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Que sepan que sabemos que mienten

 

He leído en alguna parte que solo una de cada cinco mil personas es absolutamente consciente con argumentos de que lo que realmente ocurre no es lo que nos cuentan. Ese pequeño porcentaje sabe que nos mienten, pero ignora en qué y con qué propósito. Solo una de cada cien mil personas sabe lo que realmente pasa con todos los detalles, pero no lo dirán porque, o forman parte de ese control del sistema, o les es imposible transmitir lo que saben, porque el sistema tiene capacidad para enredarlo todo. Es decir, cuando nos enredamos la cabeza con esos líos que se traen con el Fiscal General del Estado, con el novio de la Presidenta de Madrid, con la esposa y el hermano de Sánchez o los mil laberintos que nadie explica, desconocemos la verdad, y solo unas diez mil personas saben con seguridad que son cortinas de humo en todos los ámbitos y niveles. Pero lo terrible es que solo unas quinientas  son las que realmente saben qué hay detrás de esos órdagos que lanza Puigdemont o cual es el punto en el que la culpabilidad de lo ocurrido en Valencia se junta en una simbiosis sistemática que consigue nublarlo todo.  Es decir, vamos a ciegas, pero lo triste es que hay quien conoce la verdad (las verdades) pero la gran mentira sigue avanzando inexorablemente como una mancha de aceite.

 

 

No es en absoluto un discurso conspiranoico. Hoy sabemos mucho sobre cómo se gestó el desastre de hace un siglo, que nos dejó como lecciones ya olvidadas las bombas de Hiroshima y Nagasaki o el exterminio de seres humanos como si fuesen bestias (no solo judíos, también polacos, gitanos, comunistas, católicos y todo lo que supusiera sospecha de peligro). Siguieron mintiéndonos en la Guerra Fría, en el llamado poscolonialismo y hasta en la caída del Muro de Berlín. Y en medio, un porcentaje altísimo de la Humanidad, que sigue sufriendo esa sed de destrucción. Ahora Netanyahu detiene la guerra porque se lo pide Trump, pero siguió matando hasta el último minuto. ¿Era necesario asesinar a las últimas veinte personas que murieron apenas unas horas antes de entrar en vigor esa supuesta tregua, que, por lo dicho, no nos creemos, pero de la que no sabemos exactamente qué hay detrás?

 

Y a niveles locales, lo mismo. Nadie puede explicarnos porque siguen atomizándose las fuerzas políticas, mientras quienes tienen el poder se limitan a dar entrevistas y a echar culpas. Récord de visitantes, con mayor gasto por cada uno de ellos que el año anterior, y los salarios en el sector siguen siendo de vergüenza, mientras los gerifaltes ponen el grito en el cielo por el impuesto ecológico de un euro o menos, pero por lo visto no es problema que suban escandalosamente los precios de los servicios. Y a Fitur, con dinero público para que facture la empresa privada. Ya nos sabemos la película. Todo es impresentable, y ya lo de la mortal ruta de Canarias en la inmigración es una vergüenza, de todos. Parece que el gobierno de Canarias está para destruir el bienestar de una ciudadanía que pierde su derecho a la vivienda porque unos fondos buitre de la quinta puñeta tienen derecho a forrarse, o cómo se entregan plazas de enseñantes a trabajadores de otras comunidades simplemente porque nadie se baja del burro de los errores y se sube al de la lógica más elemental. Claro que nos mienten, pero alguien debe estar ganado mucho dinero, y luego hasta pasan a la historia como grandes personajes.

 

Cada vez que veo comentarios elogiosos sobre grandes figuras de la Historia, me dan arcadas. La mayoría de estos tipos, por no decir todos, eran lo que hoy llamaríamos psicópatas, que cimentaban su poder en la sangre y el terror, y que sellaban su poder con obeliscos amenazantes. No veo por ninguna parte la grandeza de Gengis Khan, de Atila o de Alejandro Magno, que tenían los tres por norma pasar a cuchillo a los habitantes de las ciudades que conquistaban. Algunos de estos personajes ni siquiera querían quedarse con el territorio de los vencidos, simplemente destruían todo lo que encontraban a su paso, y tampoco solían estar a salvo los de su alrededor, que acababan muertos apenas se le cruzaran los cables al líder. Por no hablar de Napoleón, que tenía por costumbre escarmentar a las poblaciones derrotadas con ejecuciones masivas, fuera en Moscú o en Madrid.

 

Y el gran Julio César, muñidor de lo que luego sería el imperio más glorioso de Occidente, que vejaba a sus víctimas, como al galo Vercingétorix, al que llevó preso a Roma y lo arrastró vivo por la ciudad a los ojos de todos, tiñendo de sangre las piedras del foro. Era la forma de mostrar el poder del gran hombre. Esta dinámica del terror ha seguido durante siglos y milenios, usando el miedo como arma política, contra los enemigos y contra el propio pueblo al que decían representar. No hace falta evocar a grandes genocidas reconocidos como Hitler, Stalin o Pol Pot, basta mirar a nuestras democracias occidentales de oropel.

 

Díganme si no es terror que los gobiernos sean cómplices de desahucios y abusos que nunca reciben castigo, aunque teóricamente haya leyes (papel mojado) para eso. Díganme si no es jugar con el miedo andar lanzando proclamas sobre las pensiones, jugar con los servicios públicos convirtiéndolos en negocios privados, poner en tela de juicio la sostenibilidad de las pensiones mientras se condonan impuestos multimillonarios a quienes más pueden. Como escribió el filósofo Zygmunt Bauman, fallecido hace pocos años, es mentira que proteger a las grandes empresas y fortunas cree riqueza colectiva, y con esos y otros miedos tienen a los sectores más vulnerables de la población con el alma en vilo. La mentira puede ser tan destructiva como las falanges de Alejandro Magno. Estamos viviendo probablemente la época más incomprensible de la historia, basta mirar a los refugiados ateridos, a las ciudades escombradas, a los ancianos muertos de miedo. Y luego aparecen antiguos dirigentes, con satrapía certificada, a darnos lecciones de grandeza política (grandeza política 1-UD Las Palmas 2).

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¿De verdad 2025 va en serio?

 

Me fascina y me apabulla en la misma medida el uso cotidiano de la lengua que hacen algunas personas. Por encima de acentos, dialectos y vocabularios diferentes, está el habla personal, y eso es lo deslumbrante. Me remito a mi entorno para distinguir dos extremos: el analítico y el sintético. El primero suele practicarlo con una brillantez wagneriana la vecina del 5ºF, que ya tiene una edad y vive sola, por lo que aprovecha cualquier resquicio que le ofrece la vida para soltar juntas todas las palabras que acumula cuando no tiene interlocutor. Me la encuentro en el zaguán cojeando y apoyándose en una muleta, por lo que, después de los buenos día, el protocolo me obliga a preguntarle qué le ha pasado; la buena mujer se detiene, me escruta y empieza:

 

 

«Pues esto fue el martes… no, el miércoles por la tarde, es cuando yo voy a casa de mi hija la más chica, que voy a quedarme con el nieto, clavadito al padre, de mi familia no sacó nada, no como la mayor, que tiene dos que son igualitos a mí; sí hombre, mi hija Marta, la que se casó con el sobrino de don Marcial el cardiólogo, no don Marcial el de la panadería, que por cierto ya no hace el mismo pan que antaño, cuando duraba tierno tres días; es que ya ni el agua es la misma, ahora siempre con garrafas porque la del grifo no me gusta para cocinar, que me las trae el del supermercado nuevo, el de la casa azul, oiga y que tiene buenos precios, porque como está la vida…»

 

Ocho minutos y medio después logro reconducir el asunto y deduzco -nunca me lo dice claramente- que se ha hecho un esguince, y no me quedan claras las circunstancias ni la gravedad del percance. Por ello tengo en estudio si debo subdividir la clasificación de este tipo de comunicación en dispersa, disuasoria y diluida, pero está por ver si debo llamarla habla infinita porque la riqueza de matices y enganches es ilimitada.

 

Luego está el habla concisa, que llamo aglutinante porque en pocas palabras o incluso una sola se expresa todo un discurso. Puede que incluso ni siquiera sea una palabra, sino un sonido ancestral, con una capacidad polisémica extraordinaria. Es casi una lengua nueva, que se reduce a un vocablo del estilo de «claro», «ajá» o «ya», o bien a un extraño sonido que no acaba de ser palabra, como «Buff», «Wau» y otros de pelaje similar que no determinan diáfanamente con qué vocal se trabaja. Así se expresa el vecino del Noveno B, que por la sonoridad de lo que pone en la placa de su vivienda podríamos pensar que es ciego, pero no, ve perfectamente, y con sus dotes de síntesis va camino de ser mudo.

 

Hay que decir en su favor que la única palabra… bueno, sí, palabra de su idioma, «Ooooh», suena muy nítida, y no hay duda sobre la vocal que usa. A este te lo encuentras cojeando y apoyándose en una muleta porque tres días antes tuvo un accidente de tráfico y como, otra vez, el protocolo te obliga a preguntarle qué le ha pasado, te queda claro con su diáfana respuesta: «Ooooh». Y se larga sin más. Sublime, un vocablo que lo expresa todo, que cuenta mil historias, que transmite toda la información del universo. Antes de que conociéramos a Donald Trump, el mundo ya estaba desquiciado, por exceso o por defecto. Nos callamos lo fundamental y hablamos por los codos de chorradas, por lo que me viene a la memoria una pintada de los años setenta en la pared de una facultad universitaria: «Aquí no aprueba ni Dios; Jesucristo 4,5».

 

Y es que se ha perdido eso que unos llaman terquedad y otros firmeza.  Me viene a la memoria Florence Foster Jenkins (1868-1944), que fue una rica heredera norteamericana que cantaba muy mal, pero se empeñó en ser soprano y dar recitales que eran fustigados por la crítica. Su frase fetiche fue «Podrán decir que no sé cantar, pero no podrán decir que no canté». Aguantó más de 30 años en esa carrera imposible y lo curioso es que llenaba salas porque la gente iba a burlarse de ella. El público puede ser cariñoso, exigente, generoso, crítico o entregado, pero como toda masa también puede ser muy cruel.

 

Esto me lleva a la misma historia, pero sin millones, la de una anciana cantante de cabaret, cuyo nombre me reservo por humanidad. Actuaba en una capital latinoamericana como telonera y aparecía en el escenario con un vestuario sofisticado, intentando aparentar treinta años menos de los que tenía. No asumir su edad resultaba patético, porque todo aquel intento de glamour la envejecía aún más. Pero de algo había que comer, y la seguían contratando porque el público iba a reírse, aunque ella actuara en serio. Los cosméticos que se empastaba le daban aspecto de ciudad bombardeada. En otro tiempo fue una buena cantante, siguiendo la estela de las primeras mujeres tanguistas, pero la vida había sido muy dura con ella; desafinaba, susurraba estrofas inaudibles y se convertía en una parodia de cantante. Esta mujer sí era consciente de que se mofaban de ella, pero como necesitaba el dinero para sobrevivir salía al escenario acompañada de un pianista-cómplice, que intentaba acometer la tarea, previamente condenada al fracaso, de ocultar tanto error acústico. En una ocasión, la crueldad del público tomó tintes de humor negro, cuando la cantante destrozó el tango Caminito, un clásico que estaba en la memoria de todos en las voces de Carlos Gardel y Libertad Lamarque, y cuando llegó al último verso se apoyó en el piano, miró al pianista y cantó desgañitándose:

 

 «…Y que el tiempo nos mate a los dos».

 

El espontáneo que siempre hay en el público no perdió su oportunidad y materializó la crueldad colectiva gritando:

 

“¿Y qué culpa tiene el pianista?”

 

Los seres humanos podemos ser muy generosos, pero también muy sádicos, y a veces la misma persona puede ser ambas cosas dependiendo del ambiente y las circunstancias. Más de lo mismo, por lo que cabe preguntarse si de verdad este año 2025 va en serio o va a ser la misma chapuza a que nos han acostumbrado sus antecesores.

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La magia del tercer zapato

 

 

Aunque todos aceptamos que cada 5 de enero la magia existe, siempre nos queda la duda de si será un invento ya compartido con el viejo Santa Claus que fue vestido de rojo por una conocida marca de refrescos. Es que cuando entra la publicidad en los ingredientes, podemos hablar de logros, trucos y hasta milagros, pero queda muy lejos la palabra magia. Pero los Reyes Magos la llevan en su nombre, unos dicen que, por erróneas interpretaciones o malas traducciones, porque en realidad no eran reyes, y lo de magos tiene más que ver con su relación con las estrellas, pues parece ser que una estrella la que intervino en su mágico vieje. Cada vez me interesa menos, si era un cometa, si realmente los viajeros hablaron con el rey Herodes (demasiados reyes juntos), si eran tres o treinta, porque en los Evangelios solo dice que eran magos, con lo que sabemos que eran dos o dos mil, no dicen los evangelistas que fueran tres, aunque hay otra tradición que dice que eran cuatro, y el cuarto, Artabán, se perdió y no logró llegar nunca a Belén. O tal vez ese fuese el más mago de todos.

Una cosa sí puedo asegurar, la magia existe, no la de los ilusionistas que sacan conejos de la chistera, sino ese algo que está fuera del control humano que pone en funcionamiento mecanismos que, para muchos serán normales y explicables, pero que para la mayoría es más un impulso que un poder, no tocan con una varita mágica y aparece una dama de corazones donde no debía estar, es algo más sutil. Por eso, cada vez estoy más seguro de que esa magia existe y que, en nuestro ámbito vital, suele manifestarse el cinco de enero, aunque sus efectos pueden duran mucho tiempo, porque la magia, cuando es de verdad siempre es infinita. La vida me lo ha mostrado incontables veces. No se trata solo de que los camellos entren en un piso cuarto sin ascensor, que se coman las zanahorias y se beban el agua, que los magos tengan tantos rostros y atuendos como ciudades donde pasean en cabalgata, porque son emisarios, pero callan para no romper la magia, porque la magia de verdad está en reyes que son invisibles porque habitan en el corazón de la gente que ama.

 

Para demostrar esa magia les contaré una historia: Érase una vez una niña que ocupaba el lugar central en el orden de edad de sus hermanos y hermanas.  Sus padres encargaban a los reyes Magos juguetes, ropa y cosas de pinta, que eran muy importantes porque en el tiempo de esta historia los lápices de colores eran casi un lujo.  Los reyes se preocupaban de las hermanas y hermanos más pequeñitos, y también de las hermanas mayores, pero la niña de mi cuento se quedaba siempre en medio, muy olvidada, hasta el punto de que, en una ocasión, se olvidaron del todo, y no dejaron nada en sus merceditas que esperaban los juguetes en el zaguán. ¡Un desastre!

 

Cuando ya la gente menuda estuvo acostada, el padre de la niña de mi cuento se percató de que los reyes ya habían dejado los regalos y la zona del tercer zapato estaba vacía. A pesar de que era una noche fría y lluviosa, el papá se puso la chaqueta, cogió el paraguas y se echó a la calle, a ver si lograba alcanzar a los Reyes Magos para que repararan el olvido que habían cometido. Pero ya los Reyes estaban muy lejos, en otra isla y este hombre emprendió el regreso a su casa, desolado. Al pasar por la Calle Mayor, vio que quedaban algunos feriantes, de los que vendían juguetes para completar los encargos. Preguntó a uno de ellos, pero no quedaba un solo juguete, pero le dijo que a la señora vestida de roja que estaba yéndose por el fondo de la calle se la había quedado sin vender un Pepón, que así llamaban a los muñecos desnudos que entonces estuvieron muy de moda.

 

Sin pensarlo dos veces, el papá alcanzó a la señora y le compró el único Pepón que le quedaba. Todavía el plástico no había llegado, y el padre extremó cuidado para proteger al Pepón de la lluvia, porque era de cartón y se podría deshacer con el agua. Cuando llegó a casa, se lo enseñó a la mamá de la niña de mi cuento, que inmediatamente buscó retales sobrantes de costura y se puso a coser a máquina camisas y pantalones de muchos colores y hasta unas zapatillas. Estuvo cosiendo hasta que empezaba a amanecer. Cuando tuvieron muy bien vestido al Pepón y con una muda de cambio, lo acomodaron con su ajuar junto a sus merceditas. La niña se despertó con el resto de sus hermanos y hermanas, y su Pepón vestido era el juguete más lucido del zaguán. Recordaría siempre aquel muñeco único que apareció vestido de gala en sus zapatos de Reyes la madrugada de un lejano 5 de enero.

 

¿Ven por qué creo en la magia? Porque es convertir los buenos deseos en buenas obras. Se pueden cometer errores, porque somos humanos, pero siempre aparecerá eso que no sabemos dónde anida y que nos impulsa a hacer cosas que para otros son mágicas. Por eso sé que la magia reside en los corazones de la buena gente. Les deseo un año mágico, siempre ocurre algo que ilumina una zona confusa de nuestra vida. Como ven, la magia de verdad existe.