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Que los monstruos no crezcan

 

Venía a decir Albert Einstein que no es posible conseguir resultados diferentes aplicando siempre la misma receta. Si un plato te sale mal y cuando vuelves a hacerlo utilizas idénticos ingredientes, los echas a la olla en igual orden y reiteras los tiempos de añadidos y cocción, es incontestable que saldrá exactamente como la vez anterior, y por muchas veces que lo intentes sin un solo cambio, saldrá como la primera vez: incomestible. Se supone que algo tan evidente sería el ABC de los comportamientos individuales y sociales, pero resulta que no, que siempre tropezamos en la misma piedra, unas veces porque hemos olvidado el primer tropezón (de ahí la importancia de la Historia como memoria colectiva), otras porque la soberbia nos hace creer que aquello es agua pasada y no volverá a ocurrir, y otras porque, aunque sepamos todo lo anterior, lo dejamos pasar porque hacer algo diferente a lo hecho en situaciones similares puede restarnos poder inmediato.

 

Fotografía: Kellepics en Pixabay. Usada bajo licencia Creative Commons.

 

Hace más de una década, cuando la crisis financiera de 2008 nos remitía a situaciones parecidas del pasado (la más recordada fue el “Crack del 1929), muchos advertimos que ese era el caldo de cultivo para que crecieran los totalitarismos. Nadie que tuviera capacidad para ello movió un dedo para hacer algo distinto a lo que se hizo en la Gran Depresión. No había que ser adivino para colegir que los efectos serían similares. Y ahí están ahora, delante de nuestras narices; Cuando ya tenemos las consecuencias muy visibles, en lugar de hacer algo (no sé si tal vez ya sea tarde), nadie cambia el juego y encima parece que algunos (muchos) echan más leña al fuego para alimentar al monstruo.

 

Ya ocurrió en el período de entreguerras. La ecuación es muy sencilla: hay una crisis creada por la voracidad del capitalismo ultraliberal, el pueblo angustiado se entrega a las prédicas victimistas porque siempre se culpa al diferente (extranjero, homosexual, judío…), aparecen líderes de cartón-piedra con discursos simplistas e incendiarios, y a lo tonto se instala el fascismo-nazismo-stalinismo-nacionalismo excluyente, con matices distintos pero con un desenlace idéntico: fanatismo, estado totalitario, imperio del miedo y desaparición de la libertad y a menudo de la vida. Ah, bueno, pero son cuatro gatos; pues los nazis eran una camarilla reducida que daba risa en Múnich cuando se reunían alrededor de Adolfo Hitler, un tarado que si prestamos atención a su discurso se parece mucho al de un borracho ignorante y violento. Da risa, sí, pero es muy peligroso.

 

Los fascistas eran distintos, pero también pocos, y Mussolini un encantador de serpientes que más parecía retransmitir un partido de fútbol que pronunciar un discurso político coherente. Al final, esos monstruos crecen y se hacen con el poder; se alimentan del descontento y se convierten en símbolos intocables. Ahora el clima político, social y económico es ideal para estos movimientos, y quienes tienen responsabilidades políticas han de cercenar esas simientes del odio. Pero resulta que, como siempre, actúan como si fuese cosa menor, y hasta les ceden espacios para que lancen sus proclamas. Hay que estar atentos, porque con discursos victimistas y culpabilizadores se suele dar la vuelta a la tortilla.

 

Reproduzco ahora una redacción, escrita por el adolescente Bentejuí, publicada en 2012: «Antes, el mundo era muy cruel. Había un tal Adolfo Hitler que, por ser de otra raza, otra religión o porque no le gustaban, metía a las personas en campos cerrados y a muchos de ellos los mataba con gas. Por lo visto, así mató a millones. También había otro tipo llamado Stalin, que hacía lo mismo en otros campos que llamaban gulags, y dice mi padre que también los norteamericanos encerraron como ganado a los japoneses y sus descendientes que entonces vivían en Estados Unidos, aunque estuviesen nacionalizados. Más tarde, otro tipo llamado Kruschev construyó un muro que separó a los berlineses incluso de sus familias, y si alguien quería cruzarlo lo mataban. Dice mi profesora de Historia que los gobiernos del mundo de entonces permanecieron de brazos cruzados y permitieron que los monstruos crecieran.»

 

Finalmente, tenemos que imaginar una redacción que escribiría la adolescente Guacimara en 2093: «Antes, el mundo era muy cruel. Había un estado en el Mediterráneo oriental que, por ser de otra raza, otra religión o porque no le gustaban, metía a las personas en campos que llamaban de refugiados, pero no era un refugio, sino una cárcel. Incluso hubo asesinatos en masa en algunos de estos campos. También existió un tal Georges Bush Jr. que creó una ley por la que a cualquiera que fuese sospechoso de terrorismo lo encerraban en un lugar llamado Guantánamo, y allí permanecía por tiempo indefinido, sin juicio y con un trato terrible. Dice mi madre que en el Sahara Occidental construyeron una muralla, parecida a la Berlín, pero más larga, y otra en Palestina, y miles de saharauis vivían hacinados en el desierto en los campamentos de Tinduf, lo mismo que otros fugitivos en Somalia, Zaire, Chad, Lesbos… Mi profesor de Estudios del Pasado dice que los gobiernos del mundo de entonces permanecieron de brazos cruzados y permitieron que los monstruos crecieran.»

 

No sé si todavía hay tiempo para añadir lucidez y determinación a esta receta y cambiar la futura redacción de Guacimara.

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AVISO A LOS MAGOS DE ORIENTE

 

Señores Magos de Oriente:

 

Hace unos día daba cuenta en mi muro de Facebook (ahora lo amplío para que se tome conciencia de la gravedad del problema) de la decepción de una niña de la familia, Valentina, que con dos años y medio se me quejaba en plena calle de algunos pasos que Papá Noel no había cumplido. Y lo hacía insistentemente, como si estuviera pidiéndome que yo interviniera para poner en orden asuntos del protocolo infantil que el de Laponia había transgredido. Como ya nada puedo hacer para arreglar el desaguisado de Papá Noel, les escribo con el fin que no haya errores en la noche del 5 de enero, porque si así fuera, después de lo ocurrido en Nochebuena, esto va a convertirse en un sindiós.

 

 

Les pongo en antecedentes. Antes de irse a dormir el 24 de diciembre, Valentina dejó junto al árbol de Navidad un polvorón y un vaso de leche para que Papá Noel recuperara fuerzas,  y una hondilla con agua para que los renos bebieran en su agotadora noche de reparto. Cuando la niña se levantó, recogió sus regalos, pero también se dio cuenta de que el vaso de leche estaba vacío y faltaba el polvorón. Por lo tanto, era deducible que el viejo lapón los había consumido; pero también vio que el recipiente del agua seguía lleno, y enseguida pensó que los pobres renos no habían apagado su sed.

 

 

Las quejas que me dio se dirigían a Papá Noel, que no había dejado tomar agua a sus renos, mientras él se atiborraba con el mantecado y la leche. En su inocencia, entendió que el viejo está tan gordo porque se hincha a polvorones y leche en todas las casas. Y Valentina sufría porque los renos se fueron sin beber, aunque yo le dije que tal vez habían bebido mucha agua en otras casas y no tendrían sed. No acabó de aceptar mi teoría y cuando se marchó seguía disgustada por la sed que pasaron los pobres renos.

 

Y esto es lo que quiero que tengan en cuenta esta noche, señores Magos de Oriente. Cuando pasen por el rincón de las casas en el que los niños y niñas han colocado sus zapatos para indicarles el lugar donde han de dejar los regalos, fíjense bien, porque suelen dejarles agua, leche o cualquier alimento sólido para ustedes, y un puñado de alfalfa o cereales para los camellos, que no necesitan agua porque pueden estar mucho tiempo sin beber.  Asegúrense de que los camellos se comen lo que les han dejado los niños, porque así  ellos no sufren por los animales como le pasó a Valentina con los renos de Papá Noel, y ya que este es un descuidado, aprovechen para apuntarse un tanto; no olviden que es su competencia.

 

Señores Magos de Oriente; no me fallen, porque si ocurre algo imprevisto, no sé cómo voy a explicárselo a Valentina. No sean negligentes como el viejo de Laponia. Buen viaje mágico.

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Tiempo atípico

 

A pesar de la velocidad de los contagios en esta sexta ola de la pandemia, resulta curioso cómo hay una especie de rebeldía a que nos corten las alas, y ese impulso se suele imponer a consideraciones razonadas sobre las consecuencias de la enfermedad, la saturación sanitaria o incluso a jugar a la ruleta rusa con la propia vida y la de los demás. El pánico que se apoderó de la mayoría en la época del confinamiento, ha pasado a ser la crítica a las restricciones y a romper cualquier norma que se haya impuesto.

 

 

Ello me lleva a recordar a un perro bardino que tuve cuando era niño, un animal tranquilo, pero que podía ser peligroso, por su tamaño y su fuerza. Por ello siempre estaba en un espacio limitado por una verja que impedía que saliera al camino. Había mucho espacio, un huerto arbolado de durazneros y hasta pasaba una acequia por la que siempre discurría agua, pero el perro se pasaba el día intentando abrir o saltar la verja, hasta que un día alguien la dejó abierta y el perro se tumbó y no salió al camino. Así fue a partir de entonces, bastaba con que cerraras la verja para que el animal se pusiera en actitud agresiva; quería estar donde estaba, pero por propia voluntad no porque alguien se lo impidiera.

 

Ni los discursos conspiranoicos que tratan de transmitir que el virus en realidad no existe, o que al menos no es más peligroso que otras enfermedades con las convivimos sin rechistar, ni la evidencia de las cifras que cada día nos inundan en los medios, ni cualquier otra medida de prevención o amenaza ha logrado sacar de la cabeza de la gente la idea de que diciembre y enero son meses de calle, compras, rebajas y aglomeraciones, que en Nochebuena hay que cenar en familia, que en Nochevieja  hay que brindar con los amigos por el Nuevo año o que en Reyes los niños han de tener su cabalgata para ver pasar a los magos de Oriente. Es como un mandato ancestral que está por encima de cualquier otra consideración.

 

Me pregunto si será como cuando le cerraban la verja al perro bardino, pero no me cuadra del todo, porque también ocurre que, en los lugares en los que no hay restricciones, un alto porcentaje de la ciudadanía se echa al camino y reduce, cuando no anula, las precauciones, mientras que otro sector de la población se recluye por voluntad propia, presa del miedo al contagio. De manera que vivimos entre el miedo y la temeridad. Y al fondo, siempre aparece la palabra “libertad”. Por otra parte, hay para dar o quitar la razón a todos, pues la pandemia va por barrios; tanto en comunidades en las que son estrictos, como en las que hay gran laxitud, ha habido y hay contagios galopantes o números tolerables, así que los éxitos y los fracasos en el control de la pandemia pueden argumentarse a favor y en contra.

 

Este es un tiempo atípico. Nada es igual que siempre, pues hasta el clima se empeña en llevar la contraria a la costumbre. Y el tratamiento de la pandemia es como un gran teatro. Como en toda representación, lo importante es el efectismo escénico, lo que se vea desde el patio de butacas, no lo que realmente ocurre. Por una parte, hay tornados de indignación que piden la cadena perpetua o incluso la pena de muerte para según qué delitos, ligados siempre a sucesos de la actualidad, cuya consecuencia mediática tiene fecha de caducidad, hasta que surge otro asunto. Pero la pandemia es un tema permanente desde hace casi dos años. Y los dirigentes no ayudan mucho, porque hablan de salvaguardar ante todo la salud pública y luego se enredan en medidas que tratan de proteger la economía, por eso nunca sabemos realmente cuál es su propósito cuando fijan normas de horarios, aforos y otras variables que ya no sabemos cómo explicar, porque si cierras el ocio nocturno, ese gen de libertad que anda suelto siempre inventará botellones, y la avaricia de algunos organizará fiestas privadas clandestinas para hacerse de oro.

 

Posiblemente lo que hace falta es que haya transparencia, porque un periodista pregunta a la ministra de Sanidad y su respuesta es ambigua, aparte de que las normas que rigen en Albacete no son las misma que en Asturias. Son demasiados mensajes contradictorios, y muchos firmados por eminentes científicos, que van desde los que usan el alarmismo más apocalíptico hasta los que dicen con todas las letras que la variante Ómicron es el principio del fin de la pandemia. ¿A quién creer?