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Lecturas de verano

 

Para unas personas, las llamadas lecturas de verano suelen ser libros supuestamente no muy complejos, y a ser posible de un tamaño manejable en la hamaca o la toalla. Luego sucede que se llevan de vacaciones El túnel de Ernesto Sábato, El extranjero, de Camus o La invención de Morel, de Bioy Casares, creyendo que son libritos ligeros. Otras personas guardan para el verano los tochos de más de 500 páginas, porque se supone que es cuando van a tener más tiempo para su lectura, y en unos y en otros hay alegrías, porque encuentran lo que esperaban, y decepciones, porque se dan de bruces sobre algo que no les interesa. Luego, hay libros que van al lugar de vacaciones y se quedan sin leer porque los paseos, la cervecita, la siesta o la salida vespertina se comen todo el tiempo, y resulta que a veces es en vacaciones cuando hay menos tiempo para leer. Paradojas.

 

Yo soy muy anárquico para mis lecturas, no tengo un sistema que las ordene, pero sí es cierto que durante varios veranos de mi juventud me creé la disciplina de  leer esos libros que asustan de entrada, por su tamaño y su complejidad. Cogía el libro en cuestión y lo llevaba a todas partes en la mochila, y fuera en la toalla playera, en la terraza de un apartamento o en casa, volvía siempre sobre él hasta que lo terminaba. Era como un desafío porque la gente más mayor y supuestamente culta hablaba de eso libros como cimas de la literatura, y me decían, con razón, que alguien que quería ser escritor tenía que conocerlos.

 

Así, me enfrenté durante varios veranos a libros como  Viaje al fin de la noche,  de Céline, algunos de Faulkner y otros tan importantes como Bajo el volcán, de Lowry. Sin duda, aprendí mucho, y el desafío máximo fue leer Ulises, de James Joyce, muy recomendado por algunas personas que, luego pude comprobarlo en conversaciones, no lo habían leído. Tengo que decir de estos libros que tienen fama de duros de leer que unos los disfruté, para otros tuve que apelar a mi disciplina, pero de todos aprendí, no solo literatura, sino que escribir no es una distracción, sino un trabajo en el que quien escribe ha de ser fiel a sí mismo si quiere que algo pueda salir de su empeño.

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La ciudad inacabada

 

En los meses de verano, la panza de burro funciona casi siempre como una burbuja que aísla la temperatura de Las Palmas de Gran Canaria, y es muy frecuente que, en las olas de calor, mientras el resto de las islas y la propia Gran Canaria alcanzan temperaturas insoportables, en la capital se puede estar. No siempre funciona así, pero es casi una norma, que se vuelve al revés cuando en septiembre y octubre la cuidad sufre un calor pegajoso y húmedo. Llama la atención que, apenas sales de esa burbuja que casi coincide con los límites del municipio, el calor se agranda sea hacia el norte, el centro o el sur, y suele suceder también cuando ataca el frío.

 

Eso no quiere decir que cualquier día haya un calor sofocante, pero es muy raro que se alcancen cifras como en las medianías o el sur-sureste de la isla. Esto ha servido para que esta característica se use como reclamo turístico, sobre todo desde que la universidad norteamericana de Siracusa dejara sentado en un informe que el clima de nuestra ciudad es uno de los mejores del planeta, aunque no dicen lo mismo quienes tienen dolencias que se agravan por la humedad relativa del aire, que siempre suele ser alta.

 

Pero la idea que solemos tener de Las Palmas de Gran Canaria, tanto los que la habitan como los del resto de la isla, es la de la ciudad baja, que empieza en La Isleta y Las Canteras y acaba en el castillo de San Cristóbal. Y esa idea parece que también ha calado en los políticos y la gestión del ayuntamiento capitalino. Desde siempre, hemos visto cómo cada cierto tiempo cambian las farolas de las calles y plazas de la ciudad baja o levantan el piso (aún en perfecto estado) de una calle peatonal señera para poner otro que no añade mejora. Da igual quien gobierne.

 

Ahora quieren hacer un paseo peatonal que recorra todo el litoral, y olvidan que la ciudad ha crecido en los altos de sus alrededores, donde hay barrios con calles sin aceras, y no se sabe cuándo las pondrán o si semejante pensamiento entra en las mentes de los ediles. Parece que la ciudad termina por el oeste en el Paseo de Chil y el Paseo de San José. Hay una preocupación obsesiva por vender una ciudad que es una pequeña parte del espacio en el que la gente vive, trabaja y se traslada en líneas de guaguas manifiestamente mejorables. Lo que vaya un poco más allá de ser cartel turístico con el mejor clima del mundo, los carnavales y la metroguagua escapa a las entendederas del municipio, que no son otras que los presupuestos. A veces pienso que en el conglomerado político y técnico del ayuntamiento hay gente que desconoce la existencia de determinados núcleos poblacionales en el que vive gente que paga impuestos (para eso sí existen) pero carecen de una atención al menos igual a otras zonas de la ciudad.

 

Y con la obsesión de la metroguagua y otros levantamientos de adoquines (que fueron puesto no hace mucho tiempo), incluso se están olvidando de cuidar el entramado de comunicaciones en la propia zona baja. Hay vías por las que pasan miles de vehículos cada día, cuyo asfalto parece a punto de ceder y hundirse en el arenal que es el cimiento que tiene debajo buena parte de la urbe. Por no hablar de los carriles bici. Yo estoy a favor de una ciudad más ecológica, pero entiendo que la manera en que se han hecho estos carriles más que hacer fluir la ciudad la bloquean en algunas zonas. Creo que una transformación tan importante tiene que estar bien planificada y luego regulada.

 

Como se ve, no estoy contento con la política urbanística de LPGC, pero no de ahora, es como una enfermedad que heredan todas las legislaturas desde que tengo memoria, que empezó con cubrir de cemento el cauce del Guiniguada, hace ya casi medio siglo. El impulso especial que iba a producirse después de la obra faraónica (y necesaria) de ganarle terreno al mar se ha diluido en malas decisiones que siempre cuestan dinero y que duran hasta que a otra nueva corporación se le ocurre cambiarlas por otras que, en su mayoría, persisten en el error. Las Palmas de Gran Canaria es una ciudad inacabada, y eso que fui de los que se ilusionaron cuando, hace más de treinta años, alguien dijo que iba a ser la Bruselas del Atlántico. Ojalá.

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¿Cuánto dura una pandemia?

Trato de entender las reacciones colectivas de la gente y se me ocurre que hay una especie de sensación de engaño, aunque nadie haya tratado de engañar. Cuando comenzó oficialmente la pandemia, con el Estado de Alarma de marzo de 2020, pensábamos que la cosa alcanzaría como mucho hasta el otoño. Nadie dijo cuánto iba a durar, pero pronto vimos que aquello iba para más largo, y el principio del fin estaría en la llegada de las vacunas.

Las vacunas llegaron en un tiempo muy corto para lo que suele durar el proceso de investigación, y ya se trataba de administrarlas y a otra cosa. Luego se ha visto que, el solo hecho de pincharlas es una epopeya que ya lleva medio año y no está claro cuándo va a terminar. Y en medio de todo, cuatro olas de contagios y parece que ya estamos en la quinta. Hay quien se pregunta qué clase de vacunas son estas, porque siempre entendimos que cuando nos vacunábamos contra la viruela o el sarampión ya estabas inmunizado del todo. Pero ahora no es así, con la característica de que, de las cuatro vacunas en liza, tres necesitan dos dosis, y en el espacio temporal entre una y otra puedes contagiarte.

Estamos ante un problema nuevo en el que se funciona con la práctica científica, y ya nadie puede dar seguridad sobre nada. Tanta obsesión por festejos y por pasar por encima de las normas se me antoja como una reacción del inconsciente colectivo de ponerse en manos del destino. Es que, si no, no se entiende cómo es posible que multitudes se apiñen sin distancia ni mascarillas. Me viene a la memoria la reciente final de la Eurocopa, con un estadio de Wembley abarrotado, sin separaciones y sin ninguna protección. Y menos entiendo que las autoridades políticas, sanitarias y deportivas hayan permitido algo así. Debe ser que también se pusieron en manos de ese destino caprichoso que antes mencioné.

Mientras los números son inquietantes, se habla de levantar tales o cuales restricciones, o que hay países que ya tienen fecha para volver prácticamente a la normalidad anterior. Preocupan los números en Canarias, pero se sigue insistiendo en que hay que salvar el verano. Cierto es que hay que salir del agujero económico, pero tal vez se podría salir igual con un poco más de cuidado. Luego aparece en un noticiario que tenemos tal cifra de vacunados con una dosis y otro número de personas con las dos (que llaman alegremente inmunizadas) y ya parece que las cifras de contagios e ingresos no tiene importancia.

Hay un sector amplio de la población que va un paso por detrás en la desescalada, pues no se quita la mascarilla al aire libre y mantiene las medidas higiénicas de siempre. Se diría que ese grupo de gente es más responsable que la propias autoridades políticas o judiciales, pero de poco sirve, si por otro lado no cesan los botellones y las aglomeraciones, sea para honrar a un santo o para celebrar un evento deportivo. Y hay un ambiente general de que da lo mismo estar en el nivel de alerta que sea. Y el destino ese al que se encomiendan no funciona por azar, sino que es consecuencia de lo que hagamos o dejemos de hacer como sociedad.

En resumidas cuentas, ya nos hemos acostumbrado a la incertidumbre, y por ello hay quienes se saltan cualquier disciplina, por muy lógica que sea. Me quedo perplejo cuando escucho decir a algunas personas que llevan demasiado tiempo encerradas y que necesitan vivir; es un contrasentido porque luego juegan a la ruleta rusa con el virus. Así que, seguiremos en este tira y afloja con nosotros mismos.