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¿Para qué sirve un tanque?

 

Este equinoccio de primavera se ha empeñado en atacar sin tregua nuestro patrimonio más intangible, que es la vida de nuestros creadores, pensadores y maestros. La vida es un paseo por la consciencia, esto es lo único que sabemos, porque lo que viene luego es un arcano, que pudiera ser mejor o quién sabe, pero que, desde esta consciencia, solo podemos imaginarlo mediante creencias o la ausencia de ellas. De ahí la importancia del legado de los que cruzan ese umbral, es lo único que aguanta, y nos toca seguir remando porque, también está claro, es una carrera de relevos.

 

 

Los últimos años han sido duros, el listado de los que marcharon es demasiado largo, pero este último mes ha sido de una crueldad inimaginable. En la pluma de Shakespeare, un arúspice advertía en la escalinata del Senado a Julio César que se cuidara de los idus de marzo. En el mundo romano, el día que partía en dos mitades (idus) algunos meses se correspondía con el 15, y marzo era uno de ellos. Como sabemos, finalmente los senadores romanos asesinaron a Julio César; no podemos estar seguros de que esa escena sucediera realmente, aunque algunos historiadores romanos hasta le ponen nombre al adivino. Sea como fuere, marzo, el mes de Marte, sangriento dios de la guerra, quedó sellado como trágico por el gran dramaturgo inglés. Y a fe que se ha ensañado este mes de 2025. Sabemos que la muerte siempre acecha, pero no recuerdo un mes como este marzo, en el que el ángel exterminador se haya empleado tan a fondo con la cultura de esta tierra.

 

Aunque a menudo no nos damos cuenta, la falta de determinadas personas que han sido parte fundamental de una época hace que todo empiece a ser distinto, porque cada cual va dejando su huella, y cuando desaparece la persona se va diluyendo también su estela en lo colectivo. Es lo que hace que cambien los tiempos, que evolucionemos como sociedad. Cuando faltan quienes han sido pilares del pensamiento y la creación, hay que esforzarse en seguir en el esfuerzo, y aportar cada quien lo que sepa y pueda. Los idus de marzo este año han atacado nuestra línea de flotación cultural, hay que llorar las ausencias, pero también hay que remar.

 

Hemos visto cómo se ha homenajeado a los ausentes, homenajes que sin duda merecen, por su aportación a la sociedad y porque su ausencia ha herido profundamente a familiares y amigos. Pero es importante valorar lo que ahora nos falta, para continuar esa ruta y que nuestra cultura haga su función, enriquecer el conocimiento, la sensibilidad y el pensamiento crítico de la ciudadanía. Tenemos que aprender que la discrepancia y el debate son sanos, hemos de huir de los atrincheramientos que nos hacen despreciar a quien piense distinto. Ahí está lo que nos han enseñado quienes ahora están ausentes, los cantos de sirena excluyentes nunca ayudaron a construir sociedades justas, todo lo contrario.

 

Tanto dolor ha hecho que pasemos de puntillas sobre hechos importantes para Canarias, España y el Mundo. Estamos viviendo una época de confusión y de extremismos, que nos están llevando a descalificar a todo aquel que discrepe un tanto así de lo que pensamos. Creo que las visiones diversas de un mismo hecho deben confluir en un debate que enriquezca a todos, pero no parece que esta sea la tendencia actual. Cuando alguien saca la bandera del diálogo, surgen inmediatamente las voces que lo tachan de naíf, y así en ascenso, siguen con buenista, colaboracionista o traidor, porque alguien siente que otra persona debiera pensar otra cosa, y le adjudica una etiqueta. El colmo es cuando se acusa al otro directamente de pertenecer a uno de los extremos irracionales del pensamiento.

 

Aunque no se perciba nítidamente, es fundamental el papel de quienes piensan de manera independiente y tratan de canalizar la convivencia de manera armónica. El efecto del trabajo, el talento y la sensibilidad de estas personas va calando en la sociedad, por eso su pérdida es tan irreparable, porque son los puentes del entendimiento, y este nunca tiene lugar de espaldas a la cultura. No se trata de que firmen manifiestos o se posicionen públicamente en determinados asuntos (que no es incompatible, porque pertenecen a la ciudadanía, con todos sus derechos y deberes), la influencia de estas personas tan importantes es lenta, que va impregnando su espacio como una mancha de aceite. No solo son importantes los discursos artísticos o los contenidos que llaman la atención sobre algo, también lo son expresiones que no tienen palabras, como las artes plásticas o la música, que hablan de lo más profundo del ser humano. La formación del pensamiento colectivo viene siempre de esa confrontación dialéctica, beligerante, que no bélica. Debatir con quienes están cerca de nuestro pensamiento, no conduce a ninguna parte, es una noria que gira y gira en la contemplación que desemboca en estéril aburrimiento.

 

Así que es necesario que esta crueldad que nos ha arrasado no sea disculpa para detener la maquinaria de lo que nos hace humanos. De hacer siempre lo mismo, ya se encargan los tigres y los tiburones; los seres humanos, cuando no se esfuerzan en el entendimiento, caminan hacia la autodestrucción. Aterran los telediarios y la intransigencia, la insensibilidad y la avaricia que se está enseñoreando de nuestro tiempo, sencillamente porque estamos despreciando el pensamiento, la creación y la sensibilidad; la cultura, en una palabra, fijémonos si es importante. Así que, continuamos sin desmayo, que un poema, un cuadro, un acorde musical o simplemente dejar que vuele nuestra imaginación, puede resolver una duda, ayudar a ser más humanos. Ese es el mandato legatario que nos dejan quienes se han ido. Aparte de para generar dolor y odio, sigo preguntándome para qué sirve un tanque.

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La imprescindible Yolanda Arencibia

Estoy convencido de que quienes hemos conocido y seguido la pista de Yolanda Arencibia durante años, teníamos una nota grabada en el inconsciente en la que habíamos decidido que estábamos ante un ser eterno, inamovible y sin siquiera capacidad para envejecer. La energía que emanaba era muy especial, porque, aunque tenía carácter y si había que plantarse se plantaba, era una mujer pausada, callada, casi inmóvil mientras escuchaba, pero una ametralladora cuando empezaba a hablar. Esa era al menos mi percepción de ella, y sé que no era solo yo quien pensaba que estábamos ante una mujer especial, cuyas pilas eran inagotables.

 

 

Desde muy joven, cuando daba clases en un instituto de enseñanza media de los de hace medio siglo, fue una mujer de una curiosidad intelectual y una capacidad de trabajo inimaginables, y de un amor por la literatura que no tenía límites. Desde que tuvo uso de razón literaria, se puso a la rueda de don Alfonso de Armas Ayala (otro generador de grandes momentos de nuestra cultura), cuando había que inventar museos, nuevos institutos y hasta universidades. Nada literario le fue ajeno, aunque siempre se la relacionará con Galdós, por su denodado trabajo investigando, publicando, empujando cualquier actividad que estuviera dirigida a conocer, interpretar y divulgar la gigantesca obra de Don Benito. Sin duda la mayor especialista contemporánea de nuestro novelista.

 

Como justicia poética, su ingente trabajo en torno a Galdós se ha coronado con una portentosa biografía que mereció el prestigioso Premio Comillas, como colofón a una larga y brillantísima trayectoria. Cuando había que arrimar el hombro siempre estaba, fuera para acompañar con su trabajo crítico a la generación novelística de los años 70, para lanzar a su alumnado a interesarse por la indagación literaria, para facilitar el conocimiento y la difusión de la obra de Alonso Quesada, con el que tenía un peculiar hilo familiar indirecto, o para ser uno de los pilares que sostienen los cimientos de las Humanidades en la entonces naciente universidad de Las Palmas de Gran Canaria.

 

Tuve la suerte de compartir muchas conversaciones con ella, y aprendí de su incesante necesidad de comunicar. Ella fue quien, muy tempranamente, me dirigió hacia el Galdós diferente que aparece en novelas galdosianas poco conocidas como El caballero encantado. Si ella recomendaba, yo obedecía porque era navegar hacia puerto seguro. Recuerdo que tuve el privilegio de compartir mesa con ella cuando ambos presentamos en el extinto Centro Insular de Cultura la novela Nubosidad variable a Carmen Martín Gaite, otra mujer sabia y convincente, cuyo centenario conmemoramos este año. Durante el ágape posterior, llevaron la conversación hacia Las moradas de Santa Teresa de Ávila. Se notaba la pasión que ardía en aquella justa que ambas disfrutaban. Pusieron a prueba mi cerebro, que echaba humo para procesar tanta información de primera mano y altísima calidad. Me costó una ración doble de aspirinas, pero nunca una migraña fue más productiva.

 

Yolanda Arencibia era muy rigurosa (cercana casi a la severidad) y a la vez con una sonrisa y una sencillez que eran una puerta al entendimiento. Aparte de esa sensación de inmutable que emanaba (siempre estaba igual de joven, pasaran los años que pasaran). Hacía que me preguntara si había nacido con ciencia infusa, porque me parecía inabarcable por una mente humana sus infinitos conocimientos. Es una percepción que solo me han dado ella y el historiador don Antonio Rumeu de Armas, que no parecía que contara hechos históricos, sino que él había escrito el guion de lo que ha ido aconteciendo alrededor de ese Atlántico que tan bien conocía, tal era su inmensa sabiduría. No puede entenderse el mundo literario de Canarias sin la mano que siempre puso en todo Yolanda Arencibia. Y, haciendo llover sobre mojado sobre lo que he comentado públicamente estos días, expreso mi doble tristeza porque una figura tan importante no haya tenido el máximo reconocimiento, precisamente por esa manera tan peculiar que tenemos de remediar goteando. La Universidad, la cultura y Canarias pierden hoy una punta de lanza imprescindible. Que se preparen don Benito, Saulo, Tomás y Alonso, que ya debe estar pasándoles revista. Buen viaje, Doctora.

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Premios, mezquindades y memoria

 

Cuando nos internamos en el recuerdo, nos vienen a la mente hechos importantes, sean privado o públicos, y los relacionamos con un momento de nuestra vida. Si son muy impactantes, casi podemos preguntar a todo el mundo qué hacía en el momento del atentado a las Torres Gemelas, dónde, cómo y con quien vimos el gol de Iniesta en Sudáfrica, o, si ya tenemos años, recordar cómo en el filo de la adolescencia y la primera juventud se apuntaron a los muertos de 27 años Jim Morrison, Janis Joplin o Jimmy Hendrix, o se separaron The Beatles, que para muchos fue un cataclismo. Relacionamos hechos importantes con nuestra vida, más en el recuerdo que en el momento, porque, cuando pasa, tal vez no tengamos idea de la importancia que eso va a tener cuando se recuerde en el futuro.

 

 

Cuando miramos el pasado, que es un escalón de la misma escalera que vamos subiendo por la vida, nos parece casi mítico el momento, bueno o malo, que vivimos sin darnos cuenta de que aquello era un hito, pues desayunamos tranquilamente el día que murió Elvis o fue un día más cuando el repartidor del círculo de lectores nos dejó en casa como libro del mes la novela Cien años de soledad. Pero las cosas que luego van a ser referencia humana, cultural, política o social suceden y les damos la dimensión cuando pasa el tiempo, como ahora conmemoramos el centenario del fallecimiento de Alonso Quesada, y sabemos que su muerte pasó de puntillas porque entonces no se daban cuenta del gran escritor que se había perdido.

 

De esas cosas nos percatamos cuando las cosas van mostrando su verdadera dimensión con el paso del tiempo, que no se percibía en su momento, y por eso solemos decir “el tiempo dirá” cuando tratamos de adivinar la proyección que algo actual va a tener en el futuro. Pero sí que hay momentos, tal vez por obvios de una forma general o porque lo son para determinada persona, en los que sabes que ese tiempo será recordado como un momento que marca un antes y un después en determinada faceta de la sociedad. Yo tengo esa sensación de que eso ha pasado en la literatura escrita en Canarias. Sabíamos que en los últimos meses se han publicado magníficos libros de poesía y de narrativa, pero que aún no podemos calibrar porque estamos obligados a esperar lo que diga el tiempo, pero ya sabemos que es un momento tremendo, con libros muy poderosos, que invito a leer porque son cantos de esa escalera que presumo referencial y reverencial. No enumero ese áureo listado porque no es el lugar, pero habrá que hacerlo y apostar por adivinar lo que será este tiempo para el futuro, y porque temo orillar algo que se me ha escapado.

 

Sin embargo, hay dos razones por las que estas dos últimas semanas será anclas en la historia de nuestra literatura. Por un lado, se nos han ido dos grandes escritores con horas de diferencia. La muerte de Luis Alemany y de Andrés Sánchez Robayna han sido un golpe tremendo por el valor literario y cultural de ambos autores. He leído en estos días algunos lamentos sobre los autores fallecidos, que si debimos hacer esto o lo otro, que si en algunas cosas no se les dio su sitio… No es raro en una tierra en la que hacen Hijo Predilecto a Alonso Quesada cien años después de muerto (ya pasó con Galdós, no es una novedad). Que Sánchez Robayna se haya muerto sin el Premio Canarias es propio de una sociedad en la que se da un premio a las Letras cada tres años, como si el talento fuese tan escaso que hay que esperar a que se vaya manifestando. Y eso no es rigor literario, es directamente mezquindad, pues en otras comunidades como Euskadi, Galicia o Extremadura, con (respectivamente) la misma población, la mitad o la cuarta parte de Canarias se da un galardón anual, porque son comunidades que se sientes orgullosos de su gente y se lo reconocen. Aquí no, aquí quienes se dedican a la escritura forman parte de los sospechosos habituales.

 

Por otra parte, como tremendo contrapunto del dolor de dos pérdidas tan grandes, se le ha otorgado ese Premio Canarias de Literatura a Juancho Armas Marcelo. Y es una alegría porque es un amigo y porque es merecido, hasta el punto de que, personas que no están muy al loro del mundillo literario, hace décadas que daban por hecho que Juancho era Premio Canarias, por su obra y por su quehacer cultural que no voy a descubrir ahora, después de que lo hayan reconocido una docena de Academias Americanas, grandes premios nacionales, la Feria del Guadalajara y hasta el Papa de Roma. Que Juancho no fuese Premio Canarias desde hace décadas es propio de la cicatería que acompaña siempre a la mediocridad, que para justificarse a sí misma tacha de mediocres a quienes debieran celebrar. Y se me ocurren unos cuantos nombres más que debieran estar en ese podio, algunos también muy obvios por la categoría de su trayectoria. ¡Claro que hay personas que también merecen el Premio Canarias de Literatura! Pues unas lo tendrán y otras no, porque como es cada tres años… Salvo que alguien descubra una vacuna contra la mezquindad.

 

Sé que la memoria es una forma de justicia, y estoy seguro de que, en otros cien años (si alguien antes no pulsa el botón de la locura), los nombres de quienes se fueron juntos en la barca de Caronte y el de quien lleva 50 años atando la maroma que nos une a América y ahora parecen haberse enterado, serán relacionados con estas semanas de un marzo que al menos está siendo más lluvioso que sus antecesores. Ojalá esa lluvia sea augurio de más justicia y más generosidad.