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Es hora de hacer política

 

Salvo las personas de La Palma que están sufriendo directa o indirectamente esta nueva erupción volcánica, creo que todavía la sociedad canaria en general no se ha hecho una idea de lo que significa, no solo para La Palma, sino para todo el archipiélago la devastación que se está produciendo en un trozo de nuestro territorio discontinuo. Porque, aparte del desarraigo que atañe a quienes lo han perdido todo -muchos su medio de vida-, las consecuencias económicas y sociales afectarán a todas las islas.

 

En primer lugar, la gente de La Palma que ha perdido o puede perder su casa, el vecindario, la escuela a la iban sus hijos y la iglesia en la que los creyentes tenían una referencia religiosa, porque allí se casaron, bautizaron a sus hijos y lloraron en los funerales de los seres queridos. Eso es irrecuperable, como lo es el día a día, porque, aunque tengan nueva casa, tal vez sus vecinos hayan ido a parar a otro lugar, con lo que, de alguna forma afecta también a ese círculo de amistades primarias y secundarias, que no nos damos cuenta de lo importantes que son en lo cotidiano hasta que se rompe la dinámica habitual, amistades muchas de ellas heredadas por generaciones, porque la geografía incide en la vida humana de muchas maneras que casi nunca valoramos. Si notamos en el barrio cuando sustituyen a la vendedora del cupón de la ONCE, imaginen si les arrancan de su hábitat y tienen que empezar a reconstruir otro círculo y un nuevo modo de vida.

 

Damos, pues, por sentado que para todas estas personas es un drama personal y psicológico, aparte de económico. También lo es para quienes conservan el modo de vida anterior, pero les falta esta gente, ha cambiado el paisaje y también incide en muchas facetas, desde las comunicaciones al agua que sale por el grifo. Y luego está el gran esfuerzo que tenemos que hacer entre todos para tratar de superar las carencias que se encadenan, pues no olvidemos los porcentajes de producción agrícola del paradisíaco Valle de Aridane y la tradición pesquera de lugares como Tazacorte.

 

No quiero que me acusen de tremendista, simplemente pongo sobre la mesa que lo del volcán no está solo en los noticiarios que vemos en la televisión. Tampoco soy pesimista; es más, suelo ser un optimista cum laude. Decía Antonio Mingote que un pesimista es un optimista bien informado, y este nuevo mazazo a Canarias en el corazón palmero se une al desastre del último año y medio por causa de la pandemia, y encima no vemos que ni España ni Europa muevan fichas para amortiguar la llegada de inmigrantes irregulares, que arriban ahora a unas islas con la economía malherida. Con esta información, hay que seguir siendo optimistas, pero también realistas, porque ya sabíamos que entrábamos en un período muy duro, porque son muchos frentes abiertos, a cuál más problemático, al que se une esta herida volcánica en La Palma, que nos duele a todas las islas, porque los avances en comunicación nos permiten aspirar a ser un solo territorio que se hace acompañar por el océano.

 

Esto que parece muy poético, puede ser una realidad si, por una parte, los habitantes de Canarias de las ocho islas arriman el hombro en todos los estamentos sociales, culturales y económicos, y por otra, si las administraciones en todos los estadios cumplen lo que prometen. Y debe primar la solidaridad humana y también la institucional, porque, como empiecen a jugar al gato y al ratón, habrá que empezar pensar en echarnos a la calle por las bravas, que ya empiezo a estar harto de tantas reivindicaciones políticas y económicas de otras comunidades, mientras Canarias está en la cola de todos los baremos positivos y a la cabeza de los negativos. Hagan de una vez política por el interés general. Y la gente de a pie también, pues ya bien dijo Antonio Machado: “Haced política, porque si no la hacéis, alguien la hará por vosotros y probablemente contra vosotros”. (No hace falta traducirlo al canario).

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Teneguía 1971; lo que viene siendo un volcán.

 

Desde hacía dos semanas no se hablaba de otra cosa que del volcán de Fuencaliente, isla de La Palma.  Todavía no le habían puesto nombre, pero la gente se hacía una idea con las imágenes que aparecían en las fotos de la prensa y alguna película en el Telecanarias. El volcán era como un fantasma lejano en blanco y negro, aunque en Las Palmas de Gran Canaria muchas personas decían haber sentido los movimientos sísmicos previos a la erupción, tres islas más allá. Seguramente es verdad, pero ni yo ni persona alguna que yo conociera, percibimos en Gran Canaria esos terremotos de los que se hablaba a posteriori.

 

 

El volcán -que acabarían llamándose Teneguía- entró en erupción el martes 26 de octubre de 1971, a media tarde, y estuvo activo hasta el 18 de noviembre (23 días) aunque luego  siguió expulsando gases durante meses.  Nos enteramos de la erupción al día siguiente, por la prensa, aunque seguramente la radio diría algo en los informativos de Radio Nacional de España (únicos entonces), pero con apenas veinte años no estábamos para escuchar la radio a las nueve de la noche en casa. En los periódicos, fotos, todas distintas, con poca definición en las que se veía lo que se suponía era el volcán, pero lo mismo podría ser otro de archivo o los fuegos artificiales de San Lorenzo.

 

La desbandada de grancanarios hacia La Palma a ver el volcán se produjo el fin de semana siguiente, porque encima el lunes era 1 de noviembre -Todos los Santos- y había puente. Los más afortunados encontraron billetes de avión -vía Tenerife- y alojamiento en el Parador de Santa Cruz o en algunos otros establecimientos de menos categoría. La mayoría tuvo que alistarse entre los pasajeros del correíllo, con escala, e incluso transbordo, en Santa Cruz de Tenerife.  Una vez en La Palma, era toda una aventura pillar una guagua hasta Fuencaliente, o, si tenían dinero, se unían cuatro y pagaban un taxi. Se asomaban a la curva de la carretera por encima del volcán, desde donde no dejaba pasar la Guardia Civil, y contemplaban durante un rato el surtidor de lava, que luego corría hacia el mar cercano como una barranquera. Verlo de noche era más espectacular, y hubo mucha gente que pasó la noche al raso hasta primera hora de la mañana, cuando pasara la desvencijada guagua inglesa que los devolvería a Santa Cruz, al correíllo y a su isla, que entre tanto ajetreo les pareció muy distante.

 

Cuando se le preguntaba por los detalles a aquellos que presumían de haber estado cerca del fenómeno geológico, que vieron la erupción entre brumas de cansancio, solían explicarse: «Pues un volcán, lo que viene siendo un volcán». Vale.

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El diablo de Cumbre Vieja

 

Hace exactamente dos años, estuve unos días en Los Llanos de Aridane, y me hospedé en un hotelito muy acogedor, que servía el desayuno en una terraza, que continuaba en una azotea espléndida desde la que se dominaba toda la vertiente occidental de la isla de La Palma, desde las estribaciones de la entrada de la Caldera de Taburiente hasta el mar de Tazacorte y las estribaciones de Cumbre Vieja que se perdían de vista por el sur. Era siempre un momento mágico, me encontraba en un remanso de paz, quietud y belleza serena, sin necesidad de ir a ninguna parte ni decir una sola palabra.

 

 

Una de esas mañanas, varias personas rematamos con un café en la azotea, gozando de la envoltura de una isla que parecía arrullarnos. El reloj es siempre inflexible y hubo que romper la magia y devolver las tazas vacías. Al despedirme, le dije al joven camarero que nos atendía que me iba con dolor de mi alma porque tenía asuntos que atender con horario fijo, y que aquel entorno infundía un estado emocional insuperable en su placidez. En lugar de asentir o simplemente sonreír como hacen por costumbre los profesionales de la hostelería, el joven puso cara de advertencia y me dejó pasmado con sus palabras:

 

-Todo eso que dice de la paz, la belleza y la tranquilidad es cierto -me soltó, en un discurso que parecía bien fundamentado-, pero toda moneda tiene una cara y una cruz. No hay que fiarse de Cumbre Vieja, porque dentro de ella vive el diablo, y de vez en cuando sale hacer sufrir a la gente.

 

-No me diga usted eso, que tanta belleza no puede ser cosa del diablo.

 

– ¿Qué no? -sentenció-. Mis padres lo sufrieron en una ocasión, y mis abuelos dos veces, y si seguimos para atrás, ha venido casi cada siglo, y en algunos, como el siglo XX, ha repetido. Ya no debe tardar el diablo en salir otra vez a llenarlo todo de fuego y destrucción. Que pase un buen día y todo le salga bien.

 

Se refería sin duda a la erupción del volcán de San Juan en 1949 y a la del Teneguía en 1971. El joven tenía muy claro que en aquel lugar había que pagar un peaje por tanta paz y tanta belleza.

 

El domingo pasado, cuando Cumbre Vieja reventó de nuevo, me acordé inmediatamente de aquella breve conversación que tuve con el muchacho palmero hace dos años, que yo tenía aparcada en el desván del cerebro como cosa insustancial y sin recorrido. De golpe, me vinieron a la memoria consciente sus palabras, sobre todo cuando dijo “ya no debe tardar el diablo en salir otra vez”, que en su momento no tuve en cuenta y que, en cuanto vi en la televisión la columna de humo y el río de lava brotando de Cumbre Vieja, como si se hubieran abierto las puertas de infierno, me retumbaron como el anuncio de un oráculo con dos años de anticipación.

 

Tal vez por eso, no comparto expresiones como “el gran espectáculo de la Naturaleza”, “La belleza y el dolor” o “la grandiosidad de la furia del planeta se observa mejor de noche”. Todo eso me pare terrible. Un volcán es la Naturaleza en movimiento, eso no se discute, pero yo no le veo la belleza por ninguna parte, me parece el horror, y eso que en televisión no se aprecia el rugido de La Tierra que acompaña a la erupción (me impresionó cuando estuve al lado de la erupción del Teneguía hace casi 50 años), un ruido sobrecogedor que no se parece a nada, y eso que entonces ya el volcán estaba a punto de apagarse. ¿Es un espectáculo? Sí, por supuesto, como un bosque ardiendo, un choque de trenes, el derrumbe de un edificio o el hundimiento del Titanic. Todo lo aparatoso, infrecuente y exagerado suele ser espectacular, pero no es sinónimo de bello. Y si no, pregunten a quien el nuevo volcán se le ha tragado su casa, su medio de vida y hasta parte de su tránsito vital. La sensación de impotencia, el miedo y el dolor por la memoria personal fundida bajo la lava no hay ayuda institucional que pueda repararlos.

 

Por eso creo que hay que estar con los palmeros hasta que el diablo de Cumbre Vieja se vaya de nuevo al infierno; y después más, sin reservas y con generosidad. Es que ahora se ponen a discutir el nombre que debe llevar el volcán. Da lo mismo, lo importante es que se apague. Algunos abogan porque le pongan un nombre aborigen; como dice un amigo, que lo llamen Yeray si les parece; lo que sí es imprescindible es que se conviertan en hechos las palabras solidarias que se han pronunciado estos días. Bonitas, sin duda, pero serán más bonitas cuando se cumplan.