Los filósofos clásicos, hoy machacados y también adulterados en las redes sociales, difieren cada uno a su manera sobre la muerte y su relación con la vida. Sin embargo, hay algo en común en todos ellos, pues vienen a acordar que nuestra relación, sea la que sea, con la muerte, es solo cuestión de tiempo. Parece el gag cómico de un entrenado guionista, pero creo que en lugar de risa conduce a una elemental y a la vez profunda conclusión, porque la muerte es el umbral hacia el que se encaminan todas las religiones o incluso las creencias que se les oponen. La unanimidad proclamada por la lógica es la confluencia en la obviedad de que lo único claro que tenemos es esta vida que atravesamos cada día, pero por eso mismo, tratamos de perpetuarla en las siguientes generaciones.
Somos lo que somos como consecuencia de lo que hicieron, pensaron y escribieron los seres humanos desde hace miles de años. Los historiadores levantan acta de la vida, y los escritores la interpretan. Sabemos más del pensamiento y los sentimientos de los romanos por los poetas Catulo o Virgilio que por los historiadores Suetonio o Tito Livio. De ahí la gran importancia de la literatura, que hoy está banalizada como casi todo, pero que dejará su huella porque el tiempo es un juez implacable. En el futuro, sabremos tanto de la vida del siglo XX por Borges, Virginia Wolf, Lorca o Simone de Beauvoir como por la convulsa historia documentada. (No desprecio a las demás artes, y tampoco a la ciencia, al contrario, pues no seríamos los mismos sin Picasso, el Doctor Fleming, Marylin o Steve Jobs).
Hace muchas décadas que, según dicen, soy escritor, pero yo no acabo de asumirlo del todo porque, aunque sea en mi diminuto negociado, significa una gran responsabilidad, con mis contemporáneos y con el futuro. Desde muy joven debí saberlo de forma inconsciente, pues formé parte del peregrinaje juvenil que, auspiciado por Juan Rodríguez Doreste desde el Museo Canario, visitaba al ya muy anciano Saulo Torón en su preciosa vivienda junto al Estadio Insular. Luego, la vida me ha premiado con el trato y el afecto de escritores y escritoras, de quienes aprendí mucho porque hasta sus silencios transmitían: Agustín Millares Sall, su hermano José María, María Rosa Alonso, Pino Ojeda, José Miguel Alzola, María Dolores de la Fe, Manuel Padorno, Cipriano Acosta, Joaquín Artiles, Antonio de la Nuez, Carlos Pinto Grote, Rafel Arozarena, Félix Casanova de Ayala, Antonio García Ysábal… y otras figuras que para mí fueron mojones que me marcaban el camino. Si alguna memoria tengo de tiempos y hechos no vividos, es porque todas esas personas me la trasladaron casi siempre sin darse cuenta. El tiempo del chiste filosófico se ha ido encargando de que fueran cruzando ese umbral hacia lo desconocido. Que honremos su memoria y extendamos su obra forma parte de ese cambio de testigos que la Humanidad va haciendo generación tras generación.
Pero llegamos a los años en que, con nuestros coetáneos, compartimos camino y la procesión de la responsabilidad. Que los de más edad partieran era aceptado como ley de la vida, o de la muerte, según se mire. Recientemente se fueron Manuel González Barrera, Justo Jorge Padrón, el sabio poeta cubano afincado en la Isleta Manuel Díaz Martínez y mi cercanísimo Juan Jiménez, y antes empezaron a irse hermanos mayores como Alfonso O’Shanahan o Natalia Sosa Ayala. Desde que el siglo XXI se ha llevado a figuras de edad similar o más jóvenes, como Marcos Martín Artiles, Juan Pedro Castañeda, Luis Natera, Juan José Delgado o José Carlos Cataño, comprobé una vez más que el tiempo juega con nosotros. Demasiado pronto cruzaron el umbral cómplice en las letras Dolores Campos-Herrero, que hizo conmigo en la canoa del silencio la travesía de los años 80, y hace menos tiempo, Antonio Lozano y Manuel Almeida. Las ausencias se siguen notando, porque fueron impulsores de nuevas vocaciones literarias y de manera irrefutable causantes de generar la fortaleza que hoy tiene nuestra literatura. Cuando se fueron yendo, el dolor fue inabarcable, pero la mayoría de las veces no nos cogió por sorpresa porque alguna enfermedad terrible andaba merodeando.
Todo parecía haberse calmado. Estábamos tranquilos e ilusionados con el final de la pandemia, mientras se reanudaban las relaciones con los mayores, los contemporáneos y de menor edad, pero en plenitud. Aprendo de los mayores que yo, de personas de mi quinta y de la vigorosa gente que viene después (no detrás). Trato de corresponder y en eso estábamos hasta la mañana del 30 de enero de hace un año, cuando la ciudad, la isla y buena parte del ámbito de nuestra lengua se estremeció al correr la noticia de la inesperada (por prematura) muerte de Alexis Ravelo, pletórico y en la cima del reconocimiento literario.
Alexis se creía uno más, pero no era uno más. Además de su incontestable talento literario y su enorme capacidad de trabajo, era una persona especial. El día de su partida, en este mismo medio, lo llamé el hombre abrazo, porque te abrazaba hasta sin manos. El inesperado zarpazo de La Parca nos dejó paralizados. Ha pasado un año y no acabamos de creer que se haya ido, pero tendremos que ir asumiéndolo, porque nos dejó un valioso legado que empujar hacia el futuro, como él impulsaba los silencios del pasado (Crimen, de Agustín Espinosa). La muerte ha vuelto a hacer su maldito chiste, y, al menos yo, no voy a reírle la gracia. Alexis seguirá siendo mi hermano pequeño (que no menor). Y a los hermanos nunca se les olvida, porque me cruzo cada día con Eladio Monroy, que en la ficción vive en mi calle. Para mí, Alexis se queda; como dicen los cubanos, ya tú sabes, chico.
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