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¿Vale más un cadáver que un indigente?

zFoto0219.JPGMuchas veces me he preguntado por qué dan tanta importancia a los cadáveres. Ya sé que es el cuerpo dentro del cual alguien pasó su vida y merece mucho respeto. Hasta ahí, de acuerdo, y tendría lógica si se le diera la misma atención a ese cuerpo cuando aun vivía. Pero resulta que no. Hay cientos de ancianos a los que nadie hace caso, a veces ni los servicios sociales, y aquí, en Madrid, en Río de Janeiro o en Nueva York hay una legión de personas que viven en la calle, son menorpreciados y los llaman de mil maneras distintas y ninguna agradable. Molestan y tratan de ocultarlos; no se les hace el menor caso, son una mala imagen. Pero aparece el cadáver de un anciano que ha muerto solo tal vez hace varios días, o un indigente muere de frío, de hambre, de insolación, de hastío o porque se le para el corazón por cansancio, y entonces se convierte en algo importante; aparecen policías, forenses y secretarios judiciales; para mover ese cuerpo tiene que personarse un juez, se le hace autopsia y se origina un papeleo interminable. Un cadáver es intocable, un elemento jurídico, social y religioso que hay que tratar debidamente. Mientras era un ser humano vivo, que amaba, sufría, soñaba y se deprimía, nadie le mantenía la mirada, pero una vez muerto es algo casi sagrado. La verdad es que cada día entiendo menos el mundo que nos rodea, porque es ilógico e hipócrita, que es capaz de gastar en un entierro mucho más de lo que habría costado una cena o un abrigo.

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Cuidado con los libros (*)

No andaba muy despistado Cervantes cuando creó a un Don Quijote que se había vuelto loco por leer tantos libros de Caballerías que, en su enajenación, se tornó anacrónico caballero medieval, con armadura, rodela y cota de maya, cuando tal atuendo guerrero ya no estaba en uso. Y lo peor es que embarcó en su locura a Sancho, que por muy realista que fuese al final le bailaba el agua, y le siguieron el juego, aunque fuese para burlarse de él, docenas de personajes, pues hasta el Bachiller Sansón Carrasco, que trató siempre de devolverlo a la realidad, tuvo que jugar con las cartas de la locura haciéndose pasar ante Don Quijote como El Caballero de los Espejos o el Caballero de La Luna. En definitiva, la consecuencia de seguir a pies juntillas los libros de Caballerías fue que mucha gente, creyéndolo o no, jugase a los caballeros andantes.
Y ese es el problema que tienen algunos libros cuando entran en el territorio del mito. Es terrible que los más grandes referentes sociales, morales, políticos y hasta económicos tengan como base un libro, a veces varios, pero siempre hay un volumen escrito a menudo hace milenios al que se remiten para interpretar asuntos de hoy. Es cierto que los pilares básicos de la ética o del derecho natural son inamovibles, pero no lo es menos que pueden ser interpretados desde distintas perspectivas. Y esto vale mucho más para asuntos secundarios, como, por ejemplo, no comer carne de determinado animal. El caso es que siempre hay un libro que lo sostiene todo, y por eso hay que tener mucho cuidado con lo que se lee.
El judaísmo se sostiene en la Biblia hebrea, con otros libros adicionales como La Torá y El Talmud; el cristianismo en esa misma Biblia reciclada y aumentada con Los Evangelios, las Cartas, Los Hechos de los Apóstoles y El Apocalipsis; los musulmanes tienen como base El Corán, y así cada religión, sean El Libro del Tao, Los Vedas, El libro de los muertos o el Zend Avesta de Zatatustra. Es asombroso cómo las distintas congregaciones que ahora surgen como esporas (son tiempos confusos, Sancho) tienen «El libro», y ahí están todas las respuestas, por supuesto, según el entendimiento de un lama, un chamán, un gurú, un obispo, un imán o un rabino. Y los libros son tan importantes que la Humanidad atraviesa el río del tiempo flotando sobre un libro.
znnnDuSCN4185.JPGSe me dirá que sólo son los creyentes en la transcendencia quienes siguen esos libros. No sólo ellos, y ahí están El Capital de Marx o el Mein Kampf de Hitler, culpables de tanta intolerancia y violencia como todos los demás. Son venerados como libros sagrados por sus seguidores los escritos por el ahora santo Escrivá de Balaguer, por el Ché Guevara o por cualquiera que convenza a un grupo de que es raeliano, que ha hablado con alienígenas o que conoce la fecha del fin del mundo. Siempre hay un libro.
Y los libros sólo son vehículos que trasladan en el tiempo y en el espacio el pensamiento o la historia de los humanos para que sea conocida por otros humanos. También contienen ciencia, tecnología y cualquier dato que el hombre necesita para proyectarse en sí mismo. No se puede entender nuestra civilización sin los libros, y da igual el soporte en que estén, pues primero fue piedra, luego pergamino, ahora papel y mañana ya es seguro que se valdrán de las nuevas tecnologías. Pero eso es lo de menos. Da igual que el libro te lo dé en mano un librero o que lo leas en Internet. Es su contenido lo que importa.
Y si antes dije que había que tener cuidado con lo que se lee, ahora digo que también hay que tenerlo con lo que se escribe. Porque hay libros que nacieron sin vocación doctrinal, como meras novelas o poemarios, y por razones que nadie consigue explicar se convierten en tótems sociales. El ejemplo más claro es El guardián en el centeno, una novela de Salinger que ha sido leída por varias generaciones de norteamericanos desde su publicación. El caso es que algunos asesinos en serie han declarado haber actuado empujados por el impulso del libro, y lo raro es que en el texto no hay ningún mandato homicida. El asesino de John Lennon y el joven que atentó contra Reagan estaban obsesionados con el libro y lo llevaban encima cuando dispararon. También cuentan que la conducta inestable de Oswald, el supuesto asesino de JFK, tenía que ver con su obsesión por esta novela. Es una obra dura, pero no más que cientos de novelas, y los especialistas no se explican por qué un adolescente lee El guardián en el centeno y piensa en asesinar, y sin embargo lee El crimen y el castigo de Dostoievski y no va corriendo a comprar un hacha para matar ancianitas. De manera que, cuidado con lo libros, los carga el diablo.
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(*) Este trabajo fue publicado hace unos años en otro espacio. Ahora lo pongo al alcance de mis lectores blogueros.

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Anónimos

zFoto0398.JPGCuando hay libertad de expresión, cada uno dice lo que piensa, dentro del respeto y fuera del insulto. El identificar lo que se dice con quien lo dice es un derecho y además una obligación. La razón por la que los artículos de opinión, las cartas al Director o los libros llevan la firma de quien los escribe es para dar fe de quien es la persona que porta las ideas allí expresadas, y se responsabiliza de ellas. Sin embargo, hay quien no es capaz de dar la cara y sostener con su firma lo que dice, pero lo dice, envía notas sin firma, porque el anonimato le permite opinar sin argumentos e insultar sin riesgo. Quienes escriben asiduamente en los medios saben mucho de anónimos, y generalmente no se les hace caso, porque no merece la pena. A veces, por el tono, el contenido y algunos otros detalles que al anónimo se le escapan, se sabe quien insulta de manera tan cobarde, con tan escaso estilo. Y se da cuenta de que la incapacidad humana que intuía en el descubierto autor del anónimo es una triste y confirmada realidad. Y ahora con las redes sociales, resulta muy fácil decir al viento cosas sin pruebas tras la máscara del anonimato.