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Mitos para envolver mentiras

 

El ser humano de nuestros días prescinde cada vez más del conocimiento y se deja llevar por la ola de la moda, la publicidad y los cantos de sirena del éxito fácil que siempre es de otros y que finalmente es una gran frustración para la mayoría. Esta frustración, combinada con la voracidad de quienes realmente tienen el poder, suele desembocar en sociedades que abandona toda disciplina de pensamiento, y para quienes quieran ampliar esta idea recomiendo las últimas obras de la escritora germano-española Rosa Sala Rose, en las que, a través del repaso de la catástrofe social, humana e ideológica que fue el nazismo nos alerta de lo que ahora mismo se nos viene encima. Reparte las culpas entre el capitalismo salvaje, la inacción de lo que durante décadas fue la anestesiada clase media europea y la torpeza de la izquierda en su conjunto, que a menudo parece hacerle el juego a los buitres. Lo que hace unos años parecían hipótesis improbables es ahora pura realidad.

 

 

Dice la autora que cuantos más mitos pongamos alrededor del poder más nos alejamos de la democracia. Es el huevo de Colón, que ha estado siempre delante de nosotros y ella lo expresado desde hace más de veinte años. Entretener a las masas con una Eurocopa, unos Juegos Olímpicos y otros eventos muy mediáticos, en un continente acosado en el sur por las migraciones, en el este por una guerra inventada y por todas partes por mil distracciones incontrolables, no parece que sea lo más indicado cuando nos estamos jugando el futuro. Me asombra que Ucrania juegue la Eurocopa o que vaya a Eurovisión, es casi cruel.

 

 

Los mitos han sostenido el poder desde los dioses asirios y babilónicos, las deidades griegas y romanas, el César convertido en dios y las monarquías medievales cuya legitimidad se hacía provenir de Dios y que convertía a los reyes en seres extraordinarios, inviolables y superiores. Con la Revolución Francesa este edificio mitómano se vino abajo en la teoría, pero en la práctica se transformó, pues luego ha habido un Napoleón (proporcionalmente, el mayor criminal de la Historia, por encima de Hitler y Stalin), y muchos poderosos demócratas que a la postre han hecho tanto daño a la libertad como los tiranos etiquetados. Los mitos de la divinidad que derramaban autoridad sobre algunos mortales escogidos se sustituyen por otros, si bien la religión sigue alimentando la mitomanía en tiranías o en democracias.

 

 

Hablar de los estados islámicos, en los que la religión forma parte de la esencia legislativa, es ir a bulto, está demasiado claro y una evidencia palpable cada día. Me refiero a los estados occidentales, supuestamente racionales y laicos, que se acogen al cristianismo en sus diversas ramas y que explotan la culpabilidad como elemento muy productivo para el poder. Todos los presidentes norteamericanos son excepción piden una y otra vez a Dios que salve a América (a ver quién salva a los que ellos declaran como enemigos), en Inglaterra es al rey al que hay que salvar y en todas partes se invoca un mito que a veces es terreno, pero un mito. El marxismo fue un mito cuasi religioso en la Rusia stalinista, en Japón el emperador era un dios mortal, y la democracia se está convirtiendo en una palabra sagrada, es decir, peligrosa.

 

 

Yo no sé si Dios creó al hombre, pero sí estoy convencido de que el hombre ha creado a Dios según le ha convenido en cada momento (Saramago dixit). Y esos símbolos dan miedo. La convivencia debe regirse por normas democráticas, como el código de la circulación, pero cuando sacralizamos palabras y conceptos como pueblo, patria, bandera, democracia, constitución, estatuto, himno… Entonces estamos convirtiendo en mito lo que es simplemente un instrumento práctico, algo terrenal y necesario. Una constitución es un papel recordatorio como la lista de la compra, uno mitificado y otro. Me dan miedo estos tiempos, supuestamente democráticos, en los que se milita en el nacionalismo a ultranza, en la suprema unidad de la patria, en el ecologismo irracional o simplemente en un tipo de música que crea maneras de vestir y conductas que casi siempre conducen a la intolerancia. Si llevas un suéter sobre los hombros eres un pijo, si comes carne eres un violento, si cantas rancheras eres un antiguo.

 

 

Es para echarse a temblar cuando empiezan a aparecer salvapatrias, paladines de la democracia y guardianes de leyes de convivencia que se veneran como libros sagrados. Cada vez se hace más verdad lo que Juan Luis Cebrián calificó hace un cuarto de siglo como “dictadura democrática”. El que piense que debe haber una agencia tributaria por autonomía es un traidor a la unidad de la patria, el que opine lo contrario es un fascista irredento, y en casi todo igual. Eso se llama intolerancia, es decir, el que no comparta lo que a mí me sale del capricho es mi enemigo. Duras pruebas nos esperan y difíciles tiempos inmediatos si no entendemos que la democracia es diálogo, y que las leyes son herramientas que nada tienen que ver con lo sagrado. Para empezar y terminar, nada hay sagrado más allá del respeto al otro, y los mitos nos están ahogando y metiendo en un mundo cerrado y virtual que solo se ve por cientos de canales de televisión, pero que, en realidad, no existe. Tal vez tenía razón Azorín cuando dijo que no hay más realidad que la imagen, ni más vida que la conciencia.

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La canariedad y otras fundaciones

 

De vez en cuando nos sobrevuela una especie de musarañas lingüísticas, que aterrizan con palabras que nunca se sabe muy bien qué definen, porque en el fondo son polisémicas, cada cual interpreta a su manera y pueden tener significados distintos y hasta opuestos. Una de esas palabras es canariedad, que es un concepto del que lo único que tenemos claro es que significa lo que a cada uno le dé la gana. Hace unos-bastantes años, en una conversación casi de ascensor aledaña al tema, con el poeta y profesor grancanario afincado en Tenerife, Andrés Sánchez Robaina, me dijo una frase que se me quedó clavada: “Es casi incomprensible que alguien se autoproclame más canario que otro canario”. Me pareció que nuestro poeta quería decir algo más grueso, pero su elegante mesura lo dejó en un correctísimo comentario que en realidad expresaba su hartazgo de tantas mamarrachadas.

 

 

 

Todos podríamos considerarnos más canarios que otros canarios, porque lo que yo entiendo por canariedad puede ser algo que a otros no se lo parezca. Habiendo nacido en Canarias, con generaciones anteriores hasta donde me alcanza la genealogía, me he visto acusado de no cultivar la canariedad por no comprar bonos de la UD Las Palmas cuando estuvo a punto de desaparecer y se constituyó en sociedad anónima, porque por lo visto, en aquel momento la esencia canarista estaba en mantener vivo un equipo que practica un deporte inglés y en el que entonces había media docena de jugadores canarios y el resto peninsulares y extranjeros. Para otros, lo canario es  lo rústico, y también me ha pasado que, tomando una cerveza con unos amigos, pinché una papa arrugada embadurnada en mojo rojo con un tenedor, y alguien me corrigió sentenciando que las papas se comían con los dedos, “a lo canario”; yo tenía entendido que, por el contacto exterior más allá de La Península, en Canarias se usaban cubiertos antes que en el resto de España, lo mismo que tuvimos, por la presencia británica, agua corriente, alumbrado público y luz eléctrica antes que la mayor parte de España, incluyendo la capital. De manera que “a lo canario” sería comer con tenedor, por eso digo que es una palabra que define lo que a uno le salga de la sesera. Para las instituciones públicas, canariedad es igual a romería, carnavales o botellón (es optativo). También puntúan los bizcochos de Moya.

 

 

Después de haber deambulado unas cuantas décadas por este archipiélago, a la única conclusión que he llegado que, si es que existe una esencia de la canariedad, es el mestizaje permanente, porque no hay un momento de la historia en el que se fija “lo canario” y lo demás son guarniciones. Aquí ha venido casi todo de fuera, y se ha ido mezclando sobre el sustrato aborigen, que es un componente, las oleadas de conquistadores, colonizadores y transeúntes que perdieron el barco que les haría retornar a Normandía, Mallorca, Berbería, Portugal, Inglaterra, y luego indianos, hindúes, japoneses, alemanes y lo que se tercie.

 

 

Todo se va añadiendo y eso es ser canario, y tan canario es el lanzaroteño echado a la mar, como un majorero inventor del queso más sabroso, un palmero, herreño o gomero apegados a lo vegetal, y las dos islas capitalinas entre el comercio, la burocracia y las luchas por el poder. Incluso tienen más en común los habitantes de las medianías grancanarias con los labriegos de un valle gomero que con el ruido impenitente de la capital. Lo más común que hay ahora entre estas islas es el turismo, y a la postre todos navegamos sin rumbo por un océano que cada vez se me hace más grande, a pesar de los avances en el transporte y las comunicaciones. En el fondo, si hubiera otra vida, la mayor parte de los isleños querríamos habitar algo un poco más grande y no tan distante de todo; eso sí, no demasiado lejos del mar. Como contaba Jorge Edwards, los escritores chilenos se reunían a tomar café en Santiago, y el centro de gravedad de su mundo estaba muy lejos, preferentemente en Europa; y fue entonces cuando alguno dijo: “vendamos Chile y compremos algo más pequeñito cerca de París”. Pues aquí igual, para mi gusto, cerca de Lisboa estaría bien.

 

 

Lo más triste es que, tanto contrabando de conceptos inútiles y nos olvidamos de lo esencial, que somos seres humanos y que las culturas nacen y crecen cuando se van mixturando con otras vidas y otros pensamientos. Hacer una cruzada por cómo se decora el justillo de un atuendo canario de época es perdernos en lo de siempre. Y me parece que ahora en lo que tenemos que pensar es en cómo sobreviviremos al desastre climático, demográfico y social y sus consecuencias, y que hemos permitido entre todos mientras afinábamos el timple para ir a la romería de San Honorato. Refiriéndome a la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, y agarrándome al Zavalita de la novela Conversación en La Catedral, le comentaba hace unos días a un amigo que podemos afirmar que la ciudad -qué inquietante coincidencia- se fundó precisamente el mismo año que la Inquisición española, en 1478, pero todavía no sabemos exactamente cuándo se fundió.

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Mudanzas, tribulaciones e imbéciles

 

Escribió San Ignacio de Loyola que en tiempos de desolación no hay que hacer mudanza, aunque luego alguien cambió la palabra desolación por tribulación, cuando es obvio que no es lo mismo la devastación y la ruina que equivale a la primera que la angustia o la desdicha que es la segunda. El caso es que el fundador de los jesuitas aconsejaba no hacer cambios cuando las cosas no están claras. Es obvio que, creyente o no en sus ideas religiosas, hemos de convenir que el de Loyola fue un hombre inteligentísimo y con unas habilidades sociales que aún hoy se proyectan en sus sucesores, razón por la cual no han gozado de muchas simpatías en el Vaticano de los últimos 500 años.

 

 

Para empezar, si cuando hay problemas (sean desolaciones o tribulaciones), nos aferramos a dejar las cosas como están, nunca se producirían cambios y por lo tanto habría sido como ponerle pausa a la evolución de la Humanidad. Se me podría decir que los cambios han de hacerse en tiempos de bonanza, pero en estos, si es que alguna vez alguien pensó que lo eran, no iban a hacer cambios, porque lo que funciona no se toca. Ya diría Einstein más tarde que si queremos obtener resultados diferentes no podemos hacer siempre lo mismo. Es decir, los grandes cambios se producen y nunca se acaba de saber muy bien por qué. La gracia es que, después de muchas tiranteces y que incluso durante la Ilustración el Papa disolviera la Compañía de Jesús, ahora mismo es un jesuita el que se calza las sandalias del pescador. Lo que es evidente es que los conflictos de los jesuitas con los estados y con la Iglesia Romana tienen casi siempre su base en que a sus componentes les daba por pensar, y se metían a hacer cambios. Es decir, que se pasaron una y otra vez las normas del de Loyola por el arco del triunfo, y muchas veces fueron vistos como los nuevos Templarios, porque han llegado a alcanzar en algunas épocas enormes cotas de poder, y eso al Vaticano y a las coronas europeas no les gustaba (salvo a la zarina Catalina de Rusia, que los protegió).

 

 

Vivimos tiempos de desolación y por consiguiente de tribulación, de eso no hay duda. Y empezamos a no entender la lógica que se aplica aquí, en Madrid y en todo el planeta. De manera que nos asaetean con conspiraciones que ya habrían querido dirigir los jesuitas expulsados de España por Carlos III, organizaciones secretas y revoluciones cósmica por todas partes. Los adivinadores e intérpretes de la realidad y el futuro están forrándose a costa de la ignorancia y la desesperación. Hoy se lee todo, desde las mancias tradicionales como la lectura de las manos, las cartas o los posos del café, a otras más peregrinas o exóticas, como la suelta de cangrejos en una cesta o cualquier otra manera. Hay quien hasta lee las nalgas. No es raro que tengan nutrida clientela en un mundo en el que los y las llamados “influencers” tienen legiones de abonados, que siguen sus consejos sobre asuntos médicos, económicos o psicológicos sin haber pisado nunca siquiera el vestíbulo de una universidad. Estamos en la era de la ciencia infusa. Las consecuencias suelen ser catastróficas.

 

 

¡Ah, y los extraterrestres y seres de otras dimensiones!  No es una novedad la teoría de que los alienígenas anduvieron por aquí en tiempos remotos, o que incluso continúan infiltrados entre nosotros quitando y poniendo reyes y llevando a la Humanidad a donde ellos quieren. Libros, películas y documentales de canales supuestamente serios se nutren de renombrados investigadores que aseguran que las pirámides eran generadores eléctricos o que los mayas o los sumerios hablaron directamente con astronautas de otros mundos, que confundieron con dioses por sus extraordinarios poderes. No solo refutan toda la ciencia histórica y los trabajos arqueológicos, sino que directamente los desprecian y los tienen como parte de una gran conspiración de silencio en el que han estado y están todos los gobiernos del mundo (pronto nos enteraremos de todo, seguro que Milei acabará largando). Es más, los hay que aseguran que hombres singulares como Leonardo Da Vinci o Nicola Tesla tenían contactos estelares (incluso hay quien afirma que estas figuras eran extraterrestres o híbridos).

 

 

Lo paranormal manda, y a veces me sumo a lo de las conspiraciones porque tratan de explicar hechos históricos con insinuaciones esotéricas que podrían exonerar a los culpables en las conclusiones que saquen los desprevenidos. Se especula, por ejemplo, con Federico García Lorca, al que convierten en cinco minutos en una especie de chamán adivinador y casi en un ángel exterminador, porque toman unos versos en los que habla de su propia muerte. El misterio del asesinato de Lorca nada tiene de paranormal; todo el silencio cómplice o miedoso que rodea su muerte es el fruto deseado por los asesinos, no otra cosa. Se dijo, como gran ejemplo del misterio, que, aunque Lorca habló muchas veces para las cámaras de cine y para los fonógrafos, no se conserva ni un solo registro de su voz. Eso no es un misterio, se trata de la concienzuda limpieza que trató de hacer el franquismo de una voz que sonaba muy fuerte y en contra. Lo raro es que aún haya películas mudas y fotografías, tanto era el odio que atrajo el gran Federico. Por eso me parece indignante que se trate de convertir en un hecho esotérico algo que fue, ni más ni menos, que un vil asesinato, meditado con saña porque temían que Federico, incluso después de muerto, fuese un catalizador de la rebelión.

 

 

Y así andamos, como en una de las variadas versiones del viejo proverbio, dicen que judío: «No te acerques a una cabra por delante, a una mula por detrás y a un imbécil por ninguna parte». Y eso es lo que quieren, que nos volvamos imbéciles, porque como tales nos tratan.