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Gracias por ser Félix Hormiga

 

Cuando toma la barca de Caronte para cruzar la laguna Estigia alguna figura importante y reconocida, especialmente si es en el mundo de la cultura, suelen producirse en cadena elogios y memorias que retratan a quien ha partido como un ser angelical único, casi de una beatitud suprema en todo lo que dijo o realizó en vida. No soy partidario de emplearse a mandobles contra alguien que acaba de fallecer, mejor guardar un silencio discreto si no era de nuestra cuerda, pero tampoco me parece que sea bueno para la memoria de quien se va que le hagamos un retrato cercano a la santidad y con una infalibilidad casi mágica. De esta manera, deshumanizamos a esa persona y la convertimos en una calcomanía que generalmente poco tiene que ver con las complicaciones que tiene la vida simplemente por serlo, porque vivir en sociedad es una constante montaña rusa de asuntos que conforman algo mucho más complejo que una caricatura de un ser en loor de santidad.

 

 

Hoy ha muerto en Arrecife de Lanzarote el admirado amigo Antonio Félix Martín Hormiga, que ya es Félix Hormiga para toda la eternidad; si comienzo con el anterior párrafo es porque hace un año y medio, en la azotea de la Biblioteca Insular de Las Palmas de Gran Canaria, con motivo de la presentación de una antología de relatos en la que ambos participamos, tuvimos una breve pero jugosa conversación, que en esencia reproduce lo que se comenta en el párrafo. La presencia física de Félix había cambiado de pronto, sin barba, más delgado y con un inseparable sombrero. Ya no tenía aquella abrumadora presencia de hombre poderoso físicamente, con una barba hirsuta y bíblica, pero su mirada y su firmeza seguían incólumes. Y es que siempre quiso que se le tuviera por un hombre, no como otra cosa, tratando de ser él mismo, sin máscaras ni fingimientos.

 

Ese es el Félix Hormiga que conocí y traté desde que lo conocí en uno de mis periplos por Lanzarote, hace tantos años que ya he perdido la cuenta, entre alguna aventura literaria, el malvasía y los langostinos inolvidables del restaurante El Molino, junto a la Charca de San Ginés. Ya entonces intuí que sería improbable que encontrase en toda Canarias a alguien que supiera más del mar canario (que no es cualquier mar), fuese de los barquillos de vela latina, de la mareas de septiembre, de la pesca inmediata para comer el mismo día, de embarcaciones que semejaban cascarones de nuez o de la leyenda y la tragedia de las salidas a la Costa (de África). Félix lo sabía todo, lo sentía todo, lo comunicaba todo, porque el mar formaba parte de su ADN. Y siempre le dije, le pedí, le rogué, que escribiera la gran novela canario-sahariana del mar, como el Gran Sol que Ignacio Aldecoa hizo del mar del norte de España. Yo creo que es una gran torpeza decirle a quien escribe narrativa qué novela debe escribir, porque la creación literaria siempre sale de dentro, nunca viene de fuera, aunque afuera esté el estímulo. Incurrí repetidamente en tal estupidez porque tenía -y tengo- el convencimiento de que era la persona indicada para hacerlo. Lo creía yo, pero él no.

 

Pero sí que escribió -y mucho- sobre este mar, y sobre todo lo que pudiera tener como cómplice ese viento del nordeste que siempre sopla en La Geria. No puede entenderse Lanzarote sin Félix Hormiga, esta isla que viene de muy lejos y que ha sobrevivido después de las magnas ausencias de César Manrique y Saramago. ¿Por qué? Porque Félix Hormiga estaba ahí, escribiendo, haciendo activismo o políticas culturales, él jugaba en cualquier puesto a favor de Lanzarote. No había un grano de rofe que se moviera en la isla que no despertara el interés de Félix, pocas veces he visto una simbiosis tan perfecta entre un hombre y una isla.

 

Y allí estaba él, siempre con una sonrisa, pero fiel a su idea de lo que debía ser la isla, Nunca se arrugó cuando hubo que enfrentarse a otras ideas, unas veces ganó y otras perdió, pero es palmario que, sin Félix, Lanzarote sería distinta, y estoy seguro que peor. Y era solo un hombre con una pluma en las manos, unas manos que no paraban y siempre pensaban colectivo. Decía ayer en las redes que se podría hacer el fácil paralelismo garcíamarquiano de decir que, con la muerte de Félix Hormiga, ya Lanzarote no tiene quien le escriba. Sonaría bien pero no sería verdad, porque precisamente ha sido Félix uno de lo causantes de que sí que haya nuevas generaciones lanzaroteñas, porque abría caminos, que llegaron y traspasaron a todo el archipiélago.

 

La tristeza de la partida de Félix nos deja la primera evidencia de que fue un hombre providencial. Ha dejado la máquina en marcha, no se paró Lanzarote cuando murió César, ahora el relevo está vivo y Félix puede irse en paz con la misión cumplida, con una obra narrativa, poética, histórica y de gestión cultural de primer nivel, y con el prurito de haber escrito uno de los libros más bellos de literatura infantil que yo haya leído, de aquí y de allá, de antes y ahora: El príncipe Tiqqilt.

 

Era apabullante su faceta de narrador oral. Tuve la suerte de realizar con él una minigira por colegios de Fuerteventura en los años 90. Los pequeños se impresionaban al ver entrar en el aula a aquel hombre enorme, seguro, con imagen de semidiós homérico. Empezaba a hablar, y la chiquillería quedaba prendida en la hermosura de su palabra, la magia envolvente de sus gestos, y en 30 segundos, la magnificencia poderosa de la entrada se transformaba en la definición de la ternura. Vi en una escuela de Tiscamanita a niños y niñas de seis a doce años temblar de emoción, y luego ver a Félix volver a transformarse para ser uno más de todos. Su humanidad era inabarcable.

 

No era un semidiós, ni un oráculo, ni un santo laico. Era un ser humano que sabía decir que no, y que cuando se equivocaba (ancestral costumbre de los humanos), levantaba la cabeza y seguía adelante. Se nos ha muerto un hombre que quería ser uno más, pero no lo era, porque hoy es una marca de la honestidad. Hoy, no solo llora Lanzarote, toda Canarias está de duelo, y ese mar costeño de África hoy tiene un punto más de sal, porque Antonio Félix Martín Hormiga, admirado juglar, el hombre que con mayor dulzura sabía decir que no, ha partido. La historia lo hará todavía más y más grande. Buen viaje, amigo. Gracias por ser Félix Hormiga.

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25N: Teodoras, Virginias, Violetas, Gabrielas

 

Cada 25 de noviembre es una fecha para recordar la violencia estructural y sistemática hacia las mujeres. Se escogió porque se conmemora el asesinato de las Hermanas Mirabal, las mariposas dominicanas que cayeron bajo la bota del sátrapa Trujillo. Así lo estableció la ONU en 1999. Es una forma de terrorismo al que no se hace frente en la misma dimensión que a otros terrorismos. Para quien no conozca más detalles sobre esta terrible historia de las Hermanas Mirabal, les recomiendo la lectura de la novela La Fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa.

 

 

¿Se imaginan cuál sería la movilización del Estado si cada año una organización terrorista asesinara a un centenar de personas, maltratase a miles y humillase a millones? Pues eso está pasando aquí y ahora, y este terrorismo se une a otros que tienen que ver con la raza, la xenofobia, la pobreza y el abuso de poder, cuyas víctimas siempre son los más débiles: mujeres, niños, ancianos, minorías étnicas, pobres. A estas alturas me niego a discutir cuando alguien trata de justificar o explicar tanta violencia. Para mí está claro, si lo hace es un criminal, si lo justifica, es cómplice de asesinato. Y de La Iglesia no hablo hoy para no dar la oportunidad de que me llamen comecuras.

 

Nunca fue la violencia solución a ningún problema. Cuando nos dicen que la guerra es la respuesta violenta institucionalizada se está produciendo una contradicción, porque en una guerra hasta los que ganan pierden. La violencia cotidiana tampoco sirve para resolver problemas, y da escalofríos cuando se utiliza para que un sexo se imponga sobre el otro. La verdad es que las corrientes religiosas de todo signo ayudan muy poco, porque si bien a veces dicen de boca pequeña que la violencia no es buena, luego generan una batería de discriminaciones que parecen decir a gritos que las cosas son de una manera y solo de esa. Ya, ya sé que dije que no iba a hablar de la Iglesia, pero es que la actualidad me la pone delante una y otra vez.

 

Luego está la violencia psicológica, que no es cosa menor, en el que miles de mujeres quedan anuladas por el miedo. Y en este momento hay que decir muy alto que las supuestas medidas que aplican los gobiernos como supuestas recetas contra la crisis está dejando a las mujeres inermes, aunque todo suena a sofisma, son recortes sin más, porque disminuyen las protecciones sociales, y vemos cómo en algunas comunidades han cerrado centros que eran el refugio y la esperanza de muchas mujeres maltratadas. Encima, las mujeres casi siempre están en inferioridad económica frente a sus maltratadores. Con tanta violencia, da mucha risa y más asco que nada menos que el Presidente de Estados Unidos participe en estos días en la puesta en escena del indulto a un pavo por Acción de Gracias, en un país en el que existe la pena de muerte. Me molesta la estupidez, pero más me indigna la mala fe con que se están haciendo las cosas para perjudicar siempre a los más débiles, y las mujeres maltratadas sufren ahora también el maltrato de un sistema que pretende tornar a lo patriarcal y machista.

 

Ya uno no sabe en qué lengua hay que decir cosas que ve con palmaria nitidez. Los seres humanos son diferentes uno a uno, pero tienen todos los mismos derechos y nadie es más que nadie. Vemos acciones brutales por todo el mundo, países que niegan a la mujer casi hasta el derecho de respirar. Enseguida te ponen como muro infranqueable la religión o las costumbres. Pero no hay justificación para el nivel extremo de violencia que sufren las mujeres en otras culturas, pero es que miro alrededor y escucho las mimas palabras, como si estuvieran grabadas a fuego. Lo que más descorazona es que jóvenes y adolescentes repitan las mismas conductas, con lo que, quienes nos hemos dejado la voz en las aulas sentimos una terrible sensación de fracaso. Pero hay que seguir, repetir hasta que también se grabe a fuego en las mentes que nadie es dueño de nadie, que la violencia quita vidas, anula libertades, pero nunca da la razón al que no la tiene.

 

La violencia contra las mujeres es la ruptura del binomio libertad-igualdad. Desde que los humanos se hicieron sedentarios, surgió el concepto de propiedad y quién debía heredarla. Había por lo tanto que asegurarse de quienes serían los herederos. Así surgió el patriarcado, que ha sido la norma durante milenios, con escasísimas excepciones. La mujer ha estado sometida, aunque es verdad que hubo momentos de la historia en los que pareció romperse la dinámica, como las leyes propugnadas por la emperatriz Teodora, una de las feministas de las que siempre hubo, pero cuyas obras volvían a ser reabsorbidas por la inercia machista de la historia. En los siglos recientes ha habido muchas Teodoras, y en los últimos años el patriarcado parece que quiere de nuevo revertir los avances, y se vale para ello de impulsar la desvalorización de la mujer como ser humano al tratar de convertirla en un objeto, unas veces decorativo, otras sexual, cuando no bestia de carga.

 

No permitamos que eso ocurra, y los hombres debemos ser los primeros en asumir ese papel igualitario y repudiar el uso de la violencia como instrumento de dominio. El número de mujeres asesinadas es una vergüenza para una sociedad que pretende ser justa. Por ese pulso que ha mantenido la mujer con la historia, tenemos que acabar con ese dañino vicio que nos empobrece.

 

Nombrar a Teodoras pioneras sería imposible, y para reconocer a millones de mujeres que cada día y durante siglos no han perdido la esperanza de la justicia, recuerdo hoy a dos, grandes en su tiempo y en todos los tiempos. Violeta Parra, la mujer insobornable en sus convicciones, entona en 1957 unas décimas de despedida en su último viaje a otra mujer luminosa, Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga, que firmaba sus libros con el seudónimo de Gabriela Mistral, Premio Nobel de Literatura en 1945.  Dos chilenas universales. Violeta Parra, esa mujer de nombre vegetal, recuerda en su despedida a Gabriela Mistral la causa de la igualdad y la justicia:

 

“Hoy en día llora Chile / por una causa penosa. / Dios ha llamado a la diosa / a su mansión tan sublime./ De sur a norte se gime / se encienden todas las velas /para alumbrarle a Gabriela / la sombra que hoy es su mundo, / con sentimiento profundo / yo le rezo a mi vihuela”. Pues eso sigamos con las Teodoras, Virginias, Violetas, Gabrielas y con las Hermanas Mirabal.

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Celebremos los milagros

 

Hay meses que van grabando su cuño en nuestras vidas, y está claro que en la mía el penúltimo mes del año tiene una gran relevancia, a favor y en contra. Siempre me gustó el otoño, aunque hace unos años que debe haber perdido el reloj y llega muy impuntual, siempre tarde. En mi niñez siempre había un día especial en noviembre porque era el cumpleaños de mi madre, y el mes en el que en el día 20, se recordaba la muerte de un personaje histórico que tenía su foto en todas las aulas de España, y luego se remachó con la muerte de otro que le puso nombre a la historia justamente en otro 20 de noviembre, fecha que tal vez no sea cierta porque hay conjeturas sobre la verdadera fecha de la muerte de aquel General de Piedra, al que llamé así en una novela porque ponerle nombre es como despertar al dragón.

 

 

En estos días, el Gobierno español y la radio y la televisión estatal andan despendolados recordando lo 50 años del fallecimiento del aludido General. Dicen que es porque se cumple medio siglo que acabó una dictadura, lo cual no es muy exacto, porque la inercia de aquel aparato diabólico siguió a pleno rendimiento durante años, y, en la teoría, solo acabó el 6 de diciembre de 1978, cuando se realizó el referéndum que aprobó la nueva Constitución, lo cual tampoco es del todo (ni de nada) cierto, porque hubo que poner sangre y muertos sobre la mesa como tributo al monstruo de la intransigencia, para parecerse aunque fuera en la portada a las llamadas democracias liberales de nuestro entorno. La dictadura no fue un entretenido parque temático. Fue la oscuridad, el horror; y, parafraseando a viejo amigo Lope de Vega, “quien lo probó lo sabe”. Sería bueno que también lo supieran quienes no conocieron ese tiempo. Si lo vivieron y tienen buena memoria de aquella miseria, ya es un dato que debieran considerar.

 

Se dijo entonces que se había cruzado un puente, pero hemos visto que el monstruo simplemente hibernaba, agazapado y esperando la ocasión de saltarnos a la cara como no andemos listos, que no andamos. He dicho en alguna parte que no estamos haciendo historia, sino representando una vez más los Episodios Nacionales de Galdós, que por lo visto hay que repetir cada siglo. En el XX seguimos la narración de don Benito al pie de la letra, y en el XXI creo que incluso hemos montado el espectáculo con mayor rapidez y eficacia que en el siglo pasado. Va como un tiro. Y se me cruzan los razonamientos, porque esa obsesión por volver sobre aquellos días de 1975 de quienes supuestamente quieren dejar atrás tanta oscuridad, más parece una celebración de los que añoran que vuelvan aquellos tiempos en blanco y negro (realmente más negro que blanco).

 

También noviembre me trae aquella traición que sigue teniendo letales consecuencias sobre el pueblo saharaui. Creo que aun no sabemos la mayor parte de los detalles de aquella vergüenza que fue el Acuerdo Tripartito de Madrid. Parece que, de repente, nos han metido en la máquina del tiempo y nos obligan a regresar a 1975, seguramente porque no se hicieron bien los deberes. Este escribidor ha hecho lo que ha podido, docenas de trabajos de todo tipo y dos novelas que no han servido para nada, porque ha sido predicar en el desierto de los intereses de unos pocos españoles que se llenan los bolsillos mientras se proclaman patriotas, y de algunas naciones extranjeras, una que se cree dueña del planeta y otra que presume de grande y poderosa defensora de la libertad, la igualdad y la fraternidad y casi siempre huye con el rabo entre las patas (n’est-ce pas vrai, ma chèri?)

 

De jaez más amable, tengo el recuerdo de que fue un noviembre cuando tuve la ocasión de acudir a una conferencia a la que también asistía como público Eric Sventenius, fundador y director del Jardín Botánico Viera y Clavijo hasta el mismo día en que murió, en 1973, en un accidente de tráfico muy cerca del Jardín (de su vida y su obra pueden aprender mucho en el libro de Ángeles Alemán El último amor de Sventenius (2024). Era yo entonces adolescente y estudiante. La charla era sobre la recuperación de la flora autóctona. No recuerdo al ponente, pero sí que mencionó algunas especies y lamentó que ya fuese imposible recuperar algunas ya perdidas, como el mocán, un arbusto que nunca fue abundante en Gran Canaria. No quedaba ningún ejemplar, y para repoblar la isla había que traer esquejes de otras islas de Canarias o de Madeira, porque es una planta macaronésica.

 

Recordé que, en el valle de medianías de mi primera infancia, había un pequeño árbol que llamaban mocán, un ejemplar al cobijo de una fuente umbría a la que acudían a beber los pájaros. Al acabar la charla, me acerqué a Sventenius (es la única vez que lo vi físicamente), que acudía como público; tuve que hacer un gran esfuerzo para vencer mi timidez, porque aquel hombre tan renombrado y famoso en la isla, tan alto (o eso me parecía), tan rubio y con un halo de imponente sabiduría, apabullaba con su sola presencia. Haciendo de tripas corazón, conseguí decirle que yo sabía dónde había al menos un ejemplar del árbol que se daba por extinguido. Se libró de mí con elegancia y debió dar por hecho que mi gran noticia carecía de fundamento. Alguien muy respetado, también presente en aquella velada, que a veces fue mi Ángel de la Guarda, me dijo que, si conseguía que el cura del lugar donde yo situaba el imposible vegetal extinguido me escribiera una carta con el cuño de la parroquia certificando la existencia del árbol del mocán, Sventenius tal vez tomaría en consideración algo que, en principio, era un disparate, porque mi mentor sabía que el sueco era muy religioso, pues se había convertido al catolicismo durante una estancia en Montserrat.

 

Así lo hice; el cura, después de haberle vaciado la cabeza por la insistencia, pensó que acabaría antes escribiendo la carta que le pedía. Cuando la tuve en mi poder, volví a valerme una vez más del ángel antes mencionado para que llegase de su mano al gran científico. Y algo se movió. Se vio a varios caminantes sin identificar merodeando el mocán y haciendo fotos. Luego supe que, además de ese ejemplar certificado por una rocambolesca intervención divina, que se materializó a través de un cura rural que también era experto en el juego de la zanga, se encontraron algunos arbustos más en otros lugares de la isla, donde languidecían casi clandestinos. La ciencia debió ponerse en marcha. Hoy se cultivan mocanes y me cuentan que hasta le sacan algunas aplicaciones gastronómicas con sus pequeños frutos.

 

Pero, a pesar de la mayoritaria mala memoria que tengo de este mes por asuntos colectivos, es para mí el gran mes de cada año, porque en noviembre celebro que en estas fechas vio la luz primera quien, después de unos cuantos miles de días, sigue caminando a mi lado, mirando hacia el mismo punto del futuro que esta deslumbrada criatura que no deja de dar las gracias porque es consciente de su gran fortuna. Como diría Carl Sagan, un tipo que solía pensar como yo (bueno, se da el levísimo detalle de que él lo pensó primero), es un milagro que entre tantos millones de años luz y tanta infinitud, dos miradas compartan un fogonazo de tiempo y espacio. Celebremos los milagros.