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Aridane 2025, el reto de la contemporaneidad

 

El Festival Hispanoamericano de Escritores que se celebra esta semana en Los Llanos de Aridane no es un encuentro más de escritores; fue más que eso desde su primera edición, y ya va por su séptimo año, superando pandemias, volcanes y cuantas dificultades se le han presentado. Hay que valorar el pulso y el trabajo de quienes llevan el timón, pero es que la existencia de esta cita anual es casi un designio cósmico. Lo raro es que no naciera antes. Cuando hablamos de literatura en Canarias, surge esa idea nebulosa y persistente que muchos entienden como una forma más de folclore. Tal vez pueda verse así, entendiendo el concepto de forma muy laxa y aceptando por ello que Tolstoi, García Márquez o Emily Brönte escriben folclore ruso, colombiano e inglés. Entonces decimos que no, que el alma canaria tiene que ver con la gente, con lo que hace y sobre todo con lo que siente, y enseguida aparecen cuadros indigenistas con mujeres lavando en la acequia, pescadores preparando las redes, campesinos arando o alfareros trabajando el barro.

 

 

El pálpito cotidiano de una sociedad cambia con la evolución de la historia. Está el asfalto, el urbanismo y las nuevas profesiones, que se comunica por teléfono móvil e Internet, que conserva una de las señas de identidad que siempre ha caracterizado a Canarias: estar en la más contemporánea respiración del planeta. Si en el siglo XVI Bartolomé Cairasco de Figueroa fue un rompeolas del idioma con su famoso verso esdrújulo, elogiado por Góngora y Cervantes, si en el XVIII en Canarias se respiraba La Ilustración antes que en La Península, si en el XIX éramos los pioneros del agua corriente doméstica, si en los años cincuenta y sesenta del siglo XX tocábamos rock a la vez que en los países anglosajones, mientras que en La Península la mayor novedad era El último cuplé, ¿no es esa forma de estar delante la que debe ser tomada como una seña canaria de identidad?

 

Estar a la cabeza de los avances de todo tipo en la sociedad es la marca natural de Canarias. Nos define el mestizaje; todos somos descendientes de inmigrantes de una u otra parte en razón del siglo que hablemos, no es algo que acabemos de descubrir. Las nuevas generaciones actúan a veces como si hubieran inventado el mundo. Canarias es una sociedad que se ha ido sedimentando y cociendo a fuego lento, y fue asumiendo inmigraciones e incorporando estratos. A estas alturas, no sabemos muy bien si determinadas características de nuestra gente se deben a tal o cual oleada, que llegó poco a poco o de golpe. Para demostrarlo, basta abrir la guía telefónica y ver la disparidad de apellidos que delatan procedencias de los treinta y dos puntos de la Rosa de los Vientos.

 

La presencia canaria también se ha impuesto fuera muchas veces, precisamente por esa tendencia que tenemos para estar sentados sobre el mascarón de proa. Ejemplos hay muchos, pero bastaría mencionar a personajes como Agustín de Bethencourt, que exhibió su ciencia y su inventiva en la Rusia de Catalina La Grande y dejó su huella en aquel gran imperio. Los avances en el estudio de los volcanes realizados por el ilustrado José Viera y Clavijo no son cosa menor. Como tampoco lo es la huella fundamental de un personaje del calado del lanzaroteño José Clavijo y Fajardo, quien, a su vuelta de sus estudios en Inglaterra y de sus parrandas con Voltaire, fue quien introdujo la prensa periódica en España, todo un hito en la manera de comunicarse. O los logros en el conocimiento de la Naturaleza de los canarios que crearon en Madrid el Jardín Botánico. Nombrar a los Iriarte o la Tertulia de Navas es ponerse en una actualidad permanente.

 

Por eso siempre nombro a Teddy Bautista por su importancia en traer a Canarias y a España al siglo XX de la música popular, y no podemos olvidar  nombres avanzados en su tiempos como Teobaldo Power, Oscar Domínguez, Mercedes Pinto, los hermanos Josefina y Claudio de la Torre, Carmen Laforet, Manolo Millares, Pinito del Oro o la importancia fundamental que tuvo el doctor Juan Negrín en los avances de la ciencia española, a quien, por su actividad política durante aquella guerra innombrable, usan como un muñeco del pimpampúm en ese griterío delirante que ahora es España, y un listado que parecemos empeñados en olvidar. Las nuevas generaciones se equivocan si ignoran lo que heredan, porque todos estos hitos que nombro tienen dos características comunes, fueran del siglo que fueran: siempre respetaron y continuaron el legado de sus antecesores, y batallaron por estar en las avanzadillas del mundo en su actualidad.

 

Eso debe recordarnos que tenemos que ser muy rigurosos en la lectura del tiempo que nos toca vivir, lo que debemos al pasado y lo que proyectamos al futuro. Últimamente se pierde demasiado tiempo en tratar de ser el primero, el mejor o incluso el único. Eso es un disparate y, además, es la involuntaria proclamación de la ignorancia propia cuando se intenta estar por encima de los demás. Es imposible ser el primero, porque ya los sumerios inventaron la cerveza hace cinco mil años; también es imposible ser el mejor, todos bebemos de unas fuentes seculares que superan cualquier hazaña humana. Y el colmo es creerse único, porque esa es la expresión máxima del endiosamiento inútil. Simplemente hay que ser y estar, dos verbos tan esenciales como la respiración. Quien se proclame alguna de las tres cosas es un falso profeta. Siempre es así.

 

La memoria de los pueblos es importante, y en la de Canarias está la necesidad de ser contemporáneos. Esa es la otra visión que queremos dar, que es la misma mirada de siempre, el hoy de cada momento. Por ello, que el Festival Hispanoamericano de Escritores haya nacido y crecido en una isla pionera del hoy cultural del mundo no es casualidad. El mero hecho de existir nos reafirma en esa necesidad histórica de perseguir y a veces tocar la avanzadilla del mundo. La Plaza de España de Los Llanos de Aridane se convierte en el doble consulado de ida y vuelta de todas las identidades de esta lengua hispanoamericana que nos une a pesar de los dos océanos más grandes del planeta. O por eso mismo.

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El Cervantes que me interesa

 

En vísperas del VII Festival Hispanoamericano de Escritores de Los Llanos de Aridane, que se consolida como una gran cita literaria en el ámbito de nuestra lengua, del inminente Congreso en Arequipa de esa lengua que hablamos en cuatro continentes, y de las rutilantes ferias del libro de Guadalajara y Frankfurt, creo que viene a cuento hablar un poco alrededor de don Miguel de Cervantes Saavedra, el abanderado de la ficción en español y uno de los pilares de la cultura moderna occidental, de la mano de  Dante, Shakespeare Goethe, que dice el canon que son las cuatro patas de la mesa, aunque ha habido algunos zarandeos que han ido calzando el tablero, desde Emily Dickinson y Dostoievski hasta Virginia Wolf y Proust, y algunos puntales más, porque el tiempo lo acelera todo.

Toca hablar de Cervantes porque en estos días Alejandro Amenábar ha estrenado su película El cautivo, en la que imagina una etapa de la vida del autor de El Quijote, el de su cautiverio en Argel. Hay debate en clave de chismorreo, no sobre la película, sino alrededor de un detalle que aparece en la cinta: la posibilidad de que Cervantes tuviese una aventura sexual con Azan Bajá, su carcelero turco. No he visto la película, pero en vista de lo que se discute y se pontifica, se me están quitando las ganas que tenía, pocas, para ser sincero. Que nos entretengamos en una menudencia hipotética cuando estamos hablando de uno de los gigantes de la cultura, me resulta decepcionante, aunque acorde con el enfoque superficial que ya es costumbre de la época que vivimos.

 

Como doctrina general aplicada a la creación, Amenábar puede presentar a Cervantes como le dé la gana. La cuestión es si la obra es artísticamente importante por su calidad y verosimilitud. Y digo verosimilitud que no verdad, porque una obra de arte es principio y fin en sí misma, y si todo en ella es coherente y sólido, ¡chapeau! Ah, sí, que tal vez no se ajusta a la realidad. Bueno, entonces tendremos que admitir que el mundo romano que aparece en novelas tan reputadas como Yo Claudio o Memorias de Adriano es exacto a como fue en realidad.

 

Pero no, se trata de que esas novelas sean verosímiles, no tesis doctorales históricas, como tampoco podemos asegurar que los Enrique V, Julio César o Calígula sean la transcripción perfecta de sus vidas, escritas por Shakespeare o Camus, y en la película Julio César, las palabras pronunciadas en las escalinatas del Senado, no sabemos bien si realmente las dijo en su día Marco Antonio, las escribió Shakespeare, las rectificó el director y guionista Joseph Leo Mankiewicz, fueron improvisadas por un pletórico Marlon Brando cuando era poseído por los personajes que él imaginaba, o todo a la vez. Porque en ese momento, Marco Antonio no es el de los libros de historia, sino un personaje reconstruido a su manera por quien lo escribe o lo encarna. Por lo tanto, es seguro que sus frases son imaginadas, porque Marguerite Yourcenar o Stefan Zweig no estuvieron en cada momento de las vidas de Adriano o María Estuardo ni escucharon las frases lapidarias que se le atribuyen.

 

En cuanto a Cervantes, datos ciertos hay muy pocos, porque cada vez que nos venden un hallazgo aparece una legión de cervantistas poniéndolo en duda. Ni siquiera estamos seguros de que los huesos de Las Descalza Reales de Madrid sean realmente suyos. En cuanto a su vida, pocas certezas notariales, pero sí sabemos que le unía gran amistad con don Juan de Austria, hermano bastardo de Felipe II, y que estuvo 5 años cautivo en Argel, de donde también dicen que lo rescataron los monjes Trinitarios. Que tuviera una aventura homosexual con su carcelero no sería tan raro, pues esas cosas sucedían y suceden entre soldados mucho tiempo en los frentes de batalla, y en este caso tal vez hasta habría intereses personales como la liberación. Sería posible y tal vez con mayor posibilidad de verosimilitud que esa amistad tan cercana con el hermano del rey fuese algo más allá, y así se explicaría la protección del hermano del rey a un don nadie que simplemente había sido un soldado herido en Lepanto, como tantos otros.

 

Por último, parece una moda que se atribuyan presuntas conductas homosexuales a muchos personajes históricos o conocidos en otros tiempos, como si hubiera una obsesión por demostrar al mundo que ser homosexual no es malo, que hasta el mismísimo Cervantes lo fue. ¡Claro que no es malo! Es una tendencia y una opción sexual, y en todo lo demás son seres humanos como todos. No hay que justificar lo que no necesita justificación. Por mi parte, no pienso invertir tiempo en tratar de dilucidar si Cervantes fue homosexual o no, aunque solo fuese durante cinco minutos.

 

Hay otros asuntos cervantinos que me interesan más, como que ese resplandor de El Quijote haya dejado en segundo plano el resto de su obra,  que no es cualquier cosa, pues tiene una grandiosa trayectoria como autor teatral, poco representado, por lo que digo, y en el que tenemos una visión de las dos orillas del Mediterráneo, capitaneadas en su tiempo por dos culturas (y tal vez ahora) enfrentadas, pues muchas de sus obras transcurren en ese Argel que, me dicen, trata de imaginar Amenábar en su película. A Cervantes le bastaría con las 12 Novelas ejemplares para estar en la historia de la literatura con letras muy grandes, pues en ellas puede decirse que inventa géneros, como el fantástico o lo que hoy llamamos novela negra, aparte de incidir en los géneros de la época, como la novela pastoril o la picaresca. Y composiciones magníficas como La Galatea o Persiles y Segismunda.

 

Realmente me interesaría que, volviendo al Quijote, se supiera de una vez que Cervantes inventa el realismo y crea la primera novela moderna. Nadie, después de él, ha aportado tanta indagación a la literatura por sí misma, pues gigantes posteriores serían miniaturas sin los cimientos cervantinos, y eso tal vez lo entendieron antes en otras lenguas, pues hasta Dickens, Tolstoi y Joyce beben de Cervantes. Es una fuente inagotable. De eso sí que me gustaría que se hicieran películas, pero estamos en el cotilleo, ahora ya tenemos tema de prensa rosa: Don Miguel de Cervantes tuvo una aventura homoerótica. ¡Qué notición! Y en versos cervantinos, acabo diciendo que estos amagos se evaporarán, como dijo el muy mentado Príncipe de los Ingenios: “Caló el chapeo, requirió la espada, / miró al soslayo, fuese, y no hubo nada”. Pues eso, nada.

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Funcionarios ¿ángeles o demonios?

 

En el imaginario colectivo se repite una serie de cantinelas que dan una idea distorsionada de las cosas, y se generaliza sin pensar qué hay detrás de cada palabra. Por ejemplo, es casi una verdad evangélica que un bombero, un miembro de la UME o una enfermera son seres abnegados a los que nunca les agradeceremos lo suficiente su trabajo peligroso, sacrificado o ambas cosas. Por el contrario, hay otro mantra que minusvalora, degrada y critica a los funcionarios, sea en chistes, en películas, en tertulias o en conversaciones cotidianas. Y, claro, resulta que ese bombero, ese militar de la UME y esa enfermera entregada son empleados públicos. Como dijo el punzante escritor Jorge Luis Borges cuando le presentaron al poeta Gerardo Diego, ¿en qué quedamos, Gerardo o Diego? Esas tres personas que hemos mencionado ¿cumplen un indispensable y excelso servicio a la sociedad o vampirizan el erario público, que nutrimos con nuestros impuestos?

 

 

Claro, son funcionarios. Es que la palabra viene de lejos, de la época del Imperio Romano y por lo tanto con raíces latinas. Son personas que realizan una función necesaria para que se mueva la maquinaria. Trabajadores públicos ha habido desde el momento en que las sociedades se han organizado, personas que, por sus distintas preparaciones, gestionaban el Estado (cuidado, Estado es desde una concejalía pequeñita hasta la más alta magistratura). Generalmente se encargaban de que cada cosa estuviese en su lugar; por supuesto, entre tanto siglo y tanto imperio, los ha habido buenos, malos y mediopensionistas, personajes que hacían aportaciones más allá de su cometido y aprovechados de los puestos de privilegio que algunos ostentaban.  Pero siempre han sido la columna vertebral de cualquier sistema, fuera primitivo o avanzado.

 

Pero había un problema. Cuando se cambiaba de régimen, de necesidades o simplemente se moría un rey y heredaba otro, aquellas personas que servían al Estado anterior desaparecían y eran sustituidos por los que imponía el nuevo sistema, el nuevo rey o el vencedor de un conflicto político. Y había que partir de cero, porque el mecanismo se paraba en seco, con lo que se perdían muchas energías y mucho tiempo, y lo aprendido anteriormente no estaba porque había que redescubirlo, o directamente se cambiaba para que quedara claro que ahora mandaban otros. Así, siglo tras siglo, quienes hacían tareas que hoy llamaríamos públicas estaban al albur de los avatares cotidianos o de las simpatías o antipatías de quienes tenían la potestad de contratarlos o despedirlos.

 

Y llegó Napoleón, que dicen los entendidos que fue un gran estratega militar, pero lejos del campo batalla también fue una revolución, seguramente apoyado en mentes tan eficaces como las de Charles-Maurice de Talleyrand, Jean-Étienne-Marie Portalis y Joseph Fouché, entre otros, que eran tan taimados, astutos y pérfidos como inteligentes. Y fundaron el Estado Moderno, que luego fue imitado rápidamente hasta por los países enemigos. En lo que se refiere a lo que hoy llamamos Recursos Humanos, la piedra angular de ese estado nuevo era la permanencia en sus puestos de las personas que hubieran accedido a estos por su preparación y conocimiento, de manera que los balanceos políticos incidieran lo mínimo en el día a día del funcionamiento de los Estados. Es en ese momento en el que, además de conseguir un logro colosal para que la maquinaria no se detenga, el funcionario se convierte en un ser respetado y a la vez denostado, porque su puesto de trabajo, con las garantías jurídicas napoleónicas, solo peligraba si se cometían irregularidades muy notorias, y a menudo la potestad para determinar su futuro recaía en manos de un juez, también independiente del poder político por haber optado a un trabajo pagado con presupuestos.

 

Básicamente, un trabajador público se ocupa de que las estructuras del poder se muevan como un engranaje, pero pronto empezaron a ser llamados así los empleados que cobraban del erario público en campos no estrictamente administrativos, como la milicia, la policía, la sanidad, la enseñanza, la justicia o cualquier otro ámbito que fuese servicio público y sufragado con el dinero de los impuestos. Y esa palabra, que originariamente se asociaba a los empleados de ventanilla que Mariano José de Larra satirizaba con el famoso “vuelva usted mañana”, pasó a ser administrativamente también la denominación genérica de quienes cobran de un estamento público y por lo tanto sostenido por los contribuyentes. Y sabemos que las primeras oposiciones se celebraron en España a mediados del siglo XIX. Así, forma parte del funcionariado un catedrático de universidad, un chófer de coche oficial, una enfermera, un bombero, una profesora, un coronel de artillería, un celador, una cirujana y cualquier persona que desempeñe un servicio público. Pero en la cultura popular son funcionarios.

 

Como cobran de los impuestos, se puede disparar contra cualquiera que tenga la consideración de trabajador público, por oposición, interino o personal laboral. Y se miente, se exagera o se tergiversa. Se demoniza a los empleados públicos, pero llevamos a nuestros hijos al colegio, acudimos a los médicos, nos atiende un personal de enfermería, usamos los hospitales y los servicios jurídicos cuando son necesarios; si surge una emergencia, llamamos a los bomberos o a las fuerzas de seguridad.

 

Oímos a menudo que España es el país en el que más porcentaje de personas viven del erario público, porque suena a que no trabajan, solo cobran, y se lanzan números a lo loco. España tiene más de tres millones de empleados públicos, y nos echamos las manos a la cabeza porque suena a que son nuestros mantenidos. Están ahí por su cara bonita. Pues resulta que eso significa que el porcentaje de empleo público en España es del 14%, tres millones de personas que también pagan impuestos, por cierto. La denuncia comparativa puede ser que algunos países punteros, como Holanda, tienen menos del 10% de trabajadores públicos, porque allí el sistema es combinado desde hace más de un siglo. Por si sirve de espejo con otros países “serios”, el porcentaje de empleados públicos en relación con el total de personas que trabajan es también del 14% en Alemania, el 25% en Finlandia, el 27% en Dinamarca, el 28% en Suecia y, vaya, en Noruega, ejemplo que siempre nos ponen de cualquier cosa, ese porcentaje es del 31%, es decir, casi uno de cada tres trabajadores. En los países de la OCDE es un 17%. Y en todos están mejor pagados que aquí. Son los que se ocupan de que todos los servicios sigan funcionando, pase lo que pase. Pero nada, está abierta la veda, sigamos tirando piedras porque sí.