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En cualquier caso, Feliz Navidad

 

En el siglo XIX, antes incluso de que se hablara de regeneracionismo, Galdós retrató una España que se debatía entre cerrarse sobre sí misma o abrirse a Europa. La memoria de la presencia española en el continente, sostenida la mayor parte de las veces con la pica, el arcabuz y la vizcaína de los tercios, no hizo amigos, y esto se agrandó con ese deporte francés que ha llegado a descalificar a Rafa Nadal, y esparció la idea de que África empezaba en Los Pirineos, dicen que de boca del mismísimo Alejandro Dumas, aunque esta insultante autoría nunca se ha podido probar documentalmente, y me cuesta aceptarla porque el propio Dumas sufrió racismo por la ascendencia antillana de una de las ramas de su familia. Durante el siglo XX, el sueño fue siempre ser europeos, sobre todo después de la II Guerra Mundial, formar parte de la Europa del bienestar y la libertad, que admirábamos y envidiábamos en la película Dos en la carretera, cuando Audrey Hepburn y Albert Finney atravesaban en coche la campiña francesa mientras discutían sus problemas conyugales, cosa que en España era casi pecado porque el matrimonio era sagrado y eterno. El sonsonete mentiroso del franquismo era que entraríamos en el Mercado Común y recuperaríamos Gibraltar. Un sueño imposible entonces.

 

 

Y el sueño se hizo realidad el 1 de enero de 1986. Ya éramos Europa, seríamos tan ricos como Alemania, presumiríamos de grandeza como los franceses, tendríamos los avances sociales de Dinamarca y nos convertiríamos en un paraíso de la eficiencia como Bélgica y Holanda. Pero ¡ay! resulta que, casi cuarenta años después, España no es como la Europa que soñábamos entonces, y lo que es peor, Europa se comporta cada día más como aquella España que parece que no queremos dejar atrás porque no encontramos (o no queremos encontrar) las siete llaves que pedía Joaquín Costa para cerrar de una vez por todas el sepulcro del Cid. Hemos exportado el ¡Viva Cartagena! del siglo XIX, reforzado por el orgullo unamuniano, y ahora Europa es una gran decepción. Alemania no es tan rica, Dinamarca no es tan solidaria, Francia no es tan poderosa y Bélgica es tan cainita, negligente y descuidada como decían que éramos nosotros. Y al fondo, las religiones, como banderas de guerra en lugar de faros de concordia. En resumen: Europa no ha conseguido europeizar España, pero España parece que va logrando españolizar Europa.

 

Y todas aquellas esperanzas se han ido diluyendo, bien es verdad que los equilibrios planetarios no son los mismos, y Europa parece que ha perdido el miedo a la guerra, que era lo que la tuvo protegida durante más de sesenta años. La alargada sombra de Estados Unidos está influyendo hasta en nuestra forma de vida, y están sucediendo cosas que creíamos imposibles hace un par de décadas. Desde que se implantó la costumbre de lo políticamente correcto, tenemos la sensación de que pisamos siempre terreno pantanoso y resbaladizo. Cierto es que venimos de un tiempo en el que se traspasaban los límites y se entraba en la ofensa continuamente, pero es que ahora se ha vuelto todo tan delicado, que hay que medir cada palabra, cada adjetivo; y si hablamos del humor, es que prácticamente no se puede hacer, porque seguro acabarán acusando de algo al humorista. Lo curioso es que se ha abierto la veda para atizar a cualquiera que se desvíe lo más mínimo de nuestra opinión sobre las cosas, atacando con espadas cada vez más afiladas, pero, por el contrario, está la piel muy fina y cualquier persona o colectivo se siente atacado. Incluso se hace revisión histórica y se muestra con gran sorpresa que filósofos, matemáticos, escritores o científicos de muchos siglos atrás eran machistas, excluyentes en asuntos religiosos o con opiniones hoy discutibles sobre temas varios.

 

Como es Navidad, propongo una reflexión sobre las propuestas que avezados artífices del pensamiento único en la realidad y en la ficción han enunciado para someter a la población a una dictadura reconocida o encubierta. Lo que en la práctica es un golpe de estado. Suena un poco exagerado, pero solo les digo que la realidad empieza a parecerse mucho a la resultante en Europa después de que Curzio Malaparte publicara Técnica del golpe de estado, libro que aconsejo como información sobre la actualidad, aunque se publicó en 1931. También recomiendo la novela El Gatopardo del Príncipe de Lampedusa, en la que se dice: «que algo cambie para que todo siga igual». Y si esto no es suficiente, están aplicándose con excelentes resultados los principios de la propaganda enunciados por Goebbels (son once, aunque algunos son repetitivos) y que él mismo llevó a la práctica con una eficacia escalofriante. Resumidos y reagrupados vendría a proponer estas acciones con el fin de controlar a toda la población a través de miedo y, si los dejan, por el terror.

 

Como siempre, yo solo sugiero, advierto, aviso, prevengo. Cuando veo parámetros comparables, se me enciende una luz roja, porque hay un principio, atribuido falsamente a Einstein, que es aplicable a las ciencias y a casi todo: “Si haces siempre lo mismo, no puedes obtener resultados diferentes”. Esas frases nunca fueron dichas o escritas por Einstein, pero algunas le vienen al pelo a su sabia ironía, como esta con la que termino: “Cuando te mueres, no sabes que estás muerto, no sufres por ello, pero es duro para el resto. Lo mismo pasa cuando eres imbécil” (también podrían haberla dicho Marie Curie o Groucho Marx).

 

Nota importante: Si ha llegado hasta aquí, y después de leer esto le quedan ganas de escuchar algún navideño mensaje institucional, allá usted. En cualquier caso, FELIZ NAVIDAD.

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La excelencia del disparate

 

Tenemos espadas afiladas y pieles muy finas. Se usa un sable justiciero cuando se trata de atacar posiciones contrarias, pero se sienten heridos apenas algo no concuerde con su ideal, sea de palabra o de obra. Y ahí chocamos con lo que entendemos por libertad de expresión, que es un derecho básico, pero al que por otro lado se quiere limitar según conveniencias. Por si no ha quedado claro, aunque no soy precisamente un entusiasta del humor negro, te pueden condenar por hacer un chiste sobre Carrero Blanco, pero luego te llaman de todo. Se alega grosería, cutrerío o mal gusto. Pero ¿qué es el mal gusto? ¿Lo que no me gusta a mí?

 

 

Lo mismo que el grado de excelencia tarambana cum laude no está al alcance de cualquiera, decir tonterías, disparates, incongruencias, sandeces y ofensas con una sonrisa es una especie de facultad que se entrena, porque alguien que es realmente imbécil, simplón o ignorante no tiene la capacidad de soltar una estupidez en el momento exacto en que conviene a ciertos intereses, que es cuando se necesita hacer ruido. Por eso, armar discursos insensatos o necios forma parte de un sistema perfectamente calculado para lograr determinados propósitos.

Estoy convencido de que no existen conspiraciones secretas, sociedades ocultas que manejan los hilos, maniobras inducidas por fuerzas irreales, que tienen que ver con el esoterismo o la ciencia ficción, seres que obedecen a mensajes de otra dimensión y que se mueven en la oscuridad para que el mundo vaya en determinada dirección. Nada hay secreto, todo está a la vista, pero, como en un espectáculo de ilusionismo, eso tan real desaparece porque siempre hay elementos de distracción que atraen nuestra mirada. Luego sucede lo que suele ser consecuencia de lo que se ha prefabricado delante de nuestras narices, mientras nos empeñábamos en seguir con la mirada la bolita que el trilero nos muestra como señuelo. Es decir, no hay complots, sectas de personajes con capucha ni servidores abducidos por extraterrestres, que llegan hasta aquí a través de agujeros de gusano, y que incluso algunos asimilan con dioses antiguos o creadores de la raza humana. Resulta que los burros vuelan, y lo repiten unos y otros, pero no pasa nada, es un juego, que por desgracia nada tiene que ver con las necesidades reales de esta sociedad.

Hay cerebros superinteligentes, muy pocos, pero es falso que haya cerebros escogidos, personajes superiores y entidades que nos sobrevuelan. Todo eso forma parte de una idea confusa que siempre ha funcionado cuando el ser humano está en situaciones muy difíciles, que es casi siempre porque la vida es muy complicada. En realidad, permitir que esas creencias alucinantes tengan tanto seguimiento forma parte del despiste del mago. Ya escribió Baudelaire que el mejor truco del diablo es convencernos de que no existe, aquí es al revés, se mira para otro lado para que se extienda la creencia en todo ese universo de cómic apocalíptico y se pueda actuar con la realidad tangible sin que nos demos cuenta. No hay conjuras ocultas con rituales bizantinos o medievales, pero sí que hay truco, y el mayor elemento de distracción de la realidad es el gran entramado de medios de comunicación que finalmente nadie controla porque a estas alturas el mecanismo funciona por inercia, y no hay una persona, una corporación o un comisionado que sea capaz de pararlo o siquiera hacerlo cambiar de dirección.

Todas esas personas que pueblan el surtidor de supuestas noticias diarias y que se descuelgan con declaraciones imposibles, frases sin significado o mentiras muy obvias, son en realidad personas entrenadas en armar barullo, de manera que no sea posible hilvanar discurso coherente alguno que tenga sentido. ¿La presidenta de la Comunidad de Madrid, la portavoz de Junts en el Congreso o el alcalde de la capital de España son tan elementales como se empeñan en aparentar? ¿El portavoz del PP está tan fuera de la realidad como aparentan sus discursos absurdos sobre lo que sea? ¿Pedro Sánchez y sus cercanos piensan de verdad que van a terminar la legislatura? ¿De dónde va a salir esa pila de millones necesaria para condonar las deudas a las Comunidades Autónomas? Tampoco son simples y contradictorias las personas que, desde la ultraderecha, sueltan sandeces que no merecen debate porque, en su base, los argumentos son irracionales y a menudo zoológicos. Es la excelencia absoluta del disparate, pero la pobreza, el drama de la inmigración y el deterioro de los servicios públicos son cada vez más sangrantes, por muchos números y paneles estadísticos que muestren. Y no era eso lo que se pactó en las urnas.

Lo triste es que, combinando esa supuesta estulticia con la repetición de consignas delirantes y la insistencia en datos falsos, aunque sea patente que lo son, consiguen la atención mediática, que es finalmente su único propósito para seguir en la brecha. Es evidente que no creen lo que dicen porque nada hacen al respecto cuando tienen ocasión de hacerlo. Se opusieron al divorcio, no lo derogaron cuando estuvieron en el poder y encima lo usaron como cualquier ciudadano; lo mismo ha ocurrido con docenas de asuntos, como el aborto o los matrimonios de personas del mismo sexo. Por otra parte, después de siete años en La Moncloa de la entonces oposición, siguen sin moverse leyes que decían iban a derogar al día siguiente. De lo que se trata es de hacer ruido para pillar otra vida como en la PlayStation. Y no crean que, en el otro lado, se actúa de distinta manera. Tres ejemplos: lo que ha ocurrido y ocurre con la Reforma Laboral o la Ley Mordaza del Gobierno de Rajoy (sigue habiendo gente en la cárcel actualmente por su aplicación), o la incapacidad de todos para afrontar el asunto de la vivienda, derecho que consta literalmente en una Constitución que dicen defender con uñas y dientes.

Es descorazonador ver el tiempo, el dinero y el esfuerzo que se dilapida en organizar comisiones parlamentarias y otras burocracias que finalmente no tienen reflejo práctico en el interés general de la ciudadanía. Cansan las alusiones a ofensas históricas, a guerras lejanas, a intrigas extranjeras y a matraquillas varias, pero ninguna se materializa en hechos que sirvan para cerrar esas páginas y que no se vuelva a hablar de ellas en sede parlamentaria. No hay conspiraciones, solo ineptitud. El ruido los mantiene, y los medios los amplifican.

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Un puente más y un puente menos

 

Se hable de lo que se hable, siempre habrá alguien que ni siquiera deje terminar una frase para descalificar una idea, y se da la paradoja de que se pueden no entender asuntos muy claros y, por el contrario, dar por hechos otros que no se sostienen. La mente está tan entrenada para indagar hasta la extenuación como para tragarse sin masticar cualquier cosa, unas veces por desidia y otras porque nuestro inconsciente se siente cómodo con esa versión, ya que oponerse haría saltar por los aires el castillo de naipes que todos nos hemos ido construyendo.

 

Salimos de un puente más, y esos días supuestamente inhábiles para las obligaciones laborales nos ponen el cerebro en modo “lo que tú digas, pero no me jodas el Martini”. Que sí, que en Madrid parecen empeñados en que nos las arreglemos solos con lo de la inmigración y con los menores no acompañados, que el congreso del PSOE se ha comido un Q que se le va a enquistar, que se ha montado en el Congreso de los Diputados el teatrillo constitucional para lo mismo de siempre, sin la presencia del Rey, también como siempre, porque no le toca la Constitución, o vaya usted a saber, que de eso cada vez entiendo menos. Ah, sí, y cantó (bueno, actuó) Quevedo el viernes en el Gran Canaria Arena y ya se emparenta en la historia de la música internacional con Alfredo Kraus (los caminos del Señor son inescrutables).

Creo que ya habrá alguien que esté pensando ¿cómo se le ocurre meter a Quevedo y a Kraus en el mismo epígrafe? Son los tiempos, y como decía en el primer párrafo, nos creemos lo que más nos gusta, o nos conviene, aunque no nos entusiame, y ya podemos pasarnos la ética por el arco del triunfo porque mi amigo, el filósofo Juan Ezequiel Morales, dice que la ética no existe (el libro matiza la frase, pero en la portada está exactamente así). Y trabajamos con historias como que los huesos de los Reyes Magos (sí, los de los camellos) están en una urna en la catedral alemana de Colonia, a saber, porque ni siquiera en los Evangelios dice que fueran tres, por lo que en esa urna puede haber restos de dos, catorce o veintisiete difuntos, los evangelistas los mencionan en plural, pero tampoco dan sus nombres, así que pueden llamarse Osvaldo, Raimundo o Venancio, pero alguien, no se sabe cuándo ni dónde, ha dicho que son Melchor, Gaspar y Baltasar. Pues vale.

A pesar de estar ocioso, he tenido que sacrificarme otra vez para ver el partido de la UD Las Palmas, que lo ponen a unas horas que son para otra cosa, un sábado a la hora del vermú, a quién se le ocurre, aunque mejor que en el turno de la sobremesa, que uno es muy devoto de la siesta. Y me he encontrado con una vieja libreta en la que iba anotando las mentiras que nos hemos ido creyendo y que la inmensa mayoría de la población cree que eso es así, y no busca más. Para desengrasar, les contaré algunas de esas mentiras que siempre creímos inamovibles, como cuando nos decían en las viejas enciclopedias escolares que había cinco razas en el planeta, y mi abuela me aseguraba que había siete lenguas, mientras el maestro nos ensalzaba al papa Pío XII, que era políglota y sabía hablar nueve. Cinco razas y siete lenguas, y Pío XII un hombre peculiar porque hablaba dos lenguas más de las que había. Pero nadie discutía esas cosas, no fuera el párroco a negarle el certificado de buena conducta, para entrar de caminero en el Cabildo de Matías Vega o para arreglar los papeles para emigrar a Venezuela.

Durante años he comprobado reiteradamente estas mentiras que solemos dar como ciertas: no es verdad que todos los países del mundo equilibraran su moneda con la cantidad de oro que guardaban en el banco nacional; en realidad eran unos pocos países y eso se acabó hace mucho, en España y el Reino Unido en 1931, en Estados Unidos en 1971 y cada país se basa en la confianza no en el oro, sino en el sistema, así que nunca podemos estar seguros de que no nos engañan. Y ya que hablamos de números, el de la Bestia que aparece en El Apocalipsis no es el 666, sino el 616, pero ya saben, las traducciones las carga el diablo, y nunca mejor dicho. También es falso que en el vudú se pinchen muñecos con alfileres, que el cabello y las uñas sigan creciendo después de la muerte, que los vikingos usaran cascos con cuernos (fueron diseñados en el siglo XIX para una ópera de Wagner), que solo usamos el 10% del cerebro, que es peligroso dormir rodeado de plantas, que los toros odian el color rojo (no distinguen los colores), que las avestruces entierran su cabeza ante el peligro o que las tarjetas de crédito fueron inventadas por la URSS y el sistema capitalista las copió (esta es una leyenda urbana que tuvo mucho éxito en los años 70). Todo eso es falso, aunque mucha gente siga creyéndolo por holgazanería intelectual.

No es raro que los líderes políticos y sociales (ahora también los culturales) sean odiados o idolatrados en igual medida, y siempre con argumentos sostenidos con los alfileres inexistente del vudú. Había un tipo nacido en Salzburgo que se llamaba Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus, al que un crítico musical llamó como elogio “Amadeus” (amado de Dios), y seguimos llamándolo así cuando hablamos de Mozart, y es igualmente falso que Salieri lo odiara, más bien lo contrario. También se tiene a Napoleón por un señor bajito, cuando en realidad era dos centímetros más alto que la media de los varones franceses de su tiempo. No es verdad que la Muralla China sea visible desde el espacio, porque entonces lo serían rascacielos, estadios o construcciones mucho más altas y anchas que la Muralla. Es falso que Einstein fue, de joven, un mal estudiante de matemáticas, que Kafka murió sin que viera editada ninguna de sus obras o que Van Gogh dejó un número muy escaso de cuadros (solo en sus dos últimos años pintó más de quinientos).

Ya así, mil asuntos, que damos por buenos y se repiten una y otra vez. Para terminar, aunque tenemos muchos parámetros biológicos muy cercamos y también nos gustan los plátanos, no descendemos del chimpancé, sino de otro primate que evolucionó y se transformó en lo que somos: si fuésemos chimpancés evolucionados, hoy no habría chimpancés. Y así, entre mentiras asumidas y medias verdades que suenan a dogmas hemos pasado un puente más y nos queda un puente menos que cruzar.