MEMORIAS DIFUSAS EN LA PARTIDA DE LUIS ALEMANY.

Sobre la teórica diferencia entre humanos y bestias
Vivimos un mundo en el que la ignorancia prestigia, y todavía me resuenan las palabras pronunciadas hace años por Paulino Rivero (no recuerdo si entonces era presidente de Canarias, en todo caso es un personaje referencial), cuando el ya también expresidente del CD Tenerife elogió públicamente a quienes destacan sin haber pasado por una formación académica. Universidad de la calle creo que lo llamaba. Y sí, es muy loable que haya personas que destaquen por su talento natural, pero una sociedad bien organizada tiene que valorar el esfuerzo de preparación de quienes la harán avanzar. No es extraño que, paralelamente a la titulitis a veces vacua (otras no), se sitúen en el púlpito social, y así encontramos intrusismo en asuntos médicos, nutricionales y psicológicos, que, como no podría ser de otra manera, suelen acabar en los juzgados.
Con lo de los influencers la cosa se ha ido de madre. La publicidad a la buena de Dios hace que personas que se vuelven famosas por razones inimaginables (ahora la estrella mundial es un tal Montoya que sale corriendo y gritando porque su novia puede que le haya sido infiel) se conviertan en iconos de cartón-piedra. Como suele decir un amigo, en otros tiempos los influencers eran Félix Rodríguez de La Fuente, Jacques Cousteau o la Doctora Aslam, por no mencionar una larga lista en la que figuran Albert Camus, Virginia Wolf o Nelson Mandela. Esos sí que eran influencers, pero ahora, ya ni se sabe.
Hace unos años fui testigo de una escena que entonces me dio risa y ahora me pone los pelos de punta. A una señora recién llegada de Venezuela le presentaron una chica adolescente de unos 15 años, bella, esbelta y de andar elegante. Al saber que estudiaba, le aconsejó: «No pierdas el tiempo estudiando, tú tienes que dedicarte al modelaje, al cine o a la televisión». Es decir, si eres guapa, tu futuro está en la dolce vita, que ya sabemos que no es tan dulce y a menudo es muy dura y tiene trampa, y si no, vean el desgarrador ejemplo de Amparo Muñoz. Pensé entonces que aquello era típico de Venezuela, país especializado en fabricar ganadoras de Miss Universo.
Luego he visto que aquí también hay una obsesión por lo que aquella señora llamaba modelaje, y con eso ya hay futuro. También sucede ahora con los varones, que, además de soñar con ser futbolistas adinerados, quieren anunciar calzoncillos o ser actores de cine. No se plantean estudiar arte dramático o periodismo audiovisual, piensan que les basta con su palmito. Pues por muy guapa o guapo que seas, coge número y haz cola, porque no hay platós y pasarelas para tanta gente, y menos en Canarias, donde hay más chicas guapas y donceles apuestos por metro cuadrado que en ninguna otra parte. También es verdad que son muchas las canarias que han ganado títulos de belleza nacionales e internacionales, pero la inmensa mayoría de estas chicas y chicos se pierden en el camino, porque no hay ruta indicada y menos si no hay una formación previa.
Que un fotógrafo poderoso y famoso se fije en una chica que ve por la calle y la convierta en supermodelo (eso le pasó a Claudia Schiffer) es como sacarse la lotería sin jugar. Por eso me entristecen los concursos en los que se corona a alguien (no veo la necesidad de que los Carnavales tengan una reina), porque veo ilusiones sin otra base que la efímera lozanía de la juventud y la esperanza en la diosa fortuna. Es verdad que a veces se producen los milagros, y hace unos años un británico se sacó 200 millones en la euromillonaria. No es esa la ilusión que debiera tener nuestra juventud, aunque con las salidas laborales que esta sociedad les ofrece no me extraña que, si tienen lo que antes se llamaba buena presencia, intenten dedicarse al modelaje. Claro, es que esto se parece cada vez más a Venezuela.
El famoseo hace que se pierda de vista el verdadero valor de las cosas. Entre las personas fallecidas en la pandemia está Lucía Bosé, a la que los medios identificaban como “la ex esposa del torero Luis Miguel Dominguín y la madre de Miguel Bosé y Paola Dominguín”, como si ella no tuviera valor por sí misma. Lucía Bosé es una de las grandes del cine italiano, español y europeo; pertenece a esa hornada de actrices italianas que surgieron a finales de los años 40 y principios de los 50, como Sophia Loren, Silvana Mangano, Alida Walli o Gina Lollobrígida. A sus 16 años era dependienta de una pastelería de Milán y cuando Visconti entró a comprar castañas confitadas se prendó de ella y la convirtió en su musa. Trabajó a las órdenes de los mejores directores de su tiempo, desde Fellini a Buñuel, De Santis, Emmer… Comedia, drama, siempre bellísima y actriz; a las órdenes de Juan Antonio Bardem protagonizó Muerte de un ciclista, sin duda una de las mejores películas de la historia del cine español. Por eso, sin desmerecer las carreras de sus hijos, Lucía Bosé solo debiera necesitar su nombre para identificarla en su grandeza. Pero ya este es otro mundo de cristal.
Y por eso hay que volver siempre a Galdós. No soy majadero, es una necesidad. Y no solo a Galdós, sino a todo lo que se indaga sobre su obra. Por mucho que uno lea sobre nuestro paisano, siempre hay un detalle que arroja luz sobre la obra de un gran escritor, pero, sobre todo, nos da algún detalle que no conocíamos sobre los porqués del maltrato que, ya en vida, y durante muchas décadas después de muerto, sufrió una figura que es mucho más que un autor de novelas, obras teatrales, cuentos y artículos. La evidencia de que no es uno entre muchos importantes, es que, más de cien años después de su muerte física, su obra ha vencido todos los obstáculos, desprecios y silencios, que todavía hoy tienen predicadores rezagados que heredan la mezquindad. Don Benito sí que es un influencer. Hay que decir que, con su contemporáneo y amigo Leopoldo Alas Clarín, ha pasado lo mismo, hasta el punto de que el odio almacenado en la sociedad dirigente de la ciudad que tan bien retrató en La Regenta se hizo vendetta siciliana, y en la guerra civil fusilaron al rector de la universidad de Oviedo, dijeron que por el terrible delito de haber sido nombrado por el gobierno de La República y haber asistido a un mitin de Azaña. El motivo real fue que era hijo de Clarín, y como nada podían hacerle a un novelista que llevaba 35 años muerto, se vengaron en su descendencia. Así se las gasta el odio, y para que germine nada mejor que cultivar la ignorancia. Ahí tienen a Trump, dejando a Atila a la altura de un becario.
Este artículo está escrito en la noche del 24 de febrero, por lo que espero y deseo que el Papa Francisco vaya mejorando. Lo que sí es imposible de parar son las especulaciones sobre su posible sucesión, porque está muy enfermo y tiene 88 años, y porque no sería nada nuevo que renunciara por su estado de salud, pues ya su antecesor se encargó de establecer la posibilidad de dimisión, que, aunque siempre fue posible, llevaba siglos sin que eso ocurriera. Es que ahora resulta muy complicado mantener el tipo ante todo el planeta cuando la salud hace estragos, porque la capacidad de información es enorme. Antaño, pontífices muy enfermos como Pío XI podían permanecer en cama durante meses, porque sus apariciones siempre eran escasas, casi siempre con ritos como la Navidad o la Semana Santa, y esto se resolvía con un pie de foto, y más antes ni eso. Había lugares en La Tierra donde se enteraban de la muerte y sucesión de un papa meses, e incluso años después de que aconteciera. Ahora es instantáneo.
El último papa que pudo esconder su frágil estado de salud fue Pío XII, ya que la muerte de su sucesor Juan XXIII fue rápida, y cuando ya casi no podían moverse lo solucionaban con la silla gestatoria. Pablo VI aguantó bien el tipo, aunque también tenía en sus últimos años muy mala salud, pues ha sido uno de los más senectos en ocupar la silla papal. Recuerdo que, en mi niñez, fallecieron los dos primeros pontífices mencionados, y con la connivencia católica que había en España durante la Dictadura, se vivía como una catástrofe universal, con las casas con crespones negros en ventanas y balcones, la suspensión de cualquier acto social, fuese conferencia, baile o conmemoración, y podía escucharse a todas horas la radio emitiendo música sacra (los que entonces tuvieran radio, claro). Vamos, un festival. Y esta severidad marcaba sobre todo a los niños, porque tampoco había clases hasta que no recibiera sepultura el pontífice. Para los niños esto podría haber sido una fiesta, pero es que incluso te llamaban la atención si se te ocurría cantar, silbar o simplemente hablar en voz muy alta. Era un luto se diría que ideado por el guionista de una película de terror.
Todo fue distinto cuando, ya a finales de los años setenta, murieron dos papas en mes y medio (a 1978 lo llaman el año de los tres papas), y ya, con las noticias televisivas pensadas como espectáculo, vivimos en primera fila dos lutos papales y dos cónclaves. Y en eso llego Wojtyla, el papa polaco, que formó parte de los tres mosqueteros, (con Reagan y Margaret Thatcher), y liaron a Gorbachov como D’Artagnan. Desmontaron el quiosco de la paz armada que llamaron Guerra Fría y empezó una nueva era en la que las deslocalizaciones, la globalización y el ultraliberalismo nos han llevado hasta aquí. Desde Los Borgia, no ha habido un papa con tanta incidencia en el devenir del planeta.
Nada más llegar, con sus dotes de actor y su sonrisa espléndida, el jovial y deportista Juan Pablo II se salía de la severidad y el comedimiento tan vaticanos, y se atrevía a todo, hasta a llamar la atención en público a un hombre entregado a los demás como el sacerdote y poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, al que le faltó abofetearlo en el aeropuerto de Managua durante su visita papal. Cuando cayó el Muro de Berlín, Juan Pablo II se envalentonó definitivamente, y dejó campar a sus anchas congregaciones peculiares, por llamarlas de alguna manera. Y su influencia pesaba porque se convirtió en una estrella mediática, que nada decía sobre asuntos tan tristes como la pederastia o muertes tan significativas e injustas como las de Monseñor Romero o los jesuitas del Padre Ellacuría. Por el contrario, dificultaba el trabajo de figuras tan consagradas a los demás como el obispo Casaldáliga. Y ahora es santo.
Luego su salud se deterioró, y la última etapa de su pontificado fue un continuo exhibicionismo del dolor, un hombre muy enfermo, con escasa movilidad y palabra ininteligible, arrastrado por el Sacro Colegio, que lo hizo aguantar lo que no es ni lejanamente humano. Y siguió, y batió récords de permanencia, sostenido por las fuerzas vivas vaticana capitaneadas por el Cardenal Ratzinger, quien, ¡oh sorpresa! Le sucedería en el trono papal. Ahora no se puede ocultar nada sobre el Papa, hay una cámara siempre filmando, y el propio Benedicto XVI dimitió porque no quiso ser el mono de feria del cruel exhibicionismo que la Curia Romana (entre ellos él mismo) decidió para su antecesor. Dimitió y llegó Francisco, que parecía traer nuevos aires, pero ya se sabe que un hombre nunca puede cambiar un sistema bien engrasado, como Obama no pudo cambiar a Estados Unidos y, desde luego, Francisco se ha topado con un muro, de mármol de Carrara esculpido por Bernini, pero un muro infranqueable.
Luego nos vendrán con el manoseo de las profecías de San Malaquías sobre los papas, que insignes teólogos han desautorizado durante los últimos tres siglos, o los trabalenguas de Nostradamus, que pueden significar lo que a uno mejor le parezca. Caramba, si tienes dotes proféticas, haz como los profetas del Antiguo Testamento, que decían exactamente lo que iba a ocurrir, sin trampa ni cartón, y dices cosas como qué equipo ganará la Champion, con quien será la final y los nombre de los goleadores y minutos de los goles. Todo lo que se venda como esotérico es directamente un fraude (no olviden que Dante, en su Divina Comedia, situó el fraude como el pecado más grave, en el noveno círculo del infierno, peor que el asesinato, el robo o la traición). Lo hemos visto mil veces, pues no se acabó el mundo en 1960 como decían que anunciaba la tercera carta de Fátima, ni nos machacó el cometa Halley en 1985, ni ocurrió nada terrible al doblar la esquina del milenio, ni se acabó el mundo en 2012 según el calendario maya, ni luego en 2020 cuando falló la primera previsión. Ahora, el meteorito se anuncia para 2032, ya empieza a sobrar un papa de la lista de San Malaquías y lo único que puede destruir el planeta es la tozudez, la avaricia y la locura de los humanos. Y desde luego, deseo que el papa Bergoglio se recupere y esté en paz.