En la Grecia Clásica la democracia consistía en una forma de gobierno en la que el pueblo escogía a los mejores para que administrasen los intereses comunes. Pero no solo se limitaban a elegir a las personas en las que delegaban esa capacidad de decisión por un tiempo determinado (depende de ciudades y de épocas), también manifestaban sus ideas y opiniones en las plazas públicas, que eran tenidas en cuenta por los próceres. Cierto es que los griegos tampoco eran la quintaesencia de la equidad, porque esa democracia original era cosa de hombres, las mujeres no tenían voz ni presencia pública, y el clasismo, la xenofobia y otras lindezas hacían que no todos los varones fuesen considerados ciudadanos libres y plenos, pues quedaban fuera otros sectores de la población efectiva, como los esclavos o los de origen extranjero. De esta manera se gobernaba, con lo que, si se erraba o se acertaba, la gloria o la culpa era de todos, aunque es evidente que quienes ostentaban las magistraturas y por lo tanto tomaban las decisiones finales tenían una responsabilidad mayor. Veinticinco siglos después tendríamos que haber perfeccionado el sistema, y de hecho se han mejorado los aspectos representativos, pero está claro que lo que hoy llamamos democracia no parece diseñada para que los y las mejores administren los intereses colectivos. Ni siquiera podemos estar seguros de que quienes tienen más votos vayan a gobernar.
Se supone que el fin de la política es hacer que funcione la sociedad, coordinando lo público con lo privado, lo individual con lo colectivo. Nadie dijo que fuera fácil; en una democracia ideal, habría un porcentaje de desaciertos, precisamente por la complejidad de mantener tantas pelotas en el aire al mismo tiempo y porque cualquier obra humana siempre será perfectible. Y la sociedad funciona como un congreso de malabaristas que intercambian millones de pelotas tratando de que ninguna caiga al suelo. Lo normal es que haya errores, pero tendríamos que contar con que es el factor humano, aun cuando los cinco sentidos estén en el asunto.
En España llevamos demasiado tiempo discutiendo los procedimientos, las estructuras y los protagonismos, o como se dice en román paladino, unos por otros y la casa sin barrer. Se constituye el Congreso y se discute quiénes están legitimados para ocupar los escaños. En una exhibición circense digna de premio, se pasan la pelota la Mesa del Congreso y el Tribunal Supremo y se toma una decisión que ahora será recurrida en otras instancias, y otras y otras. Y este es solo un ejemplo de que se discute la vajilla, la cristalería y los asientos a la mesa, pero no hay comida en los platos, no sabemos que se está cocinando y hasta desconocemos dónde está la cocina.
En las semanas e incluso meses venideros van a producirse relevos, debates sobre quién y cómo pero el qué seguirá ignorado. Habrá partidos políticos que tirarán de la manta según les convenga para tener poder en unas instituciones a costa de sacrificar su representatividad en otras, pasando por encima de los votos recibidos. Otros harán un ruido ensordecedor (pataleo literal incluido) cada vez que alguien trate de remover cualquier asunto que ha permanecido igual toda la vida, o se rasgarán las vestiduras cuando el adversario trate de hacer algo que ellos han hecho sin que nadie les chistara. Y así pasará el tiempo, se llenaran programas de debate, sonarán las trompetas del Apocalipsis que anuncian el fin de los tiempos y luego puede incluso que pacten algunos acuerdos que les convengan a ellos, argumentando que es por el interés general.
En resumidas cuentas, la ciudadanía está harta de que se vayan todas las energías en discutir procedimientos y que luego nada cambie a favor de la gente. Es como si las fuerzas políticas y las instituciones tuvieran en las alturas una partida de un juego muy entretenido para ellos y para las grandes corporaciones que se reparten la influencia y el poder en la política pública y en eso que llaman sociedad civil, que no se parece ni de lejos a la que tenían los imperfectos griegos de hace dos mil quinientos años, pero que se empeñan en que creamos que eso es la democracia.
Votar cada cuatro años es fundamental, pero trabajar en la participación ciudadana hasta que volvamos a las urnas es la parte que falta. Hablo de algo tan básico como el concepto de administrar pensando en toda la sociedad, no en unos pocos poderosos o incluso en los repartos de poder. Los partidos políticos son instrumentos, no son el objetivo de una democracia plena. Hasta que eso no se entienda y no se practique, queda mucho camino hasta superar a aquellos griegos contemporáneos de Pericles, que siendo tan clasistas, xenófobos y machistas, todavía siguen siendo mejores que nosotros. Construir una verdadera democracia participativa (imperfecta por humana) sí que sería una verdadera revolución. Les entregamos cuatro años de tiempo colectivo, a ver qué hacen con ellos.
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