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Isasara o la eternidad

 

Tenía interés obsesivo por calibrar el tiempo, que entonces se llamaba 1971, 72, 75… Ha pasado más de medio siglo y sigue pareciéndome una magnitud arbitraria. Un perito dijo que el tiempo es lo único que no podemos comprar, pero luego otros me hablaron de sus distintas medidas, y otro sabio descubrió que no me interesaba el tiempo ni sus formas diversas de ser percibido, ni la osadía de meterlo en ecuaciones o disgresiones cuánticas. Yo quería algo todavía más difícil, imposible, parar el tiempo.

 

 

“La eternidad es detener el tiempo”, escribí en un texto adolescente que intentaba ser poema y del que solo sobrevive en mi memoria ese único verso. Todo era oscuridad, confusión. Un tercer erudito sentenció que la eternidad es el amor más allá de la carne; otro la equiparó a la complicidad, otro a la inconsciencia. Todos los depositarios de la sabiduría se equivocaron; el séptimo, el mayor y por ello el de la última palabra, zanjó la cuestión cuando afirmó que la eternidad está en la muerte, o incluso que es la muerte.

 

También falló; es admirable la inercia que tienen los sabios para llegar al error.

 

Los eruditos que suplieron a los siete del principio han escrito, dicho o sugerido millones de definiciones de la eternidad. Todos se equivocaron.

 

Cuando más perdido, ciego y confuso deambulaba, se cruzaron tus ojos con los míos, y entendí al instante que aquello era la eternidad. Según los sabios, esa mirada, ese abrazo áureo, ese aliento, ese caminar doble que proyecta una sombra única, lleva sin apagarse más de medio siglo es parecido a la eternidad, pero que, como todo, no es infinito. Yerran otra vez; miden en porciones de tiempo que se consumen. No es ni parecido a la eternidad, porque esta no es tiempo, es aquella mirada que se cruzó, ese aliento acompasado, que, aunque solo dure un instante, que por su levedad no es mensurable, es eterno, es imperecedero, más grande que los días, los siglos y cualquier otra medida. Es un siempre indestructible, es la eternidad.

 

Del Universo desconocemos su tamaño y su tiempo, que tal vez sean lo mismo. Si en otra dimensión no nos encontramos, ese instante perpetuo sí que es eterno. Existía antes y no cesará. Un cruce de caminos en la infinitud del tiempo y del espacio. Hay otros sabios que dicen que ahora es 2025. Puede que incluso acierten esta vez, pero da igual. Es la eternidad: tú, Isasara, yo, nosotros…

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El último romántico

 

Miramos a nuestro alrededor y tenemos la sensación de que todo se ha ido de las manos; mejor dicho, ahora sabemos que todo está fuera de lugar, pero siempre ha sido así, aunque no en la misma medida. Corrupción política, violencia, discriminación, abandono, injusticia… Todo tiene que ver con un solo concepto: el poder. Después de cuatro décadas de un régimen que era contradictorio desde su denominación, pues se hacía llamar Movimiento Nacional y, en todo caso, se movía hacia atrás, en España creímos (o nos hicieron creer) que, aquel sistema de represión, violencia y oscurantismo, que se vendía a sí mismo como el paraíso de la paz, se volatilizaría y viviríamos en un espacio enmarcado por palabras como justicia, libertad, convivencia y, la más grande de todas: democracia, vocablos que se han ido oxidando por mal uso.

 

 

Unos pocos sabían que las varitas mágicas no existen, y que cuesta mucho esfuerzo y un largo tiempo cicatrizar las heridas y avanzar desde una dictadura hasta un sistema más justo. Cuando se querían poner las bases para esa transformación necesariamente lenta, otro sector, el que quería que todo siguiera igual, acusaba a los primeros de comunistas o, mejor, rojos, que así englobaban a otros románticos descontentos. Pero había un tercer sector, el que tenía la sartén por el mango porque acumulaba la riqueza y la memoria de un poder que querían eternizar, y redactaron una Constitución que iba a ser la panacea para todos los males. Les venía muy bien la locura de ETA y las prédicas catalanas, y, al final, envolvieron el paquete en un hermoso papel de celofán, que la gran mayoría aceptó como un regalo, sin saber muy bien qué había oculto debajo de tantos lacitos y adornos.

 

Como no estaban seguros de si esa masa que despertaba del miedo tragaría con la monarquía, la disfrazaron de algo que llamaron Juancarlismo. El monarca era tan simpático y campechano y había tantas ganas de vivir en paz, que la inmensa mayoría se empeñó en creer aquella Disneylandia que nos vendían, con el apoyo de Occidente, que nos obsequió con un Mundial de Fútbol, una entrada en la Comunidad Europea, una Expo y unos Juegos Olímpicos. Para ayudar a deglutir la entrada en la OTAN, distrajeron a la clientela con una cosa que llamaron la Movida Madrileña, retransmitida a todo el país, y ya enfilamos la entrada en el siglo XXI como si fuésemos alemanes.

 

Pero en aquellas componendas anidaba el huevo de la serpiente, que no era otra cosa que seguir con lo mismo pero vestiditos de domingo. Y los de siempre se repartieron el poder, y empezaron a llamar progresistas a unos y conservadores a otros, y hasta dijeron que el PSOE era de izquierdas (esa nomenclatura es tan alejada de la realidad que solo vale para colgarla en eso que pretenden ideologías pero que no dejan de ser fanatismos varios). Otra vez los turnos de Cánovas y Sagasta un siglo después, pero lo esencial seguía donde siempre estuvo. Parece que la Historia solo se escribe en Madrid, que para eso es la capital, y algunos capítulos sueltos en Euskadi y Cataluña, lo demás es tierra conquistada por los periódicos madrileños de tirada estatal y las nuevas cadenas de televisión, a caballo entre los años ochenta y noventa del siglo pasado.

 

Pero todo siguió igual, aparentando otra cosa, hasta que se quitaron la careta y empezó a entreverse la realidad. Y ahora, en el colmo de la impostura, se rasgan las vestiduras por la corrupción, que es una forma de violencia contra los más débiles, cabalgando una hipocresía tan apabullante que, aún ahora, cuando sabemos que hay doble fondo detrás de la cortina de casi medio siglo de supuesta democracia transparente, venimos a darnos cuenta de que la cosa va de poder absoluto, aunque bien que lo advirtieron Simone Weil cuando predica la política de la atención, basada en la verdad de la desgracia humana y la búsqueda del Bien, y Hannah Arendt, que entiende el poder como la capacidad humana de actuar de forma concertada, que en España nos lo vendieron como consenso. Y hemos visto lo que advirtió hace mucho Lord Acton, que el poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente, y, siempre según el inglés, con un poder absoluto hasta a un burro le resulta fácil gobernar.

 

Aunque participó de la puesta en escena, con Susana Estrada sin camisa, Enrique Tierno Galván advirtió que el poder es como un explosivo: o se maneja con cuidado, o estalla. Y es que el Viejo Profesor había leído las notas de Abraham Lincoln, quien aseguraba que casi todos podemos soportar la adversidad, pero, si queremos conocer el temple de alguien, démosle poder. Cuando es así, las fisuran delatan su verdadera calaña, como cuando se escapa el agua de una mala cañería, primero gota a gota, luego a borbotones. Por eso decía Montesquieu que, para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al poder. Es decir, que haya tres poderes independientes que se controlen entre sí, asunto este que se han cargado por la base, porque el Parlamento, el Gobierno y la Judicatura se han vuelto vasos comunicantes, aliados o cómplices, y nadie vigila, sino que hablan y disparan salvas. De manera que, el mal gobierno que incide sobre eso que llaman interés general ha quedado en evidencia con el desbarajuste que es casi todo, y Bruselas tampoco es el manantial de Jauja, porque por lo visto el apagón es global, porque la barbarie también sabe vestirse de frack. Ya lo decían nuestras abuelas: “En el cielo manda Dios; / en La Tierra los ricos, / y en el mar el pez grande / se come al chico”

 

Un personaje de ficción del escritor Gonzalo Torrente Ballester, gran novelista, que fue palmero del mencionado Movimiento Nacional a primera hora, aunque luego parece ser que se cayó del caballo, lo sabía muy bien, y por eso afirmaba que el poder más peligroso es el del que manda, pero no gobierna. ¿Les suena de algo? Víctor Hugo tenía unos ideales que plasmó en estas palabras que, para mí, son una certera y plausible definición: “Todo poder es deber. No hay más que un poder: la conciencia al servicio de la justicia; no hay más que una gloria: el genio, el servicio de la verdad”. Es obvio que el autor de Los miserables fue un autor romántico, tal vez el último romántico, un sentimental como Bogart en Casablanca.

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Las certezas peligrosas

 

Como ya nada parece lógico en la actualidad que nos habita, me niego a usar la terminología política que nos inunda por tierra, mar y aire cada día, y he tenido la tentación de hacer un recorrido por los insultos tan de moda en el Prime Time, porque lo de los insultos es tan agotador como el lenguaje barriobajero pseudojurídico que tan bien manejan los políticos (y políticas, no crean) y los comentarista perfectamente alineados (¿o se dice alienados?) al lado de su ideología, que tampoco es tal cosa porque sirve para un fregado y para un barrido; es decir, que tampoco sé si es interés o es capital. Así, se me han ido cerrando los caminos y lo único que se me ocurre es comentar los comentarios.

 

Esta semana, me ha dado por echar un vistazo a las artes plástica y la simbología, que también tiene carrete para imaginar lo que mejor nos parezca. No estoy cabreado con nada de lo que comento, simplemente me resulta curioso y a veces incomprensible. Y cuando no entiendes algo, lo mismo te da la risa, porque hay que tener buenas tragaderas para meterse entre pecho y espalda estudios minuciosos sobre obras de arte, que, como te despistes, son intercambiables, y lo mismo sirve para comentar la luz de los cuadros de Sorolla como para interpretar las bandas de colores que se ven detrás de la figura central de El Grito de Munch. Entiendo que hay que hacer muchas tesis doctorales, que hay que indagar en la Historia del Arte y a menudo buscar la enésima cabriola para conseguir notoriedad, pero hay cosas que llaman la atención, porque se aventuran teorías que causan perplejidad, porque es como buscarle el punto y la coma al manuscrito de La Regenta.

 

Por lo que he leído, unos investigadores han llegado a la conclusión de que los personajes de Venus y Marte, del cuadro del mismo título pintado por Botticelli en el siglo XV, estaban drogados. Hombre, la verdad es que aparecen un poco idos, como Greta Garbo en La Dama de las Camelias, pero ellos se basan en que en una parte del cuadro aparece una planta que tiene efectos narcóticos. Plantas hay en el cuadro, pero muy ambiguas, y seguramente los investigadores tienen razón, pero incluso, aunque se pudiera documentar que es esa planta, nada indica en el cuadro que Marte y Venus se la hubieran fumado. Ella aparece bien despierta y él duerme, vaya usted a saber si rendido después de una batalla (hay muchas clases de batallas).

 

Ah, ya, la simbología. Puestos a buscar símbolos, podríamos decir que los personajes del cuadro de Van Eyck El matrimonio Arnolfini están a punto de divorciarse porque los zuecos que aparecen en el inferior del cuadro no están alineados correctamente, o que los personajes centrales de La Rendición de Breda, de Velázquez, son claramente homosexuales porque están camino de besarse y porque las lanzas repetidas del fondo son un símbolo fálico de primer orden. ¿No se han preguntado los críticos que tal vez el pintor solo quiso pintar lo que aparece en el cuadro? Y si hay simbologías, saltan a la vista, no hay que forzarlas.

 

Y es que ahora, además de en el arte, los comentaristas buscan en la mitología. Pero la cosa es más básica, vivimos entre depredadores y cantamañanas, o bien ambos sean esto último. El cantautor, poeta, humorista y vividor impenitente Facundo Cabral se encomendaba a su abuelo para decir que a nada tenía más miedo que a los pendejos (cantamañanas en este lado de la Mar Océana), y aunque el abuelo era coronel afirmaba que es un frente imposible de cubrir, porque son muchos y cuando votan hasta eligen al presidente. La palabra pendejo aplicada a una persona tiene muchos matices en todo el ámbito de la lengua, pero en nuestro espacio podríamos hacerla equivaler a «persona que cree que lo sabe todo, que lo merece todo, que puede conseguirlo todo sin esfuerzo y por consiguiente minusvalora o incluso desprecia cualquier cosa que hagan los demás, y trata de hacer creer que si él o ella no lo ha hecho es porque no se lo ha propuesto, pero, desde que se ponga, lo hará mejor que nadie». Larga definición, pero es que se trata de un espécimen muy complejo.

 

Si Ionesco hubiese llevado al teatro situaciones reales de nuestro siglo XXI, lo habrían tachado de exagerado incluso en el contexto del teatro del absurdo, porque lo que hoy sucede puede ser tan imposible e inverosímil (absurdo, en definitiva) que ni siquiera cabría en el formato mental de obras como El porvenir está en los huevos o La cantante calva. Da risa un mundo en el que se le pide a los Reyes Magos una república o vemos cómo en nombre de lo nuevo se repiten esquemas de tiempos pasados. Hemos visto cómo más de una formación política ha relegado de cargos orgánicos o públicos a algunos de sus elementos, y lo más curioso es que tampoco están en las fotos, han desaparecido del cartel, o los han «borrado» como hacían Lenin o Stalin con los que caían en desgracia.

 

La mentira ya no se distingue, se cumple matemáticamente uno de los principios goebbelianos, basta con repetir muchas veces una falsedad y las redes sociales y los medios fijarán eso que ahora llaman posverdad. Es decir, no importa la verdad sino lo que se establezca como cierto. Es como en los partidos de fútbol, da igual si hubo trampas, si el gol fue o no legal, lo que cuenta es el marcador final. Y ese es el mundo en que vivimos, y sucede en cualquier ámbito de esta sociedad en la que se han dislocado los valores. Lo curioso es que ya no se duda, todo el mundo vende su certeza, y eso es muy peligroso.