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No hay duda, soy un sentimental

 

 

Por si ya no tuviera suficientes datos sobre el asunto, con esto queda claro que soy un sentimental, como un Bogart haciéndose el duro ante el comisario Renault mientras se pierden entre la niebla del aeropuerto de Casablanca. Y es que me he vuelto un tifossi futbolístico del Levante. Siempre he tenido tendencia a ponerme de parte de los pequeños, los perdedores y los pobres frente a los poderosos, triunfadores y ricos. Y es porque en la mayor parte de las ocasiones los débiles tienen la fuerza de la razón, que suele ser aplastada por la razón de la fuerza. Para mí el Levante era hasta ahora un nombre más entre las docenas de equipos segundones con los que la UD Las Palmas de mi niñez se enfrentaba en 2ª División.

 

 

Recuerdo una pancarta en el viejo estadio Insular en la que aparecía un jugador amarillo con un pie en Málaga (creo) y otro en Valencia (por el Levante), que eran los dos partidos que faltaban y que si se ganaban significaría el ascenso. Debió suceder así (o perdieron los rivales directos, no lo recuerdo) porque ese fue el año del ascenso de la UD Las Palmas a Primera en los años sesenta, con Vicente Dauder como entrenador. Luego el Levante se difuminó en la vieja memoria, en un trastero de equipos que nunca alcanzaban la gloria (Alcoyano, Indauchu, Eldense, Ferrol o el propio Levante). Y ese Levante segundó, en tiempos de pobreza de la UD Las Palmas, ha llegado hasta ser líder de Primera (una jornada, algo es algo). Es la venganza de los fracasados, esa justicia poética que raramente ocurre, pero que se está produciendo. Ya sé que va a ser muy difícil que este año alcance la permanencia. Pero seguiré siendo del Levante, que un día, hace unos años, fue líder de Primera durante una jornada, porque es una metáfora de lo que sucede alguna vez en la vida real. Lo dicho: soy un sentimental.

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Cultura de la cancelación

 

 

La censura ha existido siempre, generalmente ejercida por quienes han tenido el poder, para acallar ideas y opiniones que no les convenían. El gran poder de La Iglesia, después de que Constantino hiciera del cristianismo la religión oficial del Imperio, hizo que desapareciera de la circulación buena parte de la cultura clásica de Grecia y Roma, y trató de que la resistente diáspora judía tuviera muchas dificultades en todos los territorios a donde los llevó. La cultura humanística y científica quedó encerrada en las bibliotecas de los monasterios, al cuidado de servidores de una religión que era quien manejaba la aduana. Cuando llegó el Cuatroccento y con él la imprenta, la Inquisición se encargó de evitar que circulara aquello que no convenía al poder y a la Iglesia que lo respaldaba, y muchos se jugaron la vida, como Galileo, e incluso la perdieron, como Giordano Bruno y Miguel Servet.

 

 

La llegada de las revoluciones americana y francesa como guinda de la Ilustración, trataron de abrir las mentes, y así se ha llegado a eso que llaman libertad de expresión, que es algo muy delicado, hasta el punto de que la línea divisoria se ha movido muchas veces, según épocas, regímenes políticos y modas. No obstante, en los países de Occidente, se había llegado a un equilibrio teórico (no siempre respetado) que poco a poco saltó hace unos veinte años, cuando se empezó a hablar de lo políticamente correcto. Que en el paquete apareciera el concepto político da una idea de dónde emanaban tales vientos y hacían temer que todo se fuera de madre y cualquier tipo de expresión fuese anatematizado o exaltado según quien se metiera a juez, cosa que ya estalló con la eclosión sin freno de las redes sociales, el anonimato y la lucha de extremos, o todo hipercorrecto, o al revés, con el insulto como bandera.

 

Hay que reconocer que ha habido un antes y un después en este asunto. Sin duda fue el movimiento Me Too, que se expandió como el fuego en la pólvora en otoño de 2017, y que empezó por poner en la picota (con razón) a un productor cinematográfico norteamericano, que acabó en la cárcel, y siguió por un rosario de acusaciones de abusos de poder con regalías sexuales hacia muchos varones que gozaron hasta entonces de buena reputación social: directores de cine, actores, cantantes de ópera… Ha bastado que alguien levantara la voz, con o sin pruebas, para que quedaran en entredicho figuras supuestamente consagradas, de las que algunas fueron absueltas de tales acusaciones del pasado, pero habían tocado fondo en sus carreras, que difícilmente volverán a alcanzar la cumbre en la que estaban. Y esto es solo en el terreno sexual, porque si entramos en otro tipo de abusos y discriminaciones no acabaríamos: racismo, clasismo, homofobia, xenofobia…

 

Se ha puesto de moda en los últimos años, poner en entredicho las manifestaciones de las diversas artes porque quienes las produjeron no fueron precisamente ejemplares en sus comportamientos humanos, e incluso en la ciencia, pues se habla a veces a la ligera de que tal o cual científico debe su éxito a una mujer que hizo un descubrimiento capital; eso es posible, y es injusto, pero se ha abierto la veda y ya no se salva ni el mismo Einstein, que como persona tiene muchas cosas nada presentables, pero sus descubrimientos, como tantos otros, forman parte de los avances científicos, que nos han traído hasta aquí.

 

En el arte, ya sabemos que el gran pintor Caravaggio era un asesino, que Picasso era un machista irredento o que Rodin destrozó la vida de Camile Claudel, escultora y pareja suya, como bien relata nuestra escritora Silvia R. Court en su novela Cautiva del tiempo. También sabemos que Neruda confesó en sus memorias una violación en su juventud, cuando era cónsul en Sri Lanka y otras verdades muy rechazables y, desde luego, motivo de condena penal en su momento. El encumbrado poeta Rimbaud fue traficante de esclavos en Etiopía ¿Nos cargamos de un golpe las obras de estos grandes autores y artistas? Así, podríamos pasar, no ya a la vida de los autores, sino a los temas de sus obras, y así muchas quedarían borradas, aunque la más vapuleada ha sido la novela Lolita de Nabokov.

 

Ya puestos, no se salvarían libro como El Quijote, que es machista, clasista, fundamentalista religioso y todo lo que había en la época, porque el escritor vive el tiempo que le toca. Tampoco La Divina Comedia de Dante, que tiene cosas como el pecado que viene desde Eva; ¿Por qué si no fue con Virgilio a buscarla al más allá y empezó por el infierno? Medio Shakespeare habría que borrarlo por lo mismo y de ahí para acá gran parte de la historia del Arte y la Literatura. Pygmalion, de Georges Bernard Shaw, se estrenó en París porque en Londres la vetaron por inmoral; probablemente, hoy tampoco podría estrenarse, por los mismos argumentos de hace más de un siglo. Los y las artistas son seres humanos, y si no derribamos un puente construido por un arquitecto que fue un granuja, ¿por qué tenemos que vetar las películas de Polanski, si son buenas obras de arte? Y lo que es peor, ¿quitamos a Pushkin, a Dostoievski o a Stravinsky de los programas culturales porque ahora Putin no nos cae bien?

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El cáncer y la nave de la esperanza

 

Hoy les contaré una historia personal, que interesa a pocos pero que debiera interesar a muchos porque eso podría salvarles la vida. La historia personal se llama CÁNCER, una palabra que antes se intentaba esquivar («tiene una cosa mala», «le ha salido algo») y que todavía hoy  se trata de evitar como si fuese una maldición. Es cáncer, una enfermedad muy grave que puede no serlo si estamos atentos. A veces pilla de sorpresa y nada se puede hacer, pero eso pasa con cualquier otra enfermedad que afecte a un órgano vital.

 

 

De esta historia soy yo el protagonista involuntario. En septiembre del año pasado, pasé mi revisión urológica, el Doctor Jiménez vio algo que no le gustó,  y con resonancia y biopsia quedó claro: tenía cáncer de próstata. Sin dramatismos, me dijo que era una enfermedad que había que tratar, como muchas. Inmediatamente me atendió el oncólogo doctor Burgos, hizo más pruebas y diseñó mi tratamiento. Omito detalles, pero es largo, molesto y con efectos secundarios muy latosos y un cansancio físico a veces insoportable. Sin embargo, la profesionalidad y la humanidad de quienes trabajan en los servicios oncológicos son tan genuinas que hacen que te sientas cómodo en un lugar que debería resultar inhóspito, con tantos aparatos que parecen cabinas de naves espaciales. Por eso llamo a ese lugar la nave de la esperanza. Así ocurrió también con los demás facultativos y personal administrativo, como la imprescindible Esperanza, que hace honor a su nombre y es la correa de transmisión de una organización tan compleja.

 

El trato sencillo, amable y respetuoso es fundamental en este engranaje, como también sucede con Dani y Aday, los físicos de radioterapia, y hasta las alumnas en prácticas, como Yarely, lo hacen todo más sencillo, y no hay malas caras aunque haya habido dificultades técnicas, retrasos o averías, que ya sabemos que la tecnología a veces se encabrita. Pase lo que pase, el paciente es lo primero, y no son palabras que suenen, es que son los hechos lo que lo demuestran. Estas personas van más allá de lo que exige un puesto de trabajo, es vocación y generosidad.

 

Después de todos estos meses, hoy el doctor Burgos me ha dicho que ya ha pasado el peligro, que EL CÁNCER HA REMITIDO Y ESTÁ BAJO CONTROL. Toca ahora recuperarse de la paliza que ha recibido el cuerpo, y aprender de lo sucedido. Aprovecho para recordar que hombres y mujeres deben pasar revisiones periódicas, porque si surge un problema, se pilla en fase inicial y hay más probabilidades de superarlo. Ya, sé, hablar de probabilidades suena a  enfermedad muy peligrosa. Sí, el cáncer lo es, como otras muchas, que si acudes a destiempo es más complicada la curación. Hoy, por supuesto, estoy contentísimo y muy agradecido de quienes me han tratado y de los apoyos personales recibidos, pero también satisfecho de pasar por encima de mitos machista e ignorantes y acudir a revisión urológica. Buen fin de semana, buena Semana Santa y buen futuro. Nada de eso sería posible si no hay vida. No se me despisten con eso.