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DIARIO DE CUARENTENA. Jornada 11: Pensar en el día de hoy (25/03/2020).

 

Ayer alguien nombró el conocido poema Nadie es un isla de John Donne, poeta inglés contemporáneo de Shakespeare. Y sentí como nunca en mi piel el significado de que formamos parte de la Humanidad, y que cada vez que alguien muere, desaparece una parte de esa Humanidad  a la que pertenecemos. Por eso Hemingway pone los versos finales de este poema como epígrafe de su novela Por quién doblan las campanas. Y mi cotidianidad se hizo muy cuesta arriba al pensar en quienes les ha llegado la hora de partir, y en sus familiares, que ni siquiera tienen el consuelo de despedirlos y de recibir el abrazo de quienes los aman. La Humanidad somos todos.

Después pensé en que esto mismo sucede cada día, cuando la gente muere de hambre, de intolerancia o de olvido. También son Humanidad aunque no pertenezcan a lo que entendemos como nuestro ámbito cultural. Y me sentí culpable. Me ayudó mucho la mirada de la niña que aplaude en la ventana del otro lado de la calle como si esos aplausos de las siete fueran una fiesta. Y aprendí de golpe que este es el día de hoy, que hay que seguir como si fuésemos esa niña que no piensa en mañana, sino en el aplauso que realiza con entusiasmo.

Hoy he escuchado en la radio una entrevista que le hacían a la Superiora de un convento de clausura, y le pedían consejo para resistir el confinamiento. Decía la Abadesa que vivir la clausura es otro aprendizaje, y su secreto es pensar solo en el día de hoy, en el presente, que es la misma receta de la niña que aplaude en la ventana de enfrente. Y eso hago ahora; pensar en hoy, ver si ya ha madurado el aguacate que todavía estaba verde ayer, y buscar en las estanterías lecturas aplazadas y admirar cada día más a quien me ayuda a que pueda sentir como la niña de la ventana de enfrente, o como la Abadesa de un convento de clausura, que es pensar en la vida aquí y ahora. Continuamos.

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El paraíso perdido

 

Este trabajo lleva el mismo título que el poema de John Milton, un clásico inglés del siglo XVII que cuenta en forma de epopeya el episodio de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso y en el que subyace la pregunta de por qué un Dios supuestamente misericordioso y omnipotente permite los errores humanos, cuando para él sería muy fácil evitarlos. Viene a cuento porque en estos días echamos de menos la vida cotidiana que muchas veces tildábamos de monótona e insulsa: comprar el pan, ir y venir al lugar de trabajo, tomar café con alguien conocido. Ahora, hasta tirar la basura se ha convertido en una ilusión porque permite salir del encierro que supone estar todo el día en casa. Miramos hacia atrás, y añoramos esa monotonía que era el eje de nuestra vida.

Pero sin duda lo que más se echa de menos es a las personas, sea a la gente en general o muy especialmente a los seres querido a los que ahora no tenemos acceso directo. Están el teléfono, las videollamadas y todos los medios tecnológicos que nos permiten ver y hablar en tiempo real con alguien que está lejos, pero eso antes era un sucedáneo de los afectos, porque siempre lo importante era el cara a cara. Ahora nos damos cuenta de que en los últimos años se ha despreciado ese trato directo, esa conversación en vivo, porque a veces alrededor de una mesa cada cual se embebía en su móvil, comunicándose con alguien que estaba en Pernambuco, mientras ignoraba a las personas sentadas a su lado. También deberemos aprender esa lección de todo esto.

Abundan en estos días los profetas del pasado, gente que por lo visto sabía que una catástrofe de estas dimensiones iba a ocurrir y no se previno. Ciertamente, sí que ha habido ciertas advertencias claras, algunas desde el mundo de las Humanidades, como la novela de Saramago Ensayo sobre la ceguera, a la que le dimos solo valor literario como en su momento se le dio a 1984 de Georges Orwell. O a algunas distopías que hemos tomado por ciencia-ficción y entretenimiento, como en su día fue tomado Un mundo Feliz de Huxley. Pero las verdaderas advertencias vinieron del mundo científico; nadie escuchó el clamor de biólogos, epidemiólogos e investigadores en este campo, que han predicado en el desierto a pesar de las fuertes señales que se vieron con la Gripe A y otros virus posteriores. Combinando esa sordera del mundo y sus poderes con la ceguera metafórica que nos presentaba Saramago, el resultado es el presente, una pandemia terrible y dolorosa que ojalá sirva para que cambie la forma de mirar y los valores se vuelvan reales.

Lo que me deja perplejo es que, aun en estas circunstancias, la capacidad humana para la necedad es ilimitada. «Dos cosas son infinitas: la estupidez humana y el universo; y no estoy seguro de lo segundo» (Einstein dixit). En estos días estamos viendo cómo siguen algunos y algunas jugando a la demagogia cuando no a la mentira, para tratar de sacar ventaja a la salida de esta crisis, que nadie sabe exactamente cómo quedará y cuáles serán los lastres y las enseñanzas que posiblemente signifiquen un antes y un después. Decía esta semana Angela Merkel que no nos habíamos enfrentado a un shock social semejante desde la II Guerra Mundial, y aquello fue muy fuerte. El mundo cambió, y posiblemente cambie ahora, pero desconocemos de qué manera, porque los profetas del pasado para predecir valen poco.

Y vuelvo a insistir en que los profetas del futuro son los científicos, son ellos los que pueden prepararnos para afrontar un mundo muy cambiante, pero para eso deben tener medios, y que la investigación sea prioritaria en todo gobierno responsable que se precie. No me fío mucho del ser humano en cuanto a sus aprendizajes, porque suele durarle hasta que se olvida del sufrimiento o hasta que su ambición le lleva a valorar más al dinero que a la gente. Y eso está pasando. Si ha habido errores evitables, negligencias o torpezas, tratemos de corregirlas y habrá tiempo de dirimir responsabilidades y los efectos que estas tengan. Ahora no, el río viene muy fuerte y el objetivo es alcanzar la orilla. Cuando acabe este desafío y encontremos otra vez nuestro paraíso perdido particular, ojalá la Humanidad se ponga a trabajar en otro reto común, dar prioridad a las personas. Buena semana.

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DIARIO DE CUARENTENA. Jornada 10: Valor y precio (24/03/2020).

 

Tengo entre las manos la nueva novela de José Luis Correa, Las dos Amelias, undécima de la saga del detective Ricardo Blanco. La literatura de Correa parece de evasión, lo cual por sí misma estaría bien, pero en realidad sus historias detectivescas son la disculpa para entrar en asuntos de mucha envergadura. Este vez se trata de adentrarnos en ese mundo virtual de Internet, la fama de las llamadas “Influencer” y el espacio público que ocupan con solo hacerse una fotos y decir qué han desayunado. Y esta es solo una parte, porque ya la telebasura nos da famoseo que genera por lo visto mucho dinero. Mientras, investigadores necesarios cobran miserias, nadie los conoce (ni ellos lo pretenden) y muchos se van fuera. Tal vez sea una de las cosas que cambien después de esta crisis.

El famoseo hace que se pierda de vista el verdadero valor de las cosas. Entre las personas fallecidas en esta pandemia está Lucía Bosé, a la que los medios identifican como “la ex esposa del torero Luis Miguel Dominguín y la madre de Miguel Bosé y Paola Dominguín”, como si ella no tuviera valor por sí misma. Lucía Bosé es una de las grandes del cine italiano, español y europeo; pertenece a esa hornada de actrices italianas que surgieron a finales de los años 40 y principios de los 50, como Sophia Loren, Silvana Mangano, Alida Walli o Gina Lollobrígida. A sus 16 años era dependienta de una pastelería de Milán y cuando Visconti entró a comprar castañas confitadas se prendó de ella y la convirtió en su musa. Trabajó a las órdenes de los mejores directores de su tiempo, desde Fellini a Buñuel, De Santis, Emmer… Comedia, drama, siempre bellísima y actriz; a las órdenes de Juan Antonio Bardem protagonizó Muerte de un ciclista, sin duda una de las mejores películas de la historia del cine español. Por eso, sin desmerecer las carreras de sus hijos, Lucía Bosé solo necesita su nombre para identificarla en su grandeza. Se ha ido entre el ruido que es silencio a la hora de despedir a los muertos, pero quedará siempre su gran aportación al arte cinematográfico. Descanse en paz.

Y es de esto es de lo que en el fondo trata la novela de Correa, de la confusión entre valor y precio, pero les aseguro que, además, van a pasar unas horas muy entretenidas leyendo; ahora que no podemos salir, el novelista nos paseará por las más conocidas calles de Las Palmas de Gran Canaria, como es su costumbre, que ahora los lectores apreciarán más. Ánimo, seguimos adelante.