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Parole, parole… Buen 2026

 

Ya, ya sé que hablar de la cantante italiana Mina puede sonar a nostalgia, pero no lo es porque rememoramos a una de las cantantes pop más más importantes del siglo XX, tan grande como misteriosa. No lo digo yo, quienes saben de lo que hablan han sido muy claros: Louis Armstrong dijo que era la mejor cantante blanca del planeta y Liza Minelli afirmó que Mina era la más grande cantante que ella había escuchado. Tal fue su peso sobre todo en las décadas de los 60 y 70, que Frank Sinatra siempre quiso y nunca consiguió cantar con ella, como tampoco quiso participar en la película El Padrino, por mucho que Coppola le rogó. Pues esta mujer, ahora casi nonagenaria, que no actúa ni aparece en los medios desde 1979, pero que sigue sacando discos de estudio, hizo popular la canción Parole, parole, compuesta para ella en 1972 por el maestro Gianni Ferrio. Y la traigo a este final de 2025 porque esa canción, pensada para un desengaño amoroso, nos sirve para retratar esta sociedad hecha de palabras que cada vez tienen menos sentido.

 

 

Con palabras lo fabricamos todo, pero casi siempre es falso, pues solemos usar citas célebres para vestir un discurso o un texto, o simplemente para dar más autoridad a lo que decimos en una conversación. Pero hay que tener mucho cuidado porque puede que la autoría de la frase sea correcta pero no exacta, y se redondea para que suene mejor, y no me salgo del asunto porque a veces las uso; una de ellas es la de «Solo os prometo sangre, sudor y lágrimas» dicha por Churchill en un mensaje por radio a los británicos cuando se había desatado el monstruo de la II Guerra Mundial, pero la frase era más larga y enmarañada y menos contundente. En los titulares del día siguiente y en los libros de historia queda mejor así.

 

Puede suceder también que sea una frase que nunca existió, pero circula por ahí, como el famoso «Sancho, ladran, luego cabalgamos», y que no está en ninguna parte de El Quijote, aunque haya hasta esculturas quijotescas con perro añadido, que tampoco aparece en el libro. A veces, quien se inventa una frase y se la atribuye a una celebridad para que tenga más peso, simplemente se queda con el personal. Esto es muy frecuente cuando se cita a un filósofo polaco, a un poeta chino o a un Gran Jefe indio, que nunca dijeron tal cosa o incluso que ni siquiera existieron y son otro invento del citador.

 

También sucede que hay frases muy conocidas que nadie sabe muy bien quién las dijo o escribió y se las colocan casi siempre a Shakespeare si son profundas y a Oscar Wilde si son ingeniosas. Finalmente, están las frases que se atribuyen a muchas personas, siempre con seguridad. Una de ellas es la de «Hay gente pa’ tó», que se la adosan a tres toreros en distintas épocas, a Chicuelo, a Lagartijo y a Juan Belmonte. Otras son las dos más famosas referidas al genio y las musas: «Las musas, si vienen, es mejor que te cojan trabajando» y «El arte es un 1% inspiración y 99% transpiración». Ambas frases, con sus distintas variantes, se las he visto atribuidas a Beethoven, Rilke, Bernard Shaw, Picasso, Lorca y, por supuesto, a Shakespeare y a Oscar Wilde, el campeón.

 

Si hablamos de frases cinematográficas es que no acabamos, porque ya me gustaría saber en qué películas alguien dice textualmente «Nena, ve a empolvarte la nariz», «Yo que tú no lo haría, forastero», «Soy el más rápido al Oeste del Pecos» o «Nos veremos en el infierno». El lenguaje es muy escurridizo y engañoso, sobre todo en el cine, porque a veces por conversaciones tenemos imágenes que nunca existieron, como en la película Doce hombres sin piedad, que transcurre en su totalidad en una sala cerrada donde se reúne un jurado sin un solo fotograma relativo al crimen que se juzga; sin embargo, son muchos los que afirman haber visto la sombra del acusado a través de las ventanillas de un tren, que tampoco sale en la película.

 

Y ya que estamos en juegos de palabras e ideas volanderas, estamos, como cada final de años, en tiempo predicciones, combinaciones numerológicas y todo tipo de historias alrededor de las fechas: que si 2026 suma 1, que si los años acabados en 6 tal cosa, o que las terceras décadas de cada siglo son de aquella manera. Pura imaginación, porque un día siempre es diferente al anterior, y lo que para unos es felicidad para otros se ve como desgracia. Trato de seguir el consejo de los sabios: vive cada día como si fuera el último, o como el primer día del resto de la vida.

 

El año que ahora nos deja ha sido uno más de las vacas flacas que José anunció al faraón en el Génesis, y nada parece indicar que las vacas vayan a engordar. Las profecías en general tienen las patas muy cortas, porque siempre nos recuerdan las que se cumplieron, pero las otras quedan en ese vacío de la débil memoria. Resulta curioso ver cómo distintas fuentes adivinatorias predicen resultados diferentes para una misma cosa. Solo aciertan cuando hablan de ambigüedades. No es muy complicado anunciar que 2026 va a ser un año agitado, y puede aplicarse a Canarias, a España, a Europa, al planeta y, otra vez, al Atlético de Madrid. Basta ver o leer las noticias, que tampoco estamos seguros de cuáles son cierta y cuales desinformación.

 

Siempre queda la esperanza, no de que todo se arregle por sí mismo (eso nunca sucede), sino de que haya luz. También nos queda la palabra, como diría Blas de Otero, que tampoco sé si es una buena noticia. Los recuentos y las profecías no me interesan, pero creo en la buena gente que mira hacia adelante y profetiza cada instante con sus propias manos. Esa es la luz que realmente alumbra.

 

Por lo demás, les deseo lo mejor para hoy, y ya verán cómo mañana es diferente. Diviértanse, pero no se pasen, porque es cierto lo que ya decía Stevie Wonder hace 50 años sobre la incompatibilidad del alcohol y el volante. 2026 va a ser el mejor año posible, porque es único, como lo fue el anterior y lo será el siguiente. No hay más, la vida es un relámpago. Lo demás, como cantó Mina, parole, parole.

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Renacer cada solsticio de invierno

 

Mañana es Nochebuena en Occidente. Por encima de las creencias está la tradición, que se enlaza con el solsticio de invierno, que es la noche más larga del año y el día más corto, porque lo que, a partir de ese punto, cada jornada el Sol tendrá un poco más de presencia. Celebramos el inicio de una nueva etapa, en la que tal vez podamos crecer, porque aumenta la luz, el principio en todos los relatos que en su mayoría devinieron en religiones, que, como sabemos, tienen la tendencia a reinterpretar lo que siempre estuvo.

 

 

El ser humano suele convertir lo sencillo en complicado. Lo reescribe una y otra vez, y lo reviste de filosofía, política, religión o ciencia (la ciencia tampoco es neutra). Somos incapaces de definir eso aparentemente tan inocente que es la realidad. En nuestro ámbito, nos han iluminado las calles y sembrado la ciudad de belenes, nos ha visitado la lluvia y el mar se ha embravecido. Es Navidad, y nos llaman a la alegría, aunque a veces nos inunde la tristeza. Es un ajuste de cuentas con el tiempo, esa máquina inexorable que no necesita reloj. Suele sorprendernos lo que llamamos Navidad sin habernos preparado para que nos deseen felicidades por sistema, ni para soportar la solidaridad programada, que nos viene a decir que somos culpables de las penurias ajenas, y en un supremo acto de generosidad acuden quienes tienen su residencia fiscal en Mónaco o en Miami, porque allí casi no pagan impuestos, y luego hay que darles las gracias porque rifan una camiseta o una foto firmada. Lo que deberían hacer es pagar impuestos en España, eso sí que es solidaridad.

 

Estas cosas me irritan y a la vez me descorazonan, pero no es la Navidad lo que disgusta; es la hipocresía. Sobran solidarios con carnet que vive como marajás, que van de progre y se permite darnos lecciones de ética, o van de gente de orden y se presentan como samaritanos en los rastrillos. Los nombres los ponen ustedes, que hace mucho frío para pasar por el juzgado. Porque miles de personas mueren de frío en Sudán o el desierto de Tinduf, y en otros lugares donde hiela la indiferencia. Hace mucho frío, no solo el que impone la estación invernal, sino el frío del desamor, el odio y la insolidaridad. Se han congelado los cerebros, y hay quien hace negocio hasta de las catástrofes. Hace frío en las ciudades, donde los sin techo tiritan de soledad, en las costas donde los cayucos arriban llenos de miedo, en el corazón de los palestinos, los kurdos y los tibetanos, sojuzgados por otros pueblos en aras de no se sabe qué privilegios. Hay frío en todas partes, pero donde más frío hace es en el corazón de los que hacen ostentación de opulencia, insultando a los desposeídos.

 

Queda tan solo el calor de la familia, con la memoria de los que se fueron. Encima nos montan la cantinela anual de la lotería de Navidad, algo que no acierto a comprender, porque tiene tirón mediático algo que se retransmite por todos los medios simultáneamente. Es como la sublimación colectiva de una esperanza que nunca llega, y eso no hay tradición que lo salve. Supongo que los niños del Colegio de San Ildefonso ya estaban en el Plan Maestro mucho antes de que ni siquiera hubiese vida en La Tierra. Y hay historias, mitos a la postre, que resultan incomprensibles, pero que nos tragamos sin pensarlos. Por ejemplo, los pastorcillos de Belén. Siempre me he preguntado por qué solo adoraron a Jesús hombres que se dedicaban al cuidado de rebaños. Se me dirá que eran los que estaban en el campo y vieron la estrella de Belén, pero todo eso es rebatible con el Evangelio en la mano y con el sentido común.

 

Para empezar, la estrella debía guiar a los magos de Oriente, y por lo tanto andaría lejos de Belén, señalando el camino. Es verdad que había por la zona un ángel anunciando gloria a Dios en el cielo y en La Tierra paz a los hombres de buena voluntad, pero los clamores del ángel podían ser escuchados por cualquiera, especialmente por los panaderos, que son los que tradicionalmente trabajan de noche. También podían oírlo los campesinos agricultores e incluso los urbanitas de una ciudad pequeña como Belén, pues no creo que hubiera mucho ruido de motores en aquella época. Además, se supone que los rebaños pastan de día y por la noche vuelven a los corrales, donde se hace el ordeño y se fabrica el queso. De manera que eso de los pastores de Belén no resiste un análisis medianamente serio, porque arrieros, repartidores, soldados, carpinteros que tienen atrasado el trabajo y otros profesionales suelen trabajar de noche o sin horario, y no es precisamente el caso de los pastores. En fin, que hasta los evangelistas andaban en Belén con los pastores.

 

Hace años que ya ni se respetan las famosas treguas bélicas de Navidad; a comienzos de la Gran Guerra, en diciembre de 1914, a pocos meses del comienzo de las hostilidades, se produjeron batallas muy sangrientas, como la del río Marne en Francia y la de Ypres en Bélgica (octubre/noviembre de 1914) en la que murieron 200.000 soldados.  Horrorizado por la noticia, el Papa Benedicto XV, que acababa de ser elegido en septiembre de ese año, pidió el 7 de diciembre a las naciones contendientes al menos una tregua por Navidad. Tanto el Káiser germano Guillermo II como el primer ministro británico Asquith, el presidente francés Poincaré o el rey Belga Alberto I hicieron oídos sordos a la petición del Papa porque el primero de ellos pensaba que eso daría ventaja a los aliados, y los otros también estaban convencidos de que no era el momento de parar. Pero la noche del 24 de diciembre, desafiando las órdenes superiores, soldados alemanes empezaron a cantar villancicos, que fueron coreados en las trincheras enemigas, especialmente por los británicos, luego se hablaron a gritos, dejaron sus armas y salieron a campo abierto. Se saludaron, brindaron, intercambiaron tabaco y materializaron una tregua que ha pasado a la historia, pues hay versiones que cuentan que en la mañana de Navidad hasta jugaron al fútbol.

 

Ahora,  la palabra tregua ha perdido su significado. Por eso me apunto a la idea de renacer cada Nochebuena, porque hemos de renovar al niño que finalmente somos. Y reincidir en aquel romance que se quiere perder en el anonimato: “Celebrar otro solsticio / es costumbre bien pagana, / universal porque indica / renacer, y la campana / es llamada de atención / porque la vida se pasa”. ¡Feliz Navidad!

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La Naturaleza no negocia

 

El reciente temporal, bautizado con el nombre de mi tocaya de Emilia, parece haber sido un suceso extraordinario, único y raro. No es cierto, y creo que somos demasiado irresponsables cuando, entre un cortado y un chupito, nos cachondeamos de los anuncios de la AEMET y de las alertas de distintos colores emitidas por el Gobierno de Canarias. Casi nunca es grave, pero en ese “casi” se agazapan grandes tragedias de las que la Naturaleza nos ha hecho víctimas. No tomar en consideración las advertencias es una irresponsabilidad, porque aquí han ocurrido desgracias terribles, y si antaño venían sin anunciarse, no parece inteligente que, ahora, cuando al menos nos avisan de que  puede haber riesgos, deberíamos tomar nota y no hacer chistes de meteorólogos, oceanógrafos y vulcanólogos. No son adivinos, son científicos, y advierten del peligro, y ya hemos visto que, en muchas ocasiones, los tomamos por el pito del sereno, y dejamos coches aparcados en potenciales cauces de riadas, como ha sucedido en estos días en algún municipio del Este de Gran Canaria.

 

 

Por otra parte, debido a las características orográficas y geológicas de nuestro archipiélago, los canarios tendríamos que haber tenido más en cuenta nuestro modelo de crecimiento físico. Desde las más remotas crónicas de la conquista, hasta ahora mismo, una y otra vez nuestras islas se han visto afectadas por eventos naturales de gran dureza, algunos con categoría de catástrofe, como las erupciones en siglos pasados del Teide en Tenerife o de Timanfaya en Lanzarote, que se llevaron por delante poblaciones enteras como Garachico, con su puerto comercial, entonces pujante, o el cambio físico de buena parte de la isla conejera tras la orgía de fuego que sufrió. Todo eso parece olvidarse, como la fuerza del océano que dio cuenta de casas, embarcaderos y muelles, como el de Arrecife de Lanzarote en los años 50 del siglo XX.

 

Otros episodios de enorme envergadura han sido los temporales de viento, lluvia y mar, que han sido los culpables incluso de destruir símbolos insulares como el Garoé herreño original a principio del siglo XVII, que fue levantado por los aires por un huracán, o la más reciente desaparición del monolito del Dedo de Dios (o Roque Partido, como más les guste), en la acantilada costa de Agaete. No podemos olvidar la riada que asoló Santa Cruz de Tenerife el 31 de marzo de 2002, que costó vidas humanas, como consecuencia de una lluvia insistente y brutal de una nube que quedó detenida sobre la ciudad y el puerto. Si les parece que todo esto es motivo de chanza en las conversaciones es que no se han parado a pensar en el coste humano y económico que la desidia siempre ocasiona.

 

Y si escarbamos en crónicas, documentos y citas de viajeros, encontraremos noticias de los efectos en nuestras costas del maremoto (ahora lo llamamos tsumani, en japonés) que se produjo como consecuencia del Terremoto de Lisboa, el 1 de noviembre de 1755, que destruyó dicha ciudad casi por completo, y que tuvo su epicentro en medio del Atlántico, frente del Cabo de San Vicente, la esquina suroccidental de la Península Ibérica. Aquellas olas creadas por el gran movimiento sísmico, también llevaron la desgracia a las costas españolas del Golfo de Cádiz, y llegaron a nuestras islas, aunque sobre eso no hay mucha documentación; entre el rumor, algún vestigio y la lógica, debemos suponer que, en gran Canaria, debió sentirse ese oleaje en las llanuras litorales que hoy son la parte más vieja de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, y circulan por ahí teorías universitarias en las que se aventura la posibilidad de que las Dunas de Maspalomas (quien sabe si también las de Corralejo, el Cotillo y Jandía en Fuerteventura) son consecuencia de dicho maremoto, porque antes no habían sido mencionadas en crónicas de hechos anteriores acaecidos en la zona, fuese en la aguadas colombinas o en los desembarcos de los piratas que tan bien documenta Rumeu de Armas sin mencionar que hubiera por allí arenales.

 

En Gran Canaria, los que tenemos juventud acumulada hemos oído hablar de dos sucesos que posiblemente se unieron para que se produjera el desplazamiento de la zona de Rosiana en Las Tirajanas.  Primero ocurrió lo que entonces se llamó Episodio Tropical, en octubre de 1955, cuando, durante tres días, cayó agua como en un relato macondiano de García Márquez. Se registraron cifras dignas del Diluvio Universal, entre 400 y 500 litros en distintas zonas del casquete central de la isla, e incluso hay un pluviómetro que recogió más de 700, cifras que dejan en pañales a recientes temporales (ahora se ha llegado a 160 litros en algunas zonas). Frente a semejante furia de los elementos, buena parte de los puentes de la isla se fueron barranco abajo, incluyendo el de los Siete Ojos de la antigua entrada de Telde.

 

Apenas cuatro meses después, en febrero de 1956, llovió sobre mojado (nada metafórico), y durante diez días se desplazaron 330.000 metros cuadrados (corrimiento de tierras, decían) en la zona tirajanera de Rosiana, que afectó a más de 250 vecinos. Esto fue como consecuencia de una disparate meteorológico que tuvo como origen la Península Ibérica, donde, en aquellas fechas, se registraron las temperaturas más bajas del siglo (-32 grados C en un lago de Lleida).

 

Y la mayor catástrofe que se recuerda, sucedida en Breña Alta, isla de La Palma, en la que una combinación de viento infernal y agua sin medida destruyó el barrio de Los Llanitos, ocurrida en 1957. Entre la confusión de cifras, es claro que fallecieron al menos 28 personas (otros hablan de 32). Volcanes, incendios forestales (recordemos las 20 víctimas del incendio del 11 de septiembre de 1984 en La Gomera), en nuestras islas poca broma con los elementos.

 

Está bien ironizar con el vocabulario, que es consecuencia de cambios tecnológicos y avances científicos. Ahora hablamos de danas, antes fue gota fría, pero en los anales que he mencionado se habla de depresión Sudano-Sahariana, vaguada tropical, onda del este y otras denominaciones, pero el peligro es el mismo, es la Naturaleza desatada, sea con fuego, viento o agua. Pero seguimos construyendo donde baten las olas y en las seculares escorrentías de agua de lluvia. Parece que nos hemos creído que esto es en verdad un paraíso de mansedumbre y todo es seguro. Solo hay seguridad cuando hay precaución, Supermán no existe. Así que, cuando aparezca una alerta de incendio forestal, de temporal, de viento, de mala mar o de erupción volcánica, la historia no dice que deberíamos tenerla en cuenta. Y si no se llega a la gravedad advertida, mejor, pero ya deberíamos saber que la Naturaleza no negocia.