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Publicidad y propaganda

Supongo que estarán hartos de tanto palabrerío inútil alrededor de los pactos post-electorales aquí, allá y hasta donde el diablo se quedó mudo, porque las urnas han dado unos números que cada cual interpreta a su conveniencia, y se atreven a decir que “el pueblo ha pedido” esto o lo otro, cuando lo que hay sobre la mesa son unas cifras que ahora utilizarán para armar gobiernos municipales, autonómicos o galácticos, que muchas veces nada tienen que ver con lo que a simple vista aparentan los resultados. Queda aguantar semanas y meses de runrún, y al final va a dar igual lo que se vote, puesto que parece que a menudo depende de otras cosas. Eso que impropiamente hoy llaman política (tal como la hacen es más bien propaganda) se vale de los mismos mecanismos que desde siempre han utilizado los gobernantes, con tal de tomar o conservar el poder, que es de lo que por lo visto se trata, cuando la necesidad de la política es de otra índole. Y en plena era de medios de comunicación a todos los niveles, cualquier cosa vale para justificar las acciones u omisiones de quienes gobiernan o aspiran a gobernar.

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El último trabajo de Hércules

Si celebramos ahora el centenario de la publicación de Las Rosas de Hércules es porque en ese año el librero y editor Gregorio Pueyo publicó el Libro II, ya que el Libro I se publicó en 1922, un año después de la muerte del poeta Tomás Morales, con prólogo de Enrique Díez Canedo. Tal como hoy lo conocemos, apareció en 1956, en un volumen conformado por los libros primero y segundo y se le añadió el Himno al volcán, que pudiera ser parte de un tercer libro que dejó inconcluso. Si ha llegado hasta hoy y cada día tiene más fuerza, es porque Las Rosas de Hércules es un manifiesto modernista, forzando la mitología conocida y la que nació del poeta hasta límites a los que no se hubiera atrevido el mismísimo Rubén Darío. Porque desde el primer verso, el poemario es la construcción de un puente que trata de conectar la realidad que se nos escapa con esa otra realidad que, por evanescente, tal vez sea más aprehensible; es decir, la celebración del mito, que no es otra cosa que la traslación de lo cotidiano, que es complejo y confuso, a arquetipos que simplifican las pasiones humanas.

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A ver qué hacen con estos cuatro años

En la Grecia Clásica la democracia consistía en una forma de gobierno en la que el pueblo escogía a los mejores para que administrasen los intereses comunes. Pero no solo se limitaban a elegir a las personas en las que delegaban  esa capacidad de decisión por un tiempo determinado (depende de ciudades y de épocas), también manifestaban sus ideas y opiniones en las plazas públicas, que eran tenidas en cuenta por los próceres. Cierto es que los griegos tampoco eran la quintaesencia de la equidad, porque esa democracia original era cosa de hombres, las mujeres no tenían voz ni presencia pública, y el clasismo, la xenofobia y otras lindezas hacían que no todos los varones fuesen considerados ciudadanos libres y plenos, pues quedaban fuera otros sectores de la población efectiva, como los esclavos o los de origen extranjero. De esta manera se gobernaba, con lo que, si se erraba o se acertaba, la gloria o la culpa era de todos, aunque es evidente que quienes ostentaban las magistraturas y por lo tanto tomaban las decisiones finales tenían una responsabilidad mayor. Veinticinco siglos después tendríamos que haber perfeccionado el sistema, y de hecho se han mejorado los aspectos representativos, pero está claro que lo que hoy llamamos democracia no parece diseñada para que los y las mejores administren los intereses colectivos. Ni siquiera podemos estar seguros de que quienes tienen más votos vayan a gobernar.

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