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Podemos escoger qué mentira creer

De pronto, a los académicos de la lengua les ha salido trabajo extra, porque digo yo que deberían pronunciarse sobre el significado de algunas palabras, la ausencia de ellas o la perversión de las ideas, no sabemos si por su naturaleza o por el interés de quienes tratan de pervertirlas. El objeto de estudio lingüístico es nada menos que la Constitución de 1978, que por lo visto está escrita por un clásico médico de familia, porque no hay manera de saber qué es lo que dice exactamente, o bien está escrita para que no se entienda. Sobre lo que se puede o no se puede hacer dentro de la Constitución, por lo visto la última palabra no la tienen los políticos, ni el Tribunal Supremo, ni siquiera el Constitucional, y las instancias internacionales poco pueden decir porque está escrita en español. Es decir, cuando hablamos de semántica o de ausencia de palabras en el texto de 1978, habrá que llegar a la instancia suprema: La Real Academia de La Lengua.

 

 

Se habla mucho estos días de la palabra AMNISTÍA. Como no soy jurista, leo lo que opinan los juristas. Unos dicen que cabe en la Constitución y otros que no. Bueno, pues echemos un vistazo al texto constitucional. Resulta que, de los casi 18.000 términos que componen su articulado, no aparece por ninguna parte la dichosa palabra, lo cual puede llevarnos a considerar que, si no está, legislar sobre ella es algo que no interfiere en el texto constitucional y por lo tanto puede hacerse, como una ley de Bienestar Animal o sobre los puntos del carnet de conducir. Por el contrario, esa ausencia del concepto en la Constitución, también puede llevarnos a pensar que no puede hacerse, puesto que no hay directrices para ello.

 

Extraña que pueda ser constitucional una amnistía fiscal como la de Montoro en 2012, aunque el Tribunal Constitucional la anuló cinco años después porque no se siguió el procedimiento adecuado, puesto que se realizó a través de un Decreto-Ley, pero no dice si, de haberlo hecho por el cauce parlamentario adecuado, sería susceptible de anulación. En cualquier caso, para efectos prácticos, ya habían pasado cinco años (qué justito) y ya se sabe lo de las prescripciones. Es decir, seguimos sin saber si la inexistencia de la palabra y el concepto en la Constitución permite o impide que se apruebe una Ley de Amnistía. Ah, sí; en el Preámbulo de la Constitución dice que uno de los objetos del texto es “consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular”. Pues vale, pero no me queda claro si eso admite o prohíbe hacer una Ley de Amnistía, porque ahora hay exégetas por todas partes, y resulta que la amnistía es como si no se hubiera cometido un delito, o bien es una opción política en momentos confusos, complicados o desesperados, para qué nos vamos a engañar.

 

No creo que nadie se sorprenda de que me aterra que llegue al poder un gobierno de derechas reforzado por una ultraderecha montaraz que se salta un siglo de conquistas sociales. Tampoco es que me haga feliz el galimatías en el estamos metidos, donde un tipo al que siguen llamando President, cuando ya no lo es, se pasea por Bruselas como si fuese Garibaldi, cuando es la incoherencia personificada, porque después de suspender la declaración de independencia de Cataluña ocho segundos después de haberla proclamado y salir huyendo en el maletero de un coche, no entiendo esa deificación. Si yo fuera de los suyos, pensaría que me ha traicionado, pero esa no es mi película, y los de ERC lo aguantan porque necesitan sus votos para pensar en algo juntos, pero no revueltos, como ahora le pasa a Pedro Sánchez.

 

Creo que taquígrafos sigue habiendo, pero luz muy poca, porque en esta mesa también hay otros jugadores que quieren que sus parejas o sus tríos tengan el peso de una escalera de color. Todos juegan de farol, y la derecha también. Ahora usan la calle como los que ellos llamaron perroflautas de la Puerta del Sol, y cada cual se apunta a esto o lo otro. Pero nadie tiene la última palabra, salvo que se reúna el Pleno de la RAE y decida hacer un análisis semántico de la Constitución, en la que “nacionalidad” es distinto a “nación” y hay palabras que no están pero que todo el mundo apoya o rechaza en una Constitución en la que no está escrita, como los puntos suspensivos que dejan a la imaginación del lector el final de la historia. Todo un desafío literario. Ahora, como siempre, estaremos en manos de la propaganda, ya sería de ilusos pensar que alguien nos va a decir la verdad. Por eso hay que ir con cuidado para escoger qué mentira creer. Tampoco es una novedad, es así desde mucho antes de que Julio César convenciera a Roma de que era imprescindible.

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Semana de zombis

 

Tres años y medio después, tengo covid. No sé si es que he bajado la guardia o si ya tocaba como la lotería, lo cierto es que esta última semana he sido un zombi. En estos años de pandemia, desescalada, postpandemia y todo lo demás, estaba esa espada de Damocles, que llegó un momento en que la quitaron, suspendieron la obligatoriedad de las mascarillas, y de vez cuando escuchabas que estaba habiendo un repunte, pero que era flojo. Al principio se contaban todos los contagios, y se seguía la ruta del bicho. Ahora ni sabemos cómo va, salvo por notas de prensa en las que se dice que las farmacias están vendiendo más test.

 

 

En ese tiempo al que me refiero, la salud no ha sido mi fuerte, he pasado por diagnóticos y tratamientos complejos y molestos (no nos vengamos arriba cuando hay tanto sufrimiento irracional en nuestro mundo), pero todo se supera, y en cada momento tenía claro si me dolía, tenía náuseas, ardor como si me hubieran hecho a la parrilla o me entraba una migraña insoportable. Quiero decir que identificaba todo lo que sentía, y continuaba siendo un misterio ese covid, que por fortuna pude evitar, porque pillarlo no habría ayudado. Y la gente que había pasado por ese virus que paralizó el planeta me lo describía siempre de una manera distinta, aunque no podían explicar qué había de diferente a cualquier otra dolencia.

 

Ahora, tras una larga semana de contacto con el virus (que todavía muestra su rayita en el test), he entendido eso que no podían describir los contagiados. Independientemente de la agresividad diferente de las sucesivas cepas, me hablaban de vivir como flotando. Y esa es la sensación, como si pisaras un suelo de goma, o una cama elástica. Se va la fiebre pero sigues con la cabeza zumbada, con una sensación indefinida que no es sueño, pero tampoco vigilia. Algo distinto que nunca había sentido. Y yo he sido afortunado, porque nos hemos contagiado a la vez las dos personas que habitamos mi casa, no sabemos dónde ni cómo, ni parece que eso le interese a nadie. Y encima nos pilló con una compra grande recién hecha, así que no hemos necesitado ayuda y, al estar contagiados los dos, no había que tomar precauciones. Hay una receta mágica que te cuentan por teléfono: no salgas, descansa, toma paracetamol hasta que no haya fiebre y si tienen dificultades serias para respirar vete a urgencia. Vale, y si te rompes una pierna también.

 

Así que, cuando somos dos zombis es menos aburrido que cuando se está solo. Tengo también la sensación de que al planeta entero le importa un carajo todo esto, pues no consta en ninguna parte que estas dos personas han sufrido el covid. Lo digo porque, al tipo que lleva la cuenta de los contagios, cuando tenga que pasar la factura a la OMS, le faltarán dos contagiados por aquí, y algunos más por allá, y entonces los datos estarán falseados. Y ya es creerse importante que contabilicen un contagio cuando en medio mundo la gente muere de las formas más crueles y tampoco parece que eso le quite el sueño a quienes podrían evitarlo. Seguimos igual, esto que nos pasa aquí con guante blanco, pasa en el Tercer Mundo a millones de seres humanos, inermes ante plagas como el paludismo, el Sida, el ébola, las guerras, el genocidio o el hambre. Pero eso a nadie le importa, y supongo que, a estas alturas, el contador de contagios de covid debe estar en el paro, porque los únicos contadores que importan son los que amasan dinero manchado de corrupción, sangre y avaricia.

 

Así las cosas, me viene a la mente la escena de Casablanca en la que Rick (Bogart) le dice a Ilsa (Ingrid Bergman), que mientras el mundo se rompe en pedazos poco importa el sufrimiento de una pareja perdida en el noroeste de África, y digo yo que menos todavía otra a la que el reparto del súper le lleva la compra a la puerta, haya o no haya ascensor. Y esa es la dinámica de este tiempo, en la que los sin techo son mera estadística, la soledad de los ancianos viene de serie y el abandono es connatural en una sociedad enferma, y esta enfermedad -el egoísmo- sí que es grave. Lo peor de todo es que tanta desidia parece que se soluciona preparando durante meses un carnaval. Pues nada, nos seguimos viendo en cuanto desaparezca la rayita del test del covid.

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A lo mejor ya es otoño

Hasta donde yo he indagado -y vivido- hubo en la frontera entre julio y agosto de 1976 una ola de calor infernal, en la que, de madrugada, había dentro del agua de Las Canteras tanta gente como si fuese mediodía (entonces había menos aire acondicionado y no estaba prohibido bañarse a medianoche). Pero fue una semana. Lo de ahora es inédito, y tal vez en esta ocasión los comentarios se ajusten a la realidad como nunca. Claro, los que por intereses económicos se apoyan en científicos como el primo de Rajoy para insistir en que no nos estamos cargando el planeta continúan con su mantra suicida y miran hacia otro lado, mientras el hielo se retira de los polos y los glaciares y ellos siguen haciendo caja.

 

 

Para desengrasar, que no todo va a ser política, he sabido que, hace unos años, subastaron las cenizas del novelista Truman Capote por 43.500 dólares. Estoy convencido de que a él le habría gustado, porque sentía pasión por un titular periodístico. Cada cual subasta y puja según su saber y entender, y los muertos y aparecidos se llevan mucho últimamente. También hace poco tiempo, vi un reportaje de televisión en el que afirmaban que en el estadio Ciutat de València transitan los espectros de cuatro aficionados, cuyas cenizas fueron depositadas debajo del césped de una de las porterías tras el accidente en el que perdieron la vida al regreso de un partido de su equipo, el Levante, titular del estadio. Parece ser que, desde entonces, en esa portería suceden cosas extrañas, siempre a favor del equipo local, errores inexplicables de los adversarios y aciertos imposibles de los levantinistas, o directamente milagros, sea en defensa o en ataque. Se ve que los difuntos ponen mucho empeño, pero muy hábiles no deben ser, puesto que el equipo sobrevive en 2ª división. Comentaban en el reportaje que, hace años, un delantero del Málaga llamado Duda (que ya tiene mangrina el nombrecito) falló un gol hecho porque se le puso delante un fantasma, pero no un central chulo, no; un fantasma-fantasma. Y siguieron hablando en la televisión con normalidad, como si ya se pudiera fichar apariciones de ultratumba en lugar de futbolistas.

 

Duda, el jugador implicado en el asunto, lo narraba como si el fantasma fuese un personaje real del deporte, de los que salen en Marca. Y uno se pregunta si hay penalti en caso de que, dentro del área, el balón atraviese al espectro por la mano separada del cuerpo, o si es reglamentario que un equipo juegue con varios jugadores de más, aunque sean aparecidos de otro mundo. Había oído hablar de El futbolista asesino en la magnífica novela de Nicolás Melini, pero nunca de futbolistas difuntos y encima no profesionales. En estos días, parece como si todos anduviéramos por el rulfiano mundo de Pedro Páramo, fronterizo entre la vida y la muerte, o más bien sin fronteras, lo mismo en un lado que en otro, como en la novela El bebedor de vino de palma del autor nigeriano Amos Tutuola. En Ucrania nadie se hace responsable de las matanzas, Rusia dice que son los propios ucranianos y Kiev acusa a los rusos. Lo mismo pasa en Israel, Gaza, Cisjordania y el Líbano, no se sabe quien lanzó este o aquel misil, pero el número de muertos siguen aumentando. Y no nos dejan otra que maldecir a todos los señores de la guerra.

 

Pero sigamos con el otoño. Tal vez sea por mirar muchas reproducciones de cuadros de Sorolla o de Vázquez-Díaz, pero siempre que llega el otoño me acuerdo de Madrid, y más concretamente del Paseo de Recoletos y del Prado, donde las acacias amarillean y convierten la tarde en una acuarela. Y una imagen otoñal que siempre recuerdo es la escena final de la película Muerte en Venecia, en la que, por un lado, está la muerte y por el otro las risas. El otoño es cansino, y aunque aquí se anuncia al final del verano con la bravura de las mareas del Pino, el mar se para, que es cuando dicen los pescadores que «la mar está echada». Las olas llegan tenues a la orilla, y la luz empieza a languidecer. Pero ya nada es igual que siempre. Es como si llegase la hora de cerrar, pero en realidad es cuando todo empieza a regenerarse de nuevo, aunque tenga mejor pedigrí la primavera. Pero ya ven, a mí me gusta el otoño, tal vez porque esa fue la primera luz que vi.