesta la incorregible dualidad humana: crueldad/compasión, egoísmo/generosidad, miedo/valentía, pasión ilimitada por avanzar/capacidad infinita para la autodestrucción. Por ello, mejor hablamos de cine y de libros, y así hablamos de todo.

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