¿Qué diría mi madre?

 

El 13 de noviembre de 1929 nació mi madre, Carmela para la familia, Carmelita para el barrio, Carmen para mí. Era de esas personas cuya presencia notas aunque esté callada en un rincón, no solo porque fuese guapísima, que lo era (no lo digo desde mi perspectiva de hijo, sino que es un juicio objetivo que puede corroborar quienes la conocieron).  La belleza por si misma no es suficiente para respaldar esa poderosa personalidad,  una fuerza interior tan tremenda.

 

 

Sin hacer ningún esfuerzo por su parte, fue el centro de referencia de una parentela numerosísima. Cuando había que tomar una decisión de cierta transcendencia se esperaba su opinión.  Tenía una inteligencia y un instinto admirables. Después de sopesar en silencio todos los elementos, se pronunciaba sin gritar, con suavidad, pero sonaba a  sentencia. Su palabra era ley, como en las rancheras que tanto le gustaba cantar. No era cosa de los años y la experiencia, porque la recuerdo siempre así, desde que yo era niño, cuando un día le pregunté su edad y me dijo: «27 años». Ya entonces era el puerto seguro al que llegar no solo la familia, sino todo el vecindario, y si los de su sangre consultaban con Carmela,  la vecindad fiaba en Carmelita. Yo le sacaba veinte centímetros de estatura, y siempre me pareció que tuviera que mirar hacia arriba. Supongo que eso es el carisma.

 

Se fue con el siglo anterior, para mí muy pronto, pero no hay un día en que no la tenga presente. Hace ya 21 años que se marchó, pero siempre tengo la sensación de que acaba de irse, o que sigue estando.  Hoy, 13 de noviembre, habría cumplido 92 años. Tenía un refrán para cada asunto, y ahora hay que tomar las  decisiones de cierto calado sin saber antes su opinión, pero siempre me pregunto: ¿Qué diría mi madre?

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