Publicado el

A ver si crecen los enanos

 

Hay muchas teorías para tratar de explicar por qué suceden las cosas, y siempre a posteriori. Si hablamos de la historia, hay quien habla de ciclos, y otros dicen que los momentos oscuros y los luminosos tienen que ver con quiénes lideran las sociedades. Hay momentos en los que confluyen personalidades de mucho talento en diversas materias y al mismo tiempo coinciden con dirigentes que supieron encauzar esa fuerza creativa; entonces se producen hitos como la Grecia de Pericles o el Renacimiento. Cuando no hay talento creativo en la ciencia o el pensamiento, la brillantez de los dirigentes puede hacer que se vivan épocas tranquilas, sin saltos hacia adelante, pero sin retrocesos, tiempos grises, que siempre son mejores que los negros. Las catástrofes, los tiempos oscuros y los rebotes se producen cuando la torpeza, el egoísmo y la cerrazón se apodera de las clases dirigentes, que no son capaces de ver más allá del minuto que viven, y entonces da igual el talento científico, artístico y creativo que exista, porque se estrellará contra esa torpeza, o aún peor, que esos dirigentes egoístas lo utilicen para destruir, como ha sucedido en demasiadas ocasiones durante la historia de la Humanidad.

 

 

Hoy parece hacerse realidad la idea de Albert Schweitzer, gran humanista en la teoría y la acción y Premio Nobel de la Paz 1952, que curiosamente era tío del filósofo Jean-Paul Sartre. Decía Schweitzer que a menudo los hombres se envilecen cuando están al servicio de los ideales más elevados. Si miramos a nuestro alrededor, nos encontramos con dirigentes de gran responsabilidad, incluso planetaria, con imputaciones de corrupción, con pasados inquietantes al servicio de intereses bastardos. Y los que parecen limpios se ciñen a las voluntades de los dueños del dinero, da igual el sufrimiento que generen.

 

No veo por ninguna parte a personajes con la determinación, la inteligencia, la valentía o la generosidad de quienes hicieron posible una vida mejor a sus congéneres. Espero equivocarme, pero estos parecen tiempos oscuros, en los que solo se actúa para la imagen, para mayor gloria propia, y no entiendo a qué juegan quienes tienen el timón. Ya sé que unos reman, otros van a vela y otros a motor, pero estoy harto de que se discuta hasta el cansancio qué va a pasar con ellos y sus formaciones, si Fulanito va a ir en tal lista o Menganita se va a sumar a una plataforma. Esa no es la cuestión cuando hay gente que no come. No hacen falta líderes carismáticos, basta de fanfarria y postureo; lo que necesitamos son gestores de y para lo público. Y la única solución que se les ocurre es comprar tanques. Pues vale.

 

Nadie quiere escuchar, porque parece haber llegado una especie de polvillo cósmico que contiene ciencia infusa, sabiduría sin conocimiento previo. Aquí sabemos más que nadie, y aprendemos cada día escuchando a las lumbreras que derraman sus inmensos conocimientos por esos platós y esas aplicaciones no sé si de dios o del diablo. A ver qué noruego que no es abogado ni político sabe lo que es el Tribunal de Defensa de la Competencia, el mecanismo de un recurso de inconstitucionalidad o los entresijos de una comisión parlamentaria; nosotros, sí. A ver qué alemán no profesional de la enseñanza conoce las profundidades de la mente infantil, la metodología de las matemáticas o los sistemas de programación educativa; nosotros, al dedillo. A ver qué francés que no haya ido a una facultad de medicina naturista conoce las propiedades terapéuticas de las infusiones de piel de níspero, los remedios yerberos para la pancreatitis lechuguina o el valor nutritivo de las plumas del colibrí rojo; nosotros, empollados.

 

Y es que sabemos, ¡buf!… Ni se sabe lo que sabemos. Aquí cualquiera que no es del asunto discute de Medicina con un médico, de Educación con un pedagogo, de resistencia de materiales con un ingeniero o de Derecho con un abogado, y hasta lo manda callar, estaría bueno. A todos los novelistas nos han aconsejado escribir la historia más grande jamás contada, que no es otra que la azarosa vida de quien tal cosa propone. Cuando nuestro equipo pierde, fue porque el entrenador no hizo los cambios que para nosotros eran obvios. Dicen por todas partes que España perdió esa final rara de fútbol, pero a nadie se le ha ocurrido que tal vez ganó Portugal. Estamos más preparados en cualquier disciplina que el ciudadano medio de cualquier país del mundo mundial planetario del cosmos galáctico universal y viva Isaac Asimov. ¿Y dónde queda eso? ¿Es que usted no sigue las redes sociales?

 

Y todo proviene de una especie de programación de educación social, porque parece que se conocen las causas hace muchos años, pero nadie mueve un dedo deliberadamente para resolverlo, más bien al contrario. Por muchos planes educativos que hagamos, no hay manera de erradicar el fracaso escolar. Ello es debido a que hay muchas familias destruidas que no pueden o no saben apoyar a sus hijos, y encima el esfuerzo está mal visto, hasta el punto de que los alumnos aplicados temen aprobar porque eso puede crearles problemas con los demás. El panorama que pinto es aterrador, pero les aseguro que no me invento nada. ¿Qué sucede luego con estas generaciones? Pues que desembocan en la calle y la toman. El que trabaja es un «pringao», y ellos, sin oficio ni beneficio, quieren llevar zapatillas de marca, «pelucos» caros y dinero en el bolsillo para las «birras».

 

Es necesario un gran pacto social no solo para la educación escolar, sino para la mera convivencia, porque este país va camino de convertirse en una selva. Ese gran pacto inaplazable tiene que englobar a instituciones políticas, profesorado, asociaciones de vecinos, de padres de alumnos y hasta las deportivas, y, sobre todo, tienen que estar ahí los medios de comunicación, que son los que pueden hacer de cauce para que empiecen a llegar nuevos mensajes. Aunque parezca un adorno, les aseguro que la solución a todo comienza por un sistema educativo estable y no sujeto a los avatares políticos. Sin educación no hay futuro. Y como hay Fiestas Lustrales en Santa Cruz de La Palma, creo que estamos en época de Baile de los Enanos. Nuestra única esperanza es que crezcan.

Publicado el

El síndrome de Tolstoi

 

Por razones que no vienen al caso (juro que son confesables), llevo una semana alrededor de grandes novelas y geniales novelistas que han ido marcando la literatura y, como consecuencia, nuestra civilización, que ahora mismo está sobreviviendo por inercia y con respiración asistida. Una relectura de Guerra y paz, novela cuyo autor es Liev Nikoláievich, conde de Tolstoi (1828-1910), es hoy un ejercicio de revisión de un momento en el que fue puesto patas arriba el mundo conocido (ha pasado demasiadas veces). Cuando, en 1869, se publica la novela completa (venía publicándose por fascículos desde 1864), nació una de las obras literarias más apabullantes de la Historia de la literatura, y sin duda una de las que funda la contemporaneidad en Occidente.

 

 

No es solo una novela histórica, o una magistral ficción de personajes, es la Biblia del conocimiento, la razón y la emoción, como pilares de las personas y de los pueblos. Como El Quijote, es una obra que nunca se termina de leer, siempre hay detalles, matices que, además de novedosos, son trasladables en el tiempo. Si para entender la España del siglo XIX y la que se destila de su lectura para el futuro es imprescindible leer a Galdós, para entender Occidente, sus equilibrios, sus vicios y su locura periódica hay que volver una y otra vez a Guerra y Paz (no son palabras mías sino del propio Galdós, que tenía a Tolstoi por un titán de la novela).

 

Como ahora está de moda ponerle nombre a casi todo, los sociólogos han bautizado a ese miedo a la crítica libre y la subsiguiente autocensura por miedo a ser devorados por las redes sociales. Lo llaman el Síndrome de Tolstoi, no porque el maestro ruso callara por miedo, sino porque, precisamente por no hacerlo, fue tildado de loco, hasta el punto de que trataron de encerrarlo en un manicomio.  En 1894, en su libro El reino de Dios está en vosotros, Tolstoi escribió: «Los temas más difíciles pueden ser explicados al más torpe si todavía no se ha formado una idea sobre ellos; pero la idea más simple no se puede explicar al más inteligente si está convencido de que ya sabe, sin duda alguna, lo que se le presenta». Y en esas estamos, y por eso he vuelto a Guerra y paz, para tratar de entender qué está pasando ahora mismo en el mundo.

 

 

Tolstoi, con Dostoievski, forman una dupla imbatible, pues si el primero nos muestra las relaciones humanas y sociales desde la inocencia hasta la mayor corrupción, Dostoievski entra en las personas y las disecciona casi cruelmente, aunque finalmente las cubra de compasión. No los comparo con nadie, solo digo que son unos gigantes que en estos tiempos se me antojan inalcanzables. Siguiendo con Tolstoi, le negaron el Premio Nobel porque el presidente de la Academia Sueca decía que sus obras eran textos folclóricos. Aunque estamos al filo del verano, me viene a la memoria su muerte, dicen que de frío. Hay distintas versiones y fechas, aunque suele aceptarse mayoritariamente el 10 de noviembre de 1910. Está documentado que murió en el pueblecito de Astapovo, pero unos dicen que en la cama de una habitación que le había dejado el jefe de estación en su humilde casa junto a la vía, y otros que murió en el apeadero, como un vagabundo, y que solo fue identificado cuando llegó su esposa Sofía.

 

La versión más literaria nace de una filmación de la factoría de los Hermanos Lumière, que, entusiasmados con su invento del cine enviaron camarógrafos por toda Europa para filmar documentales que entonces llenaban las salas de proyecciones. El caso es que se conserva una película de un par de minutos, que el cineasta canario Elio Quiroga incluyó en uno de sus documentales, supuestamente filmada ese10 de noviembre en la estación de Astapovo, y es ahí donde nace la leyenda. Se ve el apeadero de trenes, con un banco y un toldo que apenas resguarda de la ventisca esteparia del frío otoño ruso. Un anciano, con aspecto de mujic, camisa de cosaco y luenga barba blanca, está sentado en el banco, aterido de frío. A mitad de la filmación, el hombre cae hacia un lado y queda inmóvil. Se acercan a él y comprueban que acaba de morir. Esta filmación fue exhibida en París meses después, y allí se databa la fecha y se dijo que el hombre cuya muerte fue filmada en directo era nada menos que el gran novelista Liev Tolstoi, adorado por las masas lectoras francesas de entonces.

 

 

Esta filmación, como la foto de la muerte del miliciano de Robert Capa en Cerro Muriano, siempre ha estado bajo sospecha. Se dijo entonces que la filmación fue realizada por los Hermanos Lumière en persona. También dicen que en Astapovo se enteraron de que Tolstoi acababa de morir en la casa de jefe de estación y filmaron una muerte falsa. Se mire como se mire, la historia es muy novelesca, sea verdadera o sea truculenta, y durante años se tuvo como la versión oficial y cierta de la muerte de Tolstoi. Ahora mismo existen muchas dudas sobre su autenticidad, pero es tan increíble que por eso mismo puede que sea verdadera.

 

Y el nuevo síndrome de Tolstói es el caldo de cultivo del populismo, de las teorías de la conspiración, y del extremismo. Hay que ir a la novela, hay demasiado intérprete interesado. Tolstoi fue un gigante de la literatura, un hombre rico de cuna con profundas convicciones religiosas que contenían una idea social, hasta el punto de que Vladimir Lenin quiso enrolarlo para su causa revolucionaria cuando en 1908 publicó un trabajo sobre las ideas socialistas de Tolstoi en el periódico El Proletario del partido comunista ruso, entonces todavía en la clandestinidad. No consta ninguna reacción de Tolstoi, todo es humo, la fuente que nos alimenta es su grandiosa obra magna que a veces suena como un oráculo.

Publicado el

Es la canariedad, estúpido

 

El próximo viernes es Día de Canarias, que debe ser cosa buena, porque incluso se hacen actos en los que se reconoce a quienes han hecho aportaciones importantes a la sociedad. Esa parte me tiene contento porque homenajean a personas y entidades muy cercanas, queridas y admiradas, como Juancho Armas Marcelo, Olga Cerpa y Mestisay y el Centro de la Cultura Popular Canaria. También a Yolanda Arencibia y Andrés Sánchez Robayna, dos grandes figuras de nuestras letras que nos han dejado recientemente, Como la cabra tira al monte, me fijo en la cultura, término equívoco, ambidextro y, como diría Cantinflas, intransigente, intransferible y que no es lo uno ni lo otro sino todo lo contrario. En otras épocas, la cultura tenía más que ver con el capricho de un rey, un papa o una duquesa que con el mercado. Los pintores, escultores y arquitectos se hacían con una clientela entre los más pudientes, y esto fue determinante, por ejemplo, en la pintura flamenca, pues, en Flandes, los ricos comerciantes encargaban cuadros y tapices, y de esta manera se establecía una oferta y una demanda.

 

 

En el siglo XXI la cultura también es un nicho de empresas y un surtidor de puestos de trabajo. Este mercado es cada vez más globalizado, controlado a menudo por multinacionales o, en el caso de España, por grandes empresas que a su vez son tributarias de otras de mayor calado. Es raro encontrar hoy una discográfica que marque el ritmo, una productora de cine potente o una editorial importante que empiece y acabe en ella, suele formar parte de un grupo empresarial multimedia en el que hay cadenas de radio y televisión, editoriales de libros de todo tipo, productoras audiovisuales y empresas paralelas dedicadas a la distribución y al marketing. Lo demás viene a ser testimonial y deficitario, aunque casi siempre sea lo mejor, pero eso al mercado le da igual.

 

Canarias es una terminal de ese mercado global, y funciona un mecanismo similar al de las muñecas rusas hasta que llegamos a la más pequeña: el mercado canario-canario. Entonces nos tropezamos con el problema de que este es un territorio pequeño y fragmentado, y el público a quien están dirigidas las producciones culturales es muy reducido. Pero no existe ni ha existido nunca un proyecto serio y argumentado, más bien al contrario, porque esas actividades en las que se hacen fotos los políticos siempre son flor de un día. Cada vez que alguien trata de poner a funcionar alguna idea que vaya en esa dirección, la desidia se alía con los que quieren mantener el statu quo y con los dinamiteros. Estamos en un territorio en el que dar a conocer la cultura es complicado porque hay un desprecio endémico, y palabras como artista, poeta o intelectual suenan a menudo como un insulto, porque así se propicia.

 

Decía el escritor norteamericano John Updike que, por la tendencia a premiar minorías, a él nunca le darían el Premio Nobel porque reunía todas las características desaconsejadas por la Biblia del multiculturalismo: blanco, anglosajón, varón, heterosexual y cristiano. Y, efectivamente, no se lo dieron. Traigo esta referencia porque ya cansa tanta canariedad de usar y tirar, tanto ombliguismo retumbante que en nada se concreta y que suena muy fuerte cada año alrededor del Día de Canarias, entre una romería y un pasacalle. Parece ser que es obligatorio sentirse orgulloso de ser canario, como si eso fuese un logro personal que necesitara un esfuerzo. Se es tonto o listo, rubio, moreno o pelirrojo, saludable o enfermizo, hábil o patoso por genética, y se es canario por nacer en Canarias, lo mismo que quien nace en Helsinki es finlandés. Me pregunto qué es eso que hace que los canarios debamos ufanarnos de serlo, y que no tienen los pobres y desventurados catalanes, asturianos, ingleses, mexicanos y japoneses. Yo se lo digo: nacer. Por eso siempre invocamos a la madre que nos parió.

 

Como mucha gente de estos muladares, como Updike, soy blanco (si no retrocedemos mucho, porque la mayoría ignora por dónde va el guisante de Mendel), además de varón y toda esa ristra de características que también tienen extremeños o baleares, y que por lo visto me hacen especial sin yo saberlo. Puedo añadir en mi favor que sé tocar el timple y la guitarra (nivel Somos costeros). Sé diferenciar una alpispa de un guirre y un cherne de una vieja. Cuando los urbanitas se ponen la chaqueta de estameña y demás atributos que por lo visto nos pertenecen por etnografía, tal vez homenajeen a sus ancestros, pero en mi caso, campesino de nacimiento y niñez, están en mi memoria de lo cotidiano, como la quesera y el farol. También forman parte de esa memoria las nasas y el chinchorro, el azufre y las despedidas en el muelle a los emigrantes a Venezuela, los bailes de taifas y las partidas de envite. Y aunque no pudiera acreditar nada de eso, seguiría siendo canario. Ya saben, nacer.

 

Se me activa el cabreo en fa sostenido cuando aparece alguien que trata de darme lecciones de canariedad, enarbolando precisamente cosas que apenas conoce de oídas. Decía el mencionado Sánchez Robayna que desconocía qué atributos hacían que un canario fuese más canario que otro canario.  Lo suscribo, porque a esos eminentes teóricos de la identidad, que son los que han llenado nuestras calles de franquicias y multinacionales que han laminado el pequeño comercio, se les llena la boca en Fitur hablando del queso de media flor sin haber visto ni una sola vez cómo se cuaja la leche con la flor de un cardo. Pues miren, aprovechando esa furia domesticada, les digo que por culpa de estos que se disfrazan (vestirse es otra cosa) de canarios tenemos las tasas de paro más altas de la UE, los salarios más bajos de España, una economía concentrada mayoritariamente en una sola actividad, y tengo que aguantar lecciones de identidad porque ellos han sacado del armario «el traje de típico», aunque siguen creyendo que el plátano y la esterlitzia son plantas autóctonas.

 

Esa memoria de nuestros antecesores, no solo es respetable, es venerable, pero se olvidan de la memoria que puede hacernos avanzar y que es olvido consciente: hemos sido los primeros en España en usar cubiertos para comer, en alumbrado público, en agua corriente en cada vivienda, en usar cuarto de baño en cada casa… Todo eso nos vino por el mar, y no se quiso aprovechar. Con el contacto con Gran Bretaña, si nuestra clase dirigente del siglo XIX hubiera sido otra, hoy estaríamos a la altura industrial de Cataluña, que sí supo y quiso. Resumiendo: empiezo a estar hasta los epidídimos de tanto disfraz. Ah, sí, Feliz Día de Canarias; como dirían en la campaña de Bill Clinton, “¡Es la canariedad, estúpido!”.