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El respeto a la muerte

 

Hace muchos años, era frecuente que se viajase a Hispanoamérica a realizar una especialidad médica, por razones que desconozco, que bien pudiera ser que el embudo del MIR aquí era muy estrecho o bien que hubiera alto prestigio en determinados hospitales de allá. El caso es que entonces, a través de un amigo común, hablé mucho con dos doctoras que habían tenido esa experiencia, y lo que más me sorprendió es que habían constatado que en Europa la vida se valoraba muchísimo, y la medicina y la cirugía se andaba con pies de plomo antes de aplicar tratamientos o realizar operaciones, mientras que en los hospitales en los que ellas habían trabajado en Buenos Aires se entraba a saco, y ya se vería luego cuál era el siguiente paso. La conclusión a la que llegaban era que la mortalidad quirúrgica era mucho mayor allá, y la sociedad lo tenía perfectamente asumido.

 

 

Aunque las grandes ciudades latinoamericanas son comparables en adelantos tecnológicos con las europeas, lo que probablemente hacía que la muerte se enfrentara con una naturalidad que a nosotros nos parecía excesiva (cuando no escalofriante) era la historia como naciones en las que ese espíritu pionero forjó un ADN colectivo que tenía claro que a menudo había que jugársela, y a veces se perdía. Y aunque la mayor parte de aquellas naciones se construyeron desde el catolicismo español y portugués, con grandes inmigraciones italianas en el Cono Sur, el sustrato aborigen se metió en la conciencia colectiva, aun cuando, en algunas zonas hubo feroces exterminios de indígenas. Como diría irónicamente Manuel Picón en su trabajo Caraballo mató un gallo, “los indios metían mucho ruido y no dejaban dormir. Hubo que degollarlos; algunos murieron”. Murieron indios en diversos genocidios, pero incluso ahí, permaneció su idea de que la muerte es un elemento más de la vida.

 

En estos días, ha saltado la noticia de que se ha detectado en el Reino Unido (ya ha viajado a otros países) un adenovirus que ataca al hígado de niños menos de 10 años, y la OMS ya cuenta 170 casos en todo el mundo. Es muy grave y todavía no está claro en las informaciones que llegan que tenga algo que ver con la covid, por lo cual hay todavía mucha confusión. Hace unos años, cuando se trajo a España a un misionero enfermo de ébola y luego hubo un contagio en una enfermera que lo atendió, se armó un follón mediático considerable, y todos estuvimos pendientes de la evolución del misionero evacuado, y de la enfermera contagiada. Y aquello pasó, y cuando nos ha llegado la covid hemos contado los muertos a miles, y tal vez esa constatación de la facilidad con que se puede perder la vida nos ha hecho perderle el miedo a la muerte o al menos tratarla como algo que forma parte de lo cotidiano. Tal vez por eso ahora sea posible que vivamos con precaución, pero sin restricciones, con cifras con las que hace tan solo un año se detenía por decreto el funcionamiento de la sociedad. El peligro no ha cambiado, pero sí la percepción que tenemos de él.

 

Lo que sí debieran tener en cuenta quienes tienen conocimiento y responsabilidades políticas o sanitarias, que ese respeto por la vida que antes teníamos es algo que deberíamos recuperar, porque la vida es un bien único y no podemos jugárnosla cada día, a ver quién saca más rápido el revólver, por un tramposo trío de sietes, como los buscadores de oro del Klondike o del río Sacramento californiano. Cuando alguien así habla para los medios, debe pensar en la sensibilidad de sus posibles oyentes, porque he oído decir, de boca de responsables supuestamente cualificados, que tampoco es para tanto, que solo ha muerto un bebé en el Reino Unido. Estadísticamente es un dato positivo, pero habría que ponerse en el lugar de la madre y el padre del bebé fallecido, para ellos es como si el planeta se hubiera partido en dos.

 

Así que, cuidado, investigación, socialización y todo lo que quieran. La muerte es un hecho que forma parte de la trayectoria de los seres vivos, sea un vegetal, un animal o un ser humano, tal y como se definía en los manuales de las viejas enciclopedias (nacen, crecen, se reproducen y mueren), pero precisamente por eso merece respeto y sensibilidad.

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Ah, sí, Día del Libro

 

Como andamos por las inmediaciones del 23 de abril, se supone que toca hablar del Día del Libro, y se me ocurren algunos senderos que finalmente conducen todos a la conclusión de que la realidad tampoco es para tirar voladores.

 

 

Desde hace unos años también es Día de los Derechos de autor. Reivindico a quienes escriben, que durante siglos han mantenido encendida la luz del pensamiento y del idioma. A nadie se le ocurre que no cobre el que vende el papel, el impresor o el librero, porque es su medio de vida, pero se echan manos a la cabeza cuando quiere cobrar quien escribió el libro. Y he oído muchas veces frases que vienen a demostrar el poco aprecio que se tiene por la cultura, poco menos que hacen un favor al escritor cuando lo leen. No hagan favores a los escritores, lean lo que les plazca, pero no debe olvidarse que eso lo escribió alguien y a él o ella se le debe. Ya dijo Machado: «Al cabo nada os debo, me debéis cuanto escribo».

 

 

En teoría, la literatura escrita en Canarias debiera estar saltando de regocijo, porque en la primera mitad de cada año hay tres celebraciones que tendrían que ponerla en el ojo del huracán y en los escaparates de las librerías. Cada 21 de febrero se celebra el Día de las Letras Canarias, una fecha que se puso ahí hace ya unos años porque es el aniversario de la muerte de Viera y Clavijo, para hacer visible lo que se escribe en Canarias. Luego viene el 23 de abril, el Día del Libro, por aquello de aniversario de la muerte de Shakespeare y Cervantes, el día que debe relumbrar nuestra lengua y se entrega el premio máximo del español que lleva el nombre de don Miguel, y que en Canarias se limita a una firma apresurada de libros de algunos escritores. Finalmente, de ahora hasta junio, las ferias del libro. No será por falta de fiestas oficiales dedicadas al libro.

 

Una fecha como el 23 de abril no sé si pasa con pena, pero sí estoy seguro de que transcurre sin gloria. En realidad, no ocurre, no tiene lugar, no sucede, no se da, no acaece, no sobreviene… (no sigo porque me da pereza levantarme a mirar del diccionario de sinónimos). El Día del Libro, como el anterior de Las Letras Canarias y los que siguen de las Ferias del Libro pasan sin existir, atravesando un bosque de indiferencia general de los responsables públicos, libreros empeñados en colocar torres de historias de vampiros o de conspiraciones masónicas y un sentir colectivo de mirar a quien escribe como un caradura mendicante que molesta.

 

Es lógico, ninguna de las personas que escribe en esta tierra ha marcado goles en el Mundial o en la Eurocopa, no canta en un grupo musical eurovisivo ni presenta un espantoso programa de telebasura. Es que la gente que escribe en Canarias ni siquiera se toma la molestia de apuntarse al casting de Supervivientes, y así no hay manera.

 

Tal es la atonía y el desinterés, que en una pasada edición de la Feria del Libro este periódico pidió a siete libreros que exponían en el parque de San Telmo que recomendasen siete libros cada uno. Es evidente que hubo coincidencias en algunos títulos de moda, pero de las cuarenta y nueve posibles respuestas hubo ¡solo una! que recomendaba un libro escrito en Canarias, y era Faycán, de Víctor Doreste, un clásico, nada de un escritor vivo. A la conclusión que se puede llegar inmediatamente es que en Canarias no hay escritores vivos, que el último poeta del que se tiene noticia es Andrés Sánchez Robayna, y que después de los narradores de los años setenta hay 40 años de silencio narrativo absoluto.

 

Por lo tanto, he descubierto que en Canarias hay mujeres y hombres que aún respiran y escriben. Si queremos crecer colectivamente debemos apostar por nuestra literatura, la clásica y la actual, porque es fundamental para el avance de Canarias como sociedad.

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Realidades y universos paralelos

 

Al final, entre tanta frase ingeniosa que a veces parece un apócrifo de Paulo Coelho (nada tengo contra el ingenio, pero he oído que es la calderilla del talento), el incombustible Oscar Wilde dejó algunas sentencias basadas en la paradoja, que son divertidas y al tiempo de mucho calado. Una de las que más me hacen pensar es aquella en la que dice el irlandés: “La vida es demasiado importante como para tomársela en serio”; es que siempre tendemos a pensar que lo importante no puede llevar alegría, y que la seriedad y la tristeza son la misma cosa. Pues no, la alegría empieza precisamente por no tomarse demasiado en serio a uno mismo. Estamos hasta las cejas de acudir a monólogos gratuitos y permanentes en los que alguien se adjudica méritos sin cuento, o récords limitados, haber sido el primero, el más abundoso en cualquier campo, pero circunscrito a su calle, a su barrio, y, dependiendo de cuánto en serio se tome, extendiendo el territorio ad infinitum.

 

 

Hace muchos años que dejé de tomarme en serio a mí mismo, seguramente cuando me percaté de que la infinitud, la eternidad y la teoría del superhombre (Nietchze nos asista) son estupideces que funcionan como concepto, pero que al final son como las paradojas de Zenón de Elea, que funcionaban en la teoría, como aquella en que, en una carrera en la que el veloz Aquiles daba un estadio de ventaja a la tortuga, nunca lograba alcanzarla al aplicar que cuando el atleta llegaba al punto en el que antes estaba la tortuga, ella habría avanzado hasta otro punto, y como entre un punto y otro hay infinitos puntos, el corredor nunca adelantaba a la tortuga. Y sí quedaba el asunto en una paradoja sutil, pero lo cierto es que en la realidad Aquiles adelantaría a la tortuga, por lo que no se puede ir por ahí haciendo de Zenón de Elea y creérselo, porque siempre la tortuga perderá, por muchas ínfulas que se le calcen a la teoría. Y, sobre todo, porque, milenios después, llegaría un tal Leibniz e inventaría el cálculo infinitesimal, que echaba por tierra la paradoja. Zenón se había tomado demasiado en serio a sí mismo.

 

Y si entramos a discutir la realidad tendremos que pelear contra una muchedumbre de filósofos, matemáticos, neurólogos y hasta con Iker Jiménez, que, si nos descuidamos, nos mete en universos paralelos y ya la hemos liado, porque quién sabe si lo que creemos real es solo una percepción nuestra y no está sucediendo. O sucede de otra manera. Así que, he ido entrenando mi mente leyendo las historias distópicas del novelista y sin embargo querido amigo Elio Quiroga y me apunto a lo que parece que dicen que dijo el gran compositor Beethoven: “No conozco ningún otro signo de superioridad que la bondad”.  Cuesta creer que un tipo con el carácter de mil demonios que tenía el compositor dijera tal cosa, aunque sensibilidad le sobraba cuando vio en el texto de la Oda a la Alegría de su amigo Schiller una sinfonía coral. Ando buscando esa bondad, pero, claro, es una aguja en un pajar.

 

Siguiendo el rastro distópico de alguna de las novelas de Elio Quiroga podría asegurar que no hay ni hubo pandemia, que las mascarillas son una ilusión óptica, o que en realidad siempre hemos vivido en pandemia y ahora nos ha dado por pensar que hubo un tiempo en que la gente salía, entraba, se arracimaba, se abrazaba y se moría de un fallo orgánico o de una pedrada, pero no de covid. De repente nos dicen que hay una guerra, que todos quieren la paz pero bombardean hospitales y los que no están en la guerra le pasan armas a uno de los contendientes. Eso al menos es lo que cuentan, pero no debe ser así, porque si quieren la paz ¿para qué envían armamento? Quien sabe, tal vez ni siquiera haya guerra y sea un reality como en El show de Truman; o estamos muertos como en El sexto sentido y alucinamos todo esto tipo Matrix.

 

Una vez fui (o creo que fui) con un amigo común a resolver un asunto de trabajo con una funcionaria. Tomamos un café los tres y despachamos el expediente. Ahora dicen los medios que es la ministra de Sanidad, la que tiene mando en plaza sobre esa pandemia que hoy se quita la mascarilla en el Consejo de ministros. Debe ser una proyección de mi mente, o el cobre se bate en un universo paralelo. ¿Hay que preguntarle a Zenón de Elea, a Leibniz o a Beethoven? ¿Bastará con que leamos las novelas de Elio Quiroga o le preguntamos directamente a Oscar Wilde? A ver qué dice hoy el gobierno, aunque no estoy seguro de en qué universo es.