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Carlos Álvarez y La Señora de La Gomera

Doña Beatriz de Bobadilla, condesa-viuda de La Gomera, es un personaje histórico que ha sido objeto de muchas controversias. Hay dos aspectos de su personalidad en los que los historiadores difieren; uno es su extrema crueldad y el otro es su vida sexual de mantis religiosa, hasta el punto de que el historiador Alejandro Cioranescu negaba incluso que la condesa hubiera sido amante de Colón, y mucho menos del rey Fernando el Católico. Por otra parte, es extraño que un personaje de esta envergadura novelesca haya aparecido poco en la ficción, seguramente porque está muy acotado a Canarias y en estas islas la novela histórica no ha tenido mucho cultivo.
zlaseñora.JPGSí se acercó a ella el novelista argentino Abel Posse, que nos retrata a una condesa casi de novela fantástica, una especie de monstruo devorador que podría encarnar el pecado. Dice Posse en la novela Los perros del paraíso: «La mayoría de sus amantes, pescadores, marinos desorientados, jefes guanches capturados, monaguillos con precoz pasión pastoral, terminaban la noche despeñados al mar desde la ventana de la Torre…» O bien: «Decíase que, vulvidentada (con molares y dos poderosos incisivos que surgían de las puertas de su intimidad), solía devorar con horrible parsimonia el sexo de sus amantes…» Como vemos, hay una gran diferencia entre la dama piadosa que nos presenta Cioranescu y la demoníaca criatura que inventa Abel Posse, quien, además debe desconocer la ubicación de la Torre del Conde, puesto que es imposible que desde sus muros se pueda caer al mar.
Carlos Álvarez acaba de publicar la novela La Señora, cuyo personaje central es precisamente doña Beatriz de Bobadilla. Y ha hecho una novela, que es lo que se le pide a un novelista, aunque algunos quieran que una novela con personajes históricos sea una tesis doctoral. Y es curioso que un narrador como él, que en su narrativa anterior no se paró en barras y cruzó muchas veces la línea de la hipérbole, en esta novela se muestra cauto, comedido y muy realista, supongo que en aras de la verosimilitud de la historia que nos cuenta. La Beatriz de Bobadilla de Carlos Álvarez no es la virtuosa dama católica que sigue al pie de la letra la castidad y las normas humanitarias dadas por Isabel La Católica para el trato a los aborígenes conquistados, pero tampoco es la encarnación de un demonio devorador de hombres, con la espada y en la cama, sino una mujer apasionada que amada el poder y la seguridad, y por eso probablemente mantuvo amoríos con el rey (que encima dicen que era muy apuesto) y con Cristóbal Colón, además de otros lances (nunca exagerados), pero que en su viudez acaba casándose con Alonso Fernández de Lugo, primer Adelantado de Canarias. Ella quiere poder y futuro para sus hijos, y trata de conseguirlo como sea. Podríamos decir que La Señora es una mujer muy interesada en interesante, que se vale de su belleza para conseguir sus propósitos.
zss4[1].JPGEstá época de la historia de Canarias (finales del siglo XV) es muy curiosa, porque es el tiempo en que hay tres clases de islas: las de señorío, la conquistada Canaria (GC) que es de realengo, y las de Tenerife y La Palma aún en manos de los aborígenes. En ese mundo fronterizo en el que la mixtura de razas pone las bases de una población canaria (guanches, portugueses, castellanos, andaluces y otros) es donde surgen historias de una fuerza terrible, porque están de por medio el poder, la religión, la violencia, el racismo y los distintos estratos sociales que se van creando según quien sea el que tome una tierra en los repartimientos. Y ese mundo inicial de Canarias entrando en la historia europea coincide necesariamente con la liquidación de una forma de vida neolítica que los románticos retratan como el Jardín del Edén, aunque seguramente no fuera así. Es el mito del buen salvaje, al que tampoco hace concesiones el novelista.
El desarrollo de la peripecia transita por caminos realistas, con un esmerado tratamiento del diálogo, actualizando las expresiones sin que por ello pierda ese aire de siglo XV que respira toda la novela. Es un gran acierto este manejo del diálogo, que nunca es ornamental, sino que contiene información y se convierte así en una manera eficar de hacer avanzar el relato, añadiendo detalles que sería muy engorroso narrar y leer. Hacer novela histórica no es aplastar al lector en documentación (de eso Galdós sabía mucho), sino partir de hechos conocidos y crear ficciones alrededor de ellos, haciendo que figuras históricas reales hagan y digan cosas que nunca dijeron o hicieron en la realidad. Es creación y eso es lo que hace el novelista, de manera que La Señora es un magnífico ejemplo de que en Canarias hay material muy interesante para hacer buenas novelas históricas. Ya Carlos Álvarez se se había acercado a nuestra historia con su primera novela, La pluma del Arcángel, y por lo tanto es buen conocedor de aquellos primeros siglos en que Canarias pasó a formar parte de la corona castellana con distintos rangos (señorío y realengo).
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(No sé si hablar de la novela de Carlos Álvarez sobre la Condesa de La Gomera sea una manera de celebrar el 12 de Octubre, y tampoco sé si de esta forma se critica o se exalta aquello que unos tienen por comienzo de una gesta y otros de un genocidio).

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Pedro Lezcano o la paradoja del editor (*)

Pedro Lezcano, como Agustín y José María Millares, se convirtieron en clásicos apenas traspasada la juventud. Eran años de necesidad poética y la voz de estos hombres hacía de flauta en el Hamelín oscuro que era entonces Canarias. Todos recordamos a Pedro Lezcano como un poeta eterno, un Góngora vivo, con el que podías cruzarte por la calle o tomar un café hablando de asuntos que casi nunca tenían que ver con la literatura. Porque Lezcano, aparte de su etapa de político en activo, que fue muy corta al final de su vida, sabía de muchas cosas, fuera pesca submarina, micología, ajedrez, teatro o técnicas de impresión, porque buena parte de lo que en literatura se publicó en nuestra isla durante más de tres décadas pasó por las manos de Pedro, en su calidad de impresor, corrector, encuadernador al modo más clásico.
zCBCA2A5[1].jpgHasta que llegaron los nuevos sistemas de impresión que hicieron de puente entre las linotipias y la informática, los libros se construían letra a letra, seleccionando en las cajas el tamaño y el tipo, discutiendo sobre si a un determinado poemario le iba mejor la Garamond o la muy prestigiada Bodoni. Puede decirse que la literatura escrita durante treinta años en esta isla pasó en su mayor parte letra a letra por las manos de Pedro Lezcano.
Ya he dicho muchas veces que Pedro Lezcano es, además de un gran poeta, uno de nuestros narradores más acabados, hasta el punto de que podríamos decir que sus cuentos forman parte de la cima de la narrativa canaria del siglo XX, aunque sigan repitiendo que es poeta (y lo es) y nunca le reconozcan su enorme peso como narrador. Cuando el poeta se decidió a publicar dos relatos, no estaba ya en condiciones de hacerlo él mismo. Se trataba de Historia de una mosca y La rebelión de los vegetales, dos textos que debían publicarse en un solo volumen, y que como sugieren sus títulos defendían el medio natural frente a las agresiones del ser humano.
Me tocó hacer de editor de aquel libro magnífico, y ya pueden suponer el cuidado que puse, porque él sabía de galeradas, viudas y gazapos más que nadie. Conversar con Pedro Lezcano de cómo iba a ser físicamente su libro era como hablar con Casillas de cómo se para un penalty. Afortunadamente salió a su gusto, y así puedo decir que le edité un libro al mejor editor de Canarias. Y es que en la vida se dan curiosas paradojas.
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(*) Este trabajo fue publicado ayer en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7. También se publicó en el mismo medio este artículo de Felipe García Landón(Enlace).pdf

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Faulkner y el agua bendita (*)

William Faulkner es, junto a Joyce, Kafka y algunos nombres más, una de las referencias obligadas cuando hablamos de la novela del siglo XX. De hecho, ilustres nombres de la narrativa en nuestra lengua, como Vargas Llosa, Borges, Onetti, Cortázar o García Márquez confiesan su devoción por Faulkner, al que tienen por piedra angular en la que confluyen todas las tendencias anteriores y se inician las posteriores. De hecho, García Márquez traza la línea Joyce-Kafka-Fauklner como recorrido personal hasta llegar a la definición de su propia obra.
Si ellos lo dicen, por algo será. Ahora que se cumplen cincuenta años de la muerte del escritor estadounidense sureño por excelencia, se le compara por oposición con Hemingway, uno tan directo y casi periodístico, Faulkner tan alambicado y experimental. Estoy convencido de que las aportaciones de este autor a la renovación de la novela en el siglo XX fueron fundamentales, pero es evidente que los prestigios los consolidan los críticos y los profesores universitarios, cuando elevan a los altares a autores concretos que, a veces, resultan muy difíciles de leer, como si en lugar de tratar de comunicar (Hemingway) quisieran ocultar lo que cuentan.
zfaulner1.JPGEn esta línea, críticos y escritores españoles que se dicen discípulos suyos han encumbrado a las más altas cimas literarias a Juan Benet, un autor al que le oí decir que no entendía cómo los lectores aguantaban sus novelas, si él se dormía de aburrimiento cuando corregía las galeradas de imprenta. Esto, que suena a boutade, no deja de contener un gran desprecio a los lectores. Y esa línea Proust-Virginia Wolf-Joyce-Kafka-Faulkner es mil veces repetida por los estudiosos, aunque el lector medio encuentra grandes diferencias entre todos estos nombres, porque a unos los entiende y a otros no, por mucho que lo intente, sencillamente porque da la impresión de que el autor, al escribir, trató de que no se le entendiera.
Hace unos años presté a un amigo mío, buen lector de novelas y conocedor de los entresijos literarios, una reedición de Santuario, una novela de Faulkner con estilo del más profundo Sur americano, que llegó a nosotros primero por su magnífica versión cinematográfica protagonizada por unos soberbios Lee Remick e Ives Montand. Pasé a mi amigo la novela, y al cabo de unos días me llamó por teléfono para decirme: «Vaya, yo creía que la novela estaba traducida al castellano». No solo se había perdido en el maremágnum de tiempos frases y vaivenes estilísticos, sino que afirmaba que la película contaba una historia que debió imaginar Tony Richardson, el director del film, mientras leía la novela.
Desde mi perspectiva de novelista, he tratado siempre de conocer el material con el que trabajo, y en ello es obligatorio leer los supuestos pilares de la novela contemporánea. He leído a Faulkner, y posiblemente haya aprendido mucho de él, pero nunca lo he disfrutado. Leer a Faulkner ha sido para mí un ejercicio de estudio, una asignatura que hay que conocer, pero nunca ha sido un escritor que yo haya recomendado al lector medio, porque es tanta su impostura que en lugar de hacer lectores los expulsa de las librerías.
zfaulkner2.JPGPara leer a grandes autores a menudo es necesario tener muchos conocimientos previos, sobre historia, mitología, filosofía o literatura pura y dura. Eso sucede con autores como Borges, Pynchon o Grass, pero lo que pretende Faulkner (lo mismo que Joyce) es que sepamos los vericuetos de su barrio, los giros idiomáticos de una esquina de Dublín o de New Albany, la mitologías locales o incluso las que se inventa el autor. Son lo contrario a las referencias universales, que funcionan en muchas culturas, es la cerrazón de su modo de vida y los demás tienen la inexcusable obligación de leerlos porque ellos son unos visionarios, como si un norteamericano leyese a Pancho Guerra (¿cómo se dirían en inglés las expresiones del Risco de San Nicolás?) Al final, casi nadie entiende nada y sigue repitiendo como un loro que Faulkner es una referencia literaria obligada aunque no sepa muy bien por qué. En realidad no creo que Faulkner, como Lowry o Benet, supieran explicar qué era exactamente lo que pretendían al escribir así. Me encanta la novela americana del medio siglo (Scott Fitzgerald, Chandler, Hemingway, Steinbeck, Dos Passos…) Con Faulkner nunca he podido.
Y habrá entonces que aplicar el viejo adagio: «algo tendrá el agua cuando la bendicen», y a Faulkner lo han bendecido los supremos pontífices de la novela. Aunque no me entusiasme su obra, habrá que conceder que si los que tanto saben lo encumbran será por algo que tal vez algún día yo descubra.
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(*) Este trabajo fue publicado en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7 el pasado miércoles.