Una esquela en portada

Recuerdo a un hombre mayor que en los años 70 se acercaba cada día al quiosco Quevedo, que estaba en la Plaza Hurtado de Mendoza (de las Ranas, para entendernos) de Las Palmas de Gran Canaria. Miraba con detenimiento las portadas de los periódicos que estaban expuestos y se iba. Y así durante meses, hasta que el quiosquero, cansado de verlo cada día husmeando su mercancía y sin comprar nada, le preguntó: «¿Qué busca, abuelo?» «Una esquela», contestó el anciano; «pues no va a encontrarla porque las esquelas vienen en el interior de los periódicos». A lo que él sentenció: «la que yo busco vendrá en la portada». Esperaba la noticia de la muerte de Franco.

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(De malecón…)

Algo así podríamos decir de la muerte de Fidel Castro. Entrar a saco en su figura daría para llenar una biblioteca, a favor y en contra, pero lo que no puede negarse es que es un personaje de una gran dimensión. También es verdad que con él ha pasado como con los goleadores que, sin ser maravillosos estilistas, están en el lugar donde cae la pelota. Su llegada al gobierno de La Habana contó con apoyos norteamericanos, que empezaban a estar hartos de Batista, y durante los primeros años él mismo se empeñó en proclamar que en Cuba nunca habría comunismo. Después de la II Guerra Mundial, Estados Unidos había extendido sus alas sobre toda América Latina, además de Oriente Medio y buena parte del Pacífico, después de la victoria sobre Japón y el empate en Corea (de hecho el país se partió en dos). Al menor error norteamericano, Moscú trataría de aprovechar la ocasión.
El error llegó por exceso de impaciencia y El Kremlin puso su dinero y su influencia en mitad del espacio de dominio norteamericano, tratando de equilibrar el papel de Israel, al que consideraba una cuña en su área de influencia. Es entonces cuando Castro grita «¡Patria o Muerte!» y se establece hilo directo con Moscú. Cuando se desencadenó la crisis de los misiles en 1962, la diplomacia vaticana de Juan XXIII consiguió evitar una guerra nuclear. Los soviéticos retirarían los misiles de Cuba, y Estados Unidos y la OTAN harían lo mismo con los que desde Turquía apuntaban a lugares estratégicos de la URSS.

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(…a malecón)

Pues ya está, Fidel para siempre, porque el acuerdo llevaba el compromiso de que Washington no volvería a intentar invadir la isla, como había sucedido en el episodio de bahía de Cochinos. Cuba se convirtió en la china en el zapato de 11 presidentes norteamericanos y sin posibilidad de cambio. Cuando en 1990 se acabó el dinero soviético, Estados Unidos estaba muy ocupado con las crisis de Irán, Kuwait, Irak, Afganistán… Fidel siguió allí mientras el cuerpo le aguantó. Esa es la vaina, que dirían en El Caribe.
¿Qué va a pasar ahora? Pues lo que determinen las relaciones y los equilibrios entre los mosqueteros Washington, Moscú y Pekín, con una Unión Europea haciendo de D’Artagnan reumático, en espera de ver cómo le afecta la amputación del Brexit. Esto es así, grosso modo, y los ataques furibundos o los enaltecimientos rimbombantes alrededor de la figura de Castro son banderas de conveniencia, diálogos de sordos a ver quien es más revolucionario o más entregado a la democracia, porque solo viendo el lugar que Israel y Cuba ocupan en el mapa y las estrategias de los bloques de la Guerra Fría (que aun permanecen en la geopolítica), se entiende que dos países diminutos den tanto de sí. Ha muerto el patriarca, hay que esperar a ver qué herencia queda de lo que ahora mismo es solo una esquela en portada.

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