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Nunca serán tan buenos como Shakespeare

 

¡Ah, sí! Que se supone que hoy debo comentar el pifostio/rebambaramba/zapatiesta que se ha montado en los últimos días, y, a estas alturas, creo que la mejor manera de llamar a este disparate es chapoteo, porque se trata de pisar fuerte en el barro, y cuanto más pringue, mejor. Después de haber sido obligado testigo y perjudicado en mi infancia y adolescencia de la peor cara de la dictadura, de pasearme por el Sahara cuando no estaba propicio para el turismo y ver muy de cerca los enredos de aquellos célebres ministros del tardofranquismo, de haber visto y previsto todo lo que ha ocurrido en los últimos 50 años en España, con las movidas medievales de siempre, lo que está pasando ahora en Madrid y sucursales  es eso, el chapoteo de siempre. Sorpresa ninguna, asombro tampoco. Por lo visto nuestra clase política/social/económica/etc. no sabe hacer otra cosa.

 

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Les invito a que visiten una hemeroteca y busquen prensa de hace 150 años, de 100, de cuando se les ocurra. Verán que una y otra vez pasa lo mismo, que si estos que no se mueven, que si aquellos que se conchaban con unos terceros para tumbar al que esté en el sillón, que si unos y otros se mesan los cabellos fingiendo estar escandalizados con lo que han hecho unos, que es también lo que hicieron ellos mientras los que se rasgaban las vestiduras eran los otros. Lo que digo, el chapoteo de siempre, con mucha pringue y mucho teatro del más declamativo. Ah, sí, la gente no tiene casa, hay abusos y carencias por todas partes sin que nadie haga algo efectivo, pero de lo que trata este asunto no es del interés general, y a veces ni de querer el poder, sino de impedir que otro lo tenga, como en aquella película de Tarantino en la que alguien se quejaba de que Django tuviese un caballo, le ofrecían un caballo al que protestaba y vino a contestar: “Yo no quiero un caballo, quiero que Django no lo tenga”. España en estado puro.

 

La verdad es que el espectáculo que se ha montado está siendo memorable. Políticas llorando porque a su amigo lo han pillado con el carrito el helado, otros con cara de funeral y hasta maquillaje para la ocasión, tertulianos que compiten a ver cuál dice la frase más tremendista, el calificativo más tenebroso, la definición más exagerada, como en la película Casablanca, cuando el comisario Renault se asombra de que en aquel local se juegue mientras cobra las fraudulentas ganancias en la ruleta. Hombre, por Dios, el neorromántico autor teatral don Eduardo Marquina habría suscrito algunas de las lamentaciones más patéticas, interpretadas con la solvencia de la función de fin de curso, para añadirlas a la grandilocuencia de En Flandes de ha puesto el sol. Venga ya, si en los mentideros de Madrid se sabe con meses de antelación lo que sucede entre bambalinas, o lo que se prepara para una coyuntura determinada. Es un gran teatro, y fingen sorpresa cuando sabíamos que esas cosas ya pasaban con los marcadores electrónicos del Mundial del 82.

 

Si no fuera porque los verdaderos problemas de la ciudadanía siempre quedan en segundo plano, al albur de una comisión parlamentaria, unas directrices que al final son agua de borrajas o unas declaraciones que nunca cristalizan en soluciones, sería para agarrar una silla y sentarse a ver el espectáculo, que de tan cutre se vuelve fascinante, porque ya no sabes si mañana afeitan a la mujer barbuda o el hombre-bala bate un nuevo récord. Y todo revestido de una solemnidad que recuerda a lo sagrado, con los palabrones puestos en la punta de la pica a acomodo de cada cual: libertad, democracia, Estado de Derecho (¡ja!)

 

También podríamos ponernos eruditos y tirar otra vez de Juan Marichal y Américo Castro, quien, al contrario que Claudio Sánchez Albornoz, tenía una idea muy negativa de España, y basaba su opinión en que, de cada civilización que ha pasado por nuestro territorio, ha quedado una pátina de lo peor. Según él, cuando llega una nueva cultura, puede imponerse a la anterior, o bien asumirla, pero no suelen convivir las dos en los ancestros de ese país. En España seguían todas, enfrentadas y reconcomiéndose como sociedad. Supongo que él podría decirlo, porque, hijo de Españoles, nació en Brasil, vivió en España y luego anduvo por Europa, América Latina y Estados Unidos, donde fue profesor de las mejores universidades. En una de ellas tuvo como alumno al tinerfeño Juan Marichal, que luego alcanzó cimas intelectuales.

 

A mitad de los 90, tuve el privilegio de entrevistar a Marichal en Madrid y se sentía orgulloso de poder rebatir a don Américo Castro, su maestro, ya que el tinerfeño sostenía que, como resultado de La Transición, por fin España se había liberado de sus atavismos cainitas. En vista de cómo han transcurrido los últimos 30 años, empiezo a pensar que Juan Marichal ha perdido la apuesta con don Américo, y que volvemos a las andadas. Corrupción y guerracivilismo son constantes en un país que se ufana de haber inventado la picaresca. Y en esas estamos, y cruzo los dedos para que, definitivamente, Juan Marichal tenga razón.

 

¿Y ahora qué hacemos? Podemos seguir hasta el infinito mareando la perdiz, enarbolando el “y tú más”, pero necesitamos que el país funcione, porque, con lo vergonzante y nauseabundo que nos resulte leer o escuchar esos mensajes cavernícolas, resulta que es urgente resolver problemas de un calado abisal. Por ejemplo, el asunto de la migración y el cuidado de los menores no acompañados, que haya una política de vivienda digna, con lo que, a la larga, este bloqueo hará reventar al turismo, que en Canarias falten nueve mil personas para atender políticas sociales, que haya personal suficiente y con trato laboral digno y justo en la sanidad, que se suspenda la tendencia a la gentrificación, haciendo que barrios tradicionales enteros caigan en manos de fondos buitre para crear zonas de lujo, con lo que crecerá la miseria, que… Y me da igual de quién sea la responsabilidad. Lo que haya que hacer, que se haga, y andando ligerito, que hay mucha plancha y ya toca gobernar para la gente, no para la televisión, que para tragedias políticas escenificadas ya tenemos a Macbeth y Coriolano, y estos nunca serán tan buenos como Shakespeare.

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A ver si crecen los enanos

 

Hay muchas teorías para tratar de explicar por qué suceden las cosas, y siempre a posteriori. Si hablamos de la historia, hay quien habla de ciclos, y otros dicen que los momentos oscuros y los luminosos tienen que ver con quiénes lideran las sociedades. Hay momentos en los que confluyen personalidades de mucho talento en diversas materias y al mismo tiempo coinciden con dirigentes que supieron encauzar esa fuerza creativa; entonces se producen hitos como la Grecia de Pericles o el Renacimiento. Cuando no hay talento creativo en la ciencia o el pensamiento, la brillantez de los dirigentes puede hacer que se vivan épocas tranquilas, sin saltos hacia adelante, pero sin retrocesos, tiempos grises, que siempre son mejores que los negros. Las catástrofes, los tiempos oscuros y los rebotes se producen cuando la torpeza, el egoísmo y la cerrazón se apodera de las clases dirigentes, que no son capaces de ver más allá del minuto que viven, y entonces da igual el talento científico, artístico y creativo que exista, porque se estrellará contra esa torpeza, o aún peor, que esos dirigentes egoístas lo utilicen para destruir, como ha sucedido en demasiadas ocasiones durante la historia de la Humanidad.

 

 

Hoy parece hacerse realidad la idea de Albert Schweitzer, gran humanista en la teoría y la acción y Premio Nobel de la Paz 1952, que curiosamente era tío del filósofo Jean-Paul Sartre. Decía Schweitzer que a menudo los hombres se envilecen cuando están al servicio de los ideales más elevados. Si miramos a nuestro alrededor, nos encontramos con dirigentes de gran responsabilidad, incluso planetaria, con imputaciones de corrupción, con pasados inquietantes al servicio de intereses bastardos. Y los que parecen limpios se ciñen a las voluntades de los dueños del dinero, da igual el sufrimiento que generen.

 

No veo por ninguna parte a personajes con la determinación, la inteligencia, la valentía o la generosidad de quienes hicieron posible una vida mejor a sus congéneres. Espero equivocarme, pero estos parecen tiempos oscuros, en los que solo se actúa para la imagen, para mayor gloria propia, y no entiendo a qué juegan quienes tienen el timón. Ya sé que unos reman, otros van a vela y otros a motor, pero estoy harto de que se discuta hasta el cansancio qué va a pasar con ellos y sus formaciones, si Fulanito va a ir en tal lista o Menganita se va a sumar a una plataforma. Esa no es la cuestión cuando hay gente que no come. No hacen falta líderes carismáticos, basta de fanfarria y postureo; lo que necesitamos son gestores de y para lo público. Y la única solución que se les ocurre es comprar tanques. Pues vale.

 

Nadie quiere escuchar, porque parece haber llegado una especie de polvillo cósmico que contiene ciencia infusa, sabiduría sin conocimiento previo. Aquí sabemos más que nadie, y aprendemos cada día escuchando a las lumbreras que derraman sus inmensos conocimientos por esos platós y esas aplicaciones no sé si de dios o del diablo. A ver qué noruego que no es abogado ni político sabe lo que es el Tribunal de Defensa de la Competencia, el mecanismo de un recurso de inconstitucionalidad o los entresijos de una comisión parlamentaria; nosotros, sí. A ver qué alemán no profesional de la enseñanza conoce las profundidades de la mente infantil, la metodología de las matemáticas o los sistemas de programación educativa; nosotros, al dedillo. A ver qué francés que no haya ido a una facultad de medicina naturista conoce las propiedades terapéuticas de las infusiones de piel de níspero, los remedios yerberos para la pancreatitis lechuguina o el valor nutritivo de las plumas del colibrí rojo; nosotros, empollados.

 

Y es que sabemos, ¡buf!… Ni se sabe lo que sabemos. Aquí cualquiera que no es del asunto discute de Medicina con un médico, de Educación con un pedagogo, de resistencia de materiales con un ingeniero o de Derecho con un abogado, y hasta lo manda callar, estaría bueno. A todos los novelistas nos han aconsejado escribir la historia más grande jamás contada, que no es otra que la azarosa vida de quien tal cosa propone. Cuando nuestro equipo pierde, fue porque el entrenador no hizo los cambios que para nosotros eran obvios. Dicen por todas partes que España perdió esa final rara de fútbol, pero a nadie se le ha ocurrido que tal vez ganó Portugal. Estamos más preparados en cualquier disciplina que el ciudadano medio de cualquier país del mundo mundial planetario del cosmos galáctico universal y viva Isaac Asimov. ¿Y dónde queda eso? ¿Es que usted no sigue las redes sociales?

 

Y todo proviene de una especie de programación de educación social, porque parece que se conocen las causas hace muchos años, pero nadie mueve un dedo deliberadamente para resolverlo, más bien al contrario. Por muchos planes educativos que hagamos, no hay manera de erradicar el fracaso escolar. Ello es debido a que hay muchas familias destruidas que no pueden o no saben apoyar a sus hijos, y encima el esfuerzo está mal visto, hasta el punto de que los alumnos aplicados temen aprobar porque eso puede crearles problemas con los demás. El panorama que pinto es aterrador, pero les aseguro que no me invento nada. ¿Qué sucede luego con estas generaciones? Pues que desembocan en la calle y la toman. El que trabaja es un «pringao», y ellos, sin oficio ni beneficio, quieren llevar zapatillas de marca, «pelucos» caros y dinero en el bolsillo para las «birras».

 

Es necesario un gran pacto social no solo para la educación escolar, sino para la mera convivencia, porque este país va camino de convertirse en una selva. Ese gran pacto inaplazable tiene que englobar a instituciones políticas, profesorado, asociaciones de vecinos, de padres de alumnos y hasta las deportivas, y, sobre todo, tienen que estar ahí los medios de comunicación, que son los que pueden hacer de cauce para que empiecen a llegar nuevos mensajes. Aunque parezca un adorno, les aseguro que la solución a todo comienza por un sistema educativo estable y no sujeto a los avatares políticos. Sin educación no hay futuro. Y como hay Fiestas Lustrales en Santa Cruz de La Palma, creo que estamos en época de Baile de los Enanos. Nuestra única esperanza es que crezcan.

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El síndrome de Tolstoi

 

Por razones que no vienen al caso (juro que son confesables), llevo una semana alrededor de grandes novelas y geniales novelistas que han ido marcando la literatura y, como consecuencia, nuestra civilización, que ahora mismo está sobreviviendo por inercia y con respiración asistida. Una relectura de Guerra y paz, novela cuyo autor es Liev Nikoláievich, conde de Tolstoi (1828-1910), es hoy un ejercicio de revisión de un momento en el que fue puesto patas arriba el mundo conocido (ha pasado demasiadas veces). Cuando, en 1869, se publica la novela completa (venía publicándose por fascículos desde 1864), nació una de las obras literarias más apabullantes de la Historia de la literatura, y sin duda una de las que funda la contemporaneidad en Occidente.

 

 

No es solo una novela histórica, o una magistral ficción de personajes, es la Biblia del conocimiento, la razón y la emoción, como pilares de las personas y de los pueblos. Como El Quijote, es una obra que nunca se termina de leer, siempre hay detalles, matices que, además de novedosos, son trasladables en el tiempo. Si para entender la España del siglo XIX y la que se destila de su lectura para el futuro es imprescindible leer a Galdós, para entender Occidente, sus equilibrios, sus vicios y su locura periódica hay que volver una y otra vez a Guerra y Paz (no son palabras mías sino del propio Galdós, que tenía a Tolstoi por un titán de la novela).

 

Como ahora está de moda ponerle nombre a casi todo, los sociólogos han bautizado a ese miedo a la crítica libre y la subsiguiente autocensura por miedo a ser devorados por las redes sociales. Lo llaman el Síndrome de Tolstoi, no porque el maestro ruso callara por miedo, sino porque, precisamente por no hacerlo, fue tildado de loco, hasta el punto de que trataron de encerrarlo en un manicomio.  En 1894, en su libro El reino de Dios está en vosotros, Tolstoi escribió: «Los temas más difíciles pueden ser explicados al más torpe si todavía no se ha formado una idea sobre ellos; pero la idea más simple no se puede explicar al más inteligente si está convencido de que ya sabe, sin duda alguna, lo que se le presenta». Y en esas estamos, y por eso he vuelto a Guerra y paz, para tratar de entender qué está pasando ahora mismo en el mundo.

 

 

Tolstoi, con Dostoievski, forman una dupla imbatible, pues si el primero nos muestra las relaciones humanas y sociales desde la inocencia hasta la mayor corrupción, Dostoievski entra en las personas y las disecciona casi cruelmente, aunque finalmente las cubra de compasión. No los comparo con nadie, solo digo que son unos gigantes que en estos tiempos se me antojan inalcanzables. Siguiendo con Tolstoi, le negaron el Premio Nobel porque el presidente de la Academia Sueca decía que sus obras eran textos folclóricos. Aunque estamos al filo del verano, me viene a la memoria su muerte, dicen que de frío. Hay distintas versiones y fechas, aunque suele aceptarse mayoritariamente el 10 de noviembre de 1910. Está documentado que murió en el pueblecito de Astapovo, pero unos dicen que en la cama de una habitación que le había dejado el jefe de estación en su humilde casa junto a la vía, y otros que murió en el apeadero, como un vagabundo, y que solo fue identificado cuando llegó su esposa Sofía.

 

La versión más literaria nace de una filmación de la factoría de los Hermanos Lumière, que, entusiasmados con su invento del cine enviaron camarógrafos por toda Europa para filmar documentales que entonces llenaban las salas de proyecciones. El caso es que se conserva una película de un par de minutos, que el cineasta canario Elio Quiroga incluyó en uno de sus documentales, supuestamente filmada ese10 de noviembre en la estación de Astapovo, y es ahí donde nace la leyenda. Se ve el apeadero de trenes, con un banco y un toldo que apenas resguarda de la ventisca esteparia del frío otoño ruso. Un anciano, con aspecto de mujic, camisa de cosaco y luenga barba blanca, está sentado en el banco, aterido de frío. A mitad de la filmación, el hombre cae hacia un lado y queda inmóvil. Se acercan a él y comprueban que acaba de morir. Esta filmación fue exhibida en París meses después, y allí se databa la fecha y se dijo que el hombre cuya muerte fue filmada en directo era nada menos que el gran novelista Liev Tolstoi, adorado por las masas lectoras francesas de entonces.

 

 

Esta filmación, como la foto de la muerte del miliciano de Robert Capa en Cerro Muriano, siempre ha estado bajo sospecha. Se dijo entonces que la filmación fue realizada por los Hermanos Lumière en persona. También dicen que en Astapovo se enteraron de que Tolstoi acababa de morir en la casa de jefe de estación y filmaron una muerte falsa. Se mire como se mire, la historia es muy novelesca, sea verdadera o sea truculenta, y durante años se tuvo como la versión oficial y cierta de la muerte de Tolstoi. Ahora mismo existen muchas dudas sobre su autenticidad, pero es tan increíble que por eso mismo puede que sea verdadera.

 

Y el nuevo síndrome de Tolstói es el caldo de cultivo del populismo, de las teorías de la conspiración, y del extremismo. Hay que ir a la novela, hay demasiado intérprete interesado. Tolstoi fue un gigante de la literatura, un hombre rico de cuna con profundas convicciones religiosas que contenían una idea social, hasta el punto de que Vladimir Lenin quiso enrolarlo para su causa revolucionaria cuando en 1908 publicó un trabajo sobre las ideas socialistas de Tolstoi en el periódico El Proletario del partido comunista ruso, entonces todavía en la clandestinidad. No consta ninguna reacción de Tolstoi, todo es humo, la fuente que nos alimenta es su grandiosa obra magna que a veces suena como un oráculo.