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Claudio de la Torre en tiempos de Covid

 

En tiempos de Covid, conviene recordar la novela Verano de Juan El Chino, de Claudio de la Torre (1895-1973), autor grancanario, nacido en el Carrizal de Ingenio, que está claramente adscrito a la Generación del 27, y desarrolló casi toda su obra y su vida en Madrid, mayoritariamente en el teatro. Sin duda, su novela más conocida, y uno de los grandes textos narrativos canarios del siglo XX es Verano de Juan El Chino, una novela corta de una gran intensidad que se lee sola porque está escrita con una gran maestría.

 

 

Esta novela tiene como telón de fondo la epidemia de cólera que asoló la ciudad de Las Palmas en los años 1850/51. Juan el Chino es un pobre inmigrante que consiguió un trabajo muy peculiar: conducir un carro que todas las mañanas de aquel fúnebre verano recorría las calles de la ciudad para recoger los muertos de la acera, que los familiares ponían en la puerta de sus casas. Juan los llevaba al cementerio y lo enterraba.

 

Tirando de su carro, Juan el Chino sube a su triste vehículo a pobres y a ricos, porque nadie quería tocar aquellos cadáveres infectados. Las calles estaban ardiendo del sol de un verano especialmente duro, en el que había por doquier montones de cal viva. La muerte se ha enseñoreado de la ciudad y el único que se atreve a desafiarla es él.

 

Con la disculpa de este argumento terrible, que está basado en la realidad, Claudio de la Torre hace un retrato de la sociedad decimonónica de una ciudad provinciana de ultramar como era Las Palmas en aquella época. Y quedan claros los estratos sociales y los comportamientos humanos egoístas o generosos, sinceros o hipócritas, que no tienen un anclaje en el tiempo, porque son inherentes a la naturaleza humana. En definitiva, Verano de Juan El Chino es un texto especialmente terrible y literariamente muy atractivo, porque Claudio de la Torre sugiere más que cuenta, no se recrea en la miseria, pero esta aflora a través de la sensibilidad del lector. Es un texto cómplice y una denuncia del egoísmo y la pobreza.

 

La novela nos dice que estas pandemias ya han sucedido en nuestras islas, y que luego hubo que rehacerse del desastre. Debemos pensar que Canarias no siempre fue como la recordamos hace apenas un año. También viene a decirnos que la muerte, paseándose sin freno por nuestras calles, hace finalmente justicia porque ante ella todos somos iguales, y la muerte en una epidemia de cólera es implacable. Posiblemente puedan sacarse algunas enseñanzas metafóricas, trasladables a nuestra sociedad actual, porque el ser humano sigue siendo igual de racista, xenófobo, clasista, y egoísta que en el tiempo en que transcurre la novela. También igual de generoso y solidario.

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Falta de empatía sanitaria

 

Desde siempre, la población ha tenido gran respeto por los sanitarios, especialmente los médicos, pues en ellos fía su salud, y espera -y casi siempre consigue- dedicación y confianza. Pero no siempre sucede así, y entonces uno se pregunta si esa persona que dice ejercer la Medicina es apenas un asalariado sin entusiasmo que desprecia -eso demuestra con sus actos- al paciente que lo visita.

 

Hace unos días, una mujer de mi familia, que tienen cierto padecimiento crónico, se presentó en Consultas Externas de una entidad privada de la parte baja de la ciudad para realizar su seguimiento periódico. Bien es verdad que la minuta corría a cargo de una compañía aseguradora. Por motivos desconocidos por la paciente, se presentaba por primera vez ante un nuevo especialista, puesto que el anterior ya no figuraba en el listado de  facultativos de la aseguradora.

La paciente es una mujer sexagenaria, lo mismo que el nuevo doctor. Cuando ella entró en el despacho, se encontró al facultativo con la mascarilla sujeta a la mandíbula y el rostro perfectamente descubierto. Menos mal que mantuvo a la paciente en una alejada silla junto a la pared, como penada. La primera de las dos preguntas que le hizo fue «¿Qué edad tiene?» No preguntó sobre su estado, y cuando hizo la segunda pregunta, «¿Qué está tomando?», sin mediar prueba u observación alguna, decidió que había que liquidar todo el tratamiento, entre los que tenía prescrita un leve dosis de ansiolíticos. Al escuchar el nombre del fármaco, el doctor puso expresión de alarma y sentenció: «Deje de tomar eso, las mujeres de su edad no tienen motivos para tener ansiedad, y si alguna vez les sobreviene se trata yendo a La Iglesia a rezar y a meditar».

La paciente creía estar en medio de una película, que aquello no podía estar pasando en el siglo XXI. Y el médico, sin inmutarse, la citó para el mes siguiente para que le llevase una pruebas de hace varios años, que ni siquiera están en su poder, pues fueron realizadas en una hospitalización y todo ese material quedó en el hospital. Pero lo que más enfadó a la mujer fue que le sobrevino tal perplejidad por el comportamiento incalificable del doctor, que no tuvo capacidad ni de decirle adiós al irse. Y ahora el problema es que tiene miedo de que si presenta una queja en el centro médico, como sería su palabra contra la del médico, le pongan la marca de «conflictiva», y eso podría enturbiar su fluida relación con otros doctores y doctoras que la tratan como es debido, porque cuando se llega a cierta edad no se va al médico, sino a los médicos.

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Juventud, violencia y libertad de expresión

 

 

Desde que en 1789 fue proclamada la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la libertad de pensamiento y expresión aparece claramente definida en sus artículos 10 y 11. Luego, las distintas constituciones democráticas que fueron creándose en los siglos XIX y XX pusieron mucho énfasis en estos principios como elementos esenciales de la libertad del ser humano. En organizaciones internacionales se ha reiterado la libertad de expresión en diversos foros, y un ejemplo es las Naciones Unidas, que entre los Derechos Humanos ha puesto el pensamiento y la expresión como puntales de la propia libertad humana.

 

Como en todo principio colectivo el límite de la libertad de expresión está en la línea a partir de la cual empieza el delito, a través de la injuria, la mentira y la degradación de otro ser humano. Para ello, los estados han establecido leyes que son las que marcan esas líneas, y hemos de reconocer que España no se ha distinguido por la claridad en sus sucesivos códigos penales.  En la mente del pueblo y en la jurisprudencia establecida se mezclan muchas cosas, que deberían estar nítidamente señaladas como salvaguarda de un principio tan esencial en la convivencia democrática.

Si la mayor parte de las fuerzas políticas dicen estar de acuerdo en que hay que revisar las leyes para evitar injusticias, la primera crítica que se me ocurre es qué han hecho en más de un año de gobierno de coalición, que no han metido mano a un asunto tan esencial; y como este otros muchos. La pandemia no es disculpa, porque sí que ha habido tiempo para largas sesiones parlamentarias que más bien parecían festivales del insulto, la descalificación y el nihilismo, porque nunca llegaba a concretarse algo sobre cualquier cosa. No es cierto que no haya habido tiempo; sí que lo ha habido, pero se ha perdido.

Lo que ha ocurrido después del ingreso en prisión del rapero Pablo Hasél no tiene pies ni cabeza. Admitiendo sin más discusión (que hay espacio para ella) que al encarcelarlo se atenta contra la libertad de expresión, la respuesta en la calle no tiene lógica. Porque para defender la libertad de expresión se utiliza una violencia desmedida, que es indefendible cuando se llega al saqueo de tiendas, el destrozo de mobiliario urbano y el ataque directo a las fuerzas del orden. Luego viene la discusión sobre si los antidisturbios se pasan, y lo más confuso es que un alto dirigente de uno de los partidos no sólo no condena la violencia, sino que la justifica.

 

Me pregunto qué relación tiene llevarse una chaqueta de una tienda de lujo, o incendiar la moto aparcada de un vecino con la libertad de expresión.  Así que creo que estamos en dos dimensiones distintas, porque si bien es cierto que hay que revisar las leyes, no entiendo cómo engancha todo eso con la violencia irracional desatada en estos días. Esa manera de protesta no solo no es aceptable desde ningún punto de vista, sino que se cae por su propio peso cuando, bajo el argumento de la defensa de la libertad de expresión, también se ataca físicamente a medios de comunicación y profesionales de periodismo.  Creo que este es un momento en el que las fuerzas políticas debieran dar muestras de coherencia y dejarse de hacer partidismo marrullero utilizando una violencia que siempre endosan al otro. Creo que, por ese camino, se están equivocando. Todos. Lo que debemos preguntarnos es qué futuro estamos ofreciendo a las nuevas generaciones. Pero de eso no se habla. Hay que defender con firmeza la libertad de expresión como pilar democrático, pero como diría Ortega y Gasset en este caso “no es esto, no es esto”.