1×07 Milagros termodinámicos (2022 revisited)

Solté un suspiró y acabé con un trozo de queque flácido. Apretujados en el suelo de un apartamento minúsculo a diez minutos mal contados del parque de San Telmo, insistían con la petulancia. Masturbaron la Poética de Aristóteles, recitaron opiniones de David Foster Wallace y honraron hasta el cinismo a Pound, Frost y Wolf. Cuando el tocadiscos comenzó a escupir música de Edgard Varese, provocando que una muchacha corriese hacia su mochila en busca de un libro escrito por un poeta italiano del siglo catorce, todo aquello me pareció demasiado.

Me levanté y avancé entre ellos agradeciendo la hospitalidad, sonriendo como un tonto y soltando algo así como: “Oh, guau, debo pasear una idea que acaba de entrar en mi jardín, genios”. Error: rogaron poder tomar cartas en el asunto; que si escuchar la premisa, que si el tono, el tempo, la estructura, el enfoque… Les deseé paz con la mano derecha, salí al descansillo y bajé las escaleras a toda prisa, palpando la cartera en el bolsillo inferior del abrigo. Doblé la esquina dejando atrás el jolgorio y las carcajadas forzadas. Calles vacías. Chachi. Anduve hacia la Plaza de la Constitución buscando cualquier tiendita dispuesta a hacer trampas a esas horas. Hasta dos o tres veces mezclé la esperanza con los adornos navideños que caían de los balcones. Nada. Nadie. Ni tan siquiera dos tortolitos berreando tras desclasificar “eso que ya sabes”. La capital decidió dormir ese viernes. Al rato me desanimé un poco y decidí volver en dirección al parque. Dudé entre continuar hasta la estación de guaguas o regresar a la congregación de artistas. Era un muermo de fiesta, sí; pero tenían frutos secos y un calefactor tremendo. Además, un saco de músculos mencionó algo sobre media botella ginebra cobijada en un armario, superviviente de un fin de semana impronunciable. Un par de buches y podría hacer frente a cualquier circunloquio sobre Hemingway, Sylvia Plath y compañía. En un pispás me convencí. Tanto para nada no es nada nuevo. Giré por allí, recorté por allá y me puse a un tiro de piedra del sitio. A cada paso que daba tejía esa supuesta idea que necesitaba un paseo.

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Días después, tras una indeterminada decisión, junto con personas demasiado celosas de su privacidad como para llegar a ser intuidas, V correteaba en un edificio en ruinas. Con flato y risas tontas debido a impávidos juegos entre grietas y restos de arquitectura, improvisaron una hoguera con cartones y filásticas que encontraron en los alrededores. Agarraron sus respectivos tentempiés y entablaron un extenso debate sobre la inherente relación de las relaciones interpersonales con la entropía y el Principio de Incertidumbre de Heisenberg.

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