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La Misa del Gallo (Cuento de Navidad)

 

A mi solicitante:

Me pide usted que escriba un cuento de Navidad, y en una tierra en la que apenas nieva y diciembre puede ser un soleado día de playa, resulta difícil ponerse en la situación que estuvo sin duda Oscar Wilde y, sobre todo, Charles Dickens, y entre el frío polar y la nieve que están ausentes ¿debo imaginan a un malvado cargado de avaricia como el Señor Scrooge o la estatua de un príncipe con sentimientos humanos? Pero no solo es que los autores mencionados hayan dejado el nivel muy alto, es que también han usado la Navidad como atrezzo de sus historias desde Tolkien hasta Andersen y desde Hoffmann hasta Louisa May Alcott en su incombustible narración Mujercitas, hay relatos de Navidad salidos de las plumas más encumbradas, ¿y usted quiere que le escriba un cuento de Navidad? Cumplo ese deseo bajo su responsabilidad:

La Misa del Gallo

Durante mi niñez, vivía con mi familia en una pequeña aldea de las montañas, y es verdad que en diciembre el frío inclemente se presentaba siempre, y a veces podían verse briznas de nieve sobre las cumbres del suroeste. No recuerdo cuando empezaron a llevarme a la Misa del Gallo, que se celebraba siempre en la pequeña iglesia del valle; supongo que desde que era un bebé, pero yo empiezo a tener recuerdos de ello hacia los cuatro o cinco años. Del techo del templo colgaban dos lámparas de araña, pero solo encendían las bombillas unos días en primavera, cuando traían un pequeño grupo electrógeno para las fiestas de la patrona. En Nochebuena, la iglesia se alumbraba con luces de carburo colgadas a ambos lados, y un número indeterminado de velas de cera iluminaban el altar hasta tal punto que esa noche no se echaba en falta la luz eléctrica. Llegábamos tiritando después de caminar casi siempre bajo la lluvia fina tan propia de final de año; las prédicas del sacerdote sobre la alegría que era el nacimiento de un niño en Belén las recuerdo con el frío y la humedad clavadas en las espaldas de la memoria.

El Día de Nochebuena de mis siete u ocho años, el párroco encargó a varias feligresas que hicieran correr la voz de que, de manera excepcional, ese año se adelantaría la Misa del Gallo a las diez de la noche, porque él tenía que ir después a sustituir al celebrante en la parroquia principal de la comarca, que se había puesto enfermo, y esa hora de misa no podría cambiarse porque asistirían el alcalde, el sargento de la Guardia Civil y el juez de paz con sus familias. Así que, fuimos a la misa adelantada y regresamos a casa más pronto que otros años.

La mañana del Día de Navidad, unos gritos llorosos me despertaron con las primeras luces del amanecer. Engracia, una de las vecinas, gemía como una plañidera bien pagada ante el estupor de mi madre:

-¡Nunca pensé que mi prima Violeta me diera esa puñalada a traición!

A pesar de mi corta edad, imaginaba que Violeta, a quien yo tenía mucho apego porque echaba monedas en mi hucha de barro cada vez que le hacía un recado, habría perpetrado un crimen terrible, una acción de una gravedad inaudita, una maldad de magnitudes bíblicas que, según gritaba Engracia, solo podría perdonar el Santo Padre de Roma.

-¡Y precisamente en Nochebuena! -Volvía a lamentarse.

-¿Pero qué ha pasado, Engracia? –inquirió mi madre, seguramente tan confusa como yo, que escuchaba de lejos, todavía medio dormido.

-¿Que qué ha pasado? El cura encargó a Violeta que avisara por esta zona que se adelantaba la Misa del Gallo, y dejó mi casa atrás; así que me presenté en la iglesia a las doce y estaba cerrada a cal y canto.

-Es que el párroco tuvo que irse a decir otra misa –le aclaró mi madre.

-Claro, y la única familia que faltó este año a nuestra Misa del Gallo fue la mía; ¡qué vergüenza!

-Violeta se despistaría, mujer –trató mi madre de suavizar su furia-, estas cosas pasan cuando surgen de improviso.

-Pues será de improviso, pero a mi prima le he echado una maldición que como le caiga…

-Engracia, maldecir es pecado.

-Más pecado es dejar en ridículo a la única familia del valle que no asistió a la Misa del Gallo. Ya verán cómo muy pronto le cae la maldición.

Yo no tenía edad para entender todo aquello de su furia y menos lo de la maldición, pero sí me di cuenta de que mi madre estaba tan perpleja como yo. Nunca tuve noticia de que le ocurriera desgracia alguna a mi vecina Violeta. Sí que recuerdo que, unos días después, le tocó el Gordo de la lotería del 6 de enero, con un décimo que le mandó su hijo de Sevilla, donde estaba haciendo el servicio militar. Esto fue también muy importante para mí porque luego, cada vez que me enviaba a hacer un recado, en lugar de una moneda metía un billete doblado por la ranura de mi hucha de barro. Debe ser que el Santo Padre de Roma debió perdonar el terrible pecado de olvido de mi vecina Violeta.

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Nunca serán un extranjero, payador.

 

(En memoria del cantautor Rafael Amor que ha fallecido hoy en su añorada Argentina a la edad de 71 años).

***

Eran los años setenta y primeros ochenta del siglo pasado, cuando la noche parrandera empezaba con un churrasco en cualquier asador argentino o uruguayo o en la Pizza Real, pionera de la comida italiana en la oferta gastronómica de Las Palmas de Gran Canaria. Luego seguíamos por diversas rutas, unas veces el Guatativoa, otras La Carreta o, ya más al final de la época, en Medio Mundo. Fueron muchos los nombres que entonces trajeron la poesía cantada que miraba al otro lado del Atlántico, como Rafael Amor, Los de la Banda Oriental y otros grupos de paso, como Gauchos 4, que nos llenaron de canciones uruguayas de Zitarrosa, Viglietti y los Olimareños, y de los rivales de la banda Occidental del Río de la Plata, desde las canciones de Ariel Ramírez a las memorias de cientos de vagualas, chamarritas, zambas y chacareras. No quedaron atrás el arte de Yupanki, la cueca de Chile, la valentía de Violeta, la rabia por Víctor Jara y la enciclopedia andina de Los Calchakis.

No fueron una, ni dos, ni tres las noches que Rafael Amor se sentó con el grupo de noctámbulos (y noctámbulas) para remachar la noche con el cubata (bebida oficial de las amanecidas) o cebando un mate que sacaba de su bolsa cuando el cubata rebasaba el baremo que separa la alegría de la derrota. Allí estaba Rafael, sin esconder su admiración por el inmenso José Larralde, con una barba tan grande como su sentido del humor labrado en el dolor del exilio, cuando la Operación Cóndor tenía en el punto de mira a los payadores que opinaban, como decía Jorge Cafrune. Era Rafael bajo y ancho, y cuando se sentaba en la banqueta desde la que cantaba con su guitarra se burlaba de sí mismo diciendo que era un huevo pinchado en un palillo. Su voz se rompía sin desafinar, llenaba la sala y reivindicaba a los desposeídos, que no tienen nacionalidad definida porque, por desgracia, los hay en todas partes. Y siempre cantaba No me llames extranjero que ahora, cuarenta años después, sigue siendo aún más vigente que entonces.

Y ahora Rafael Amor se ha ido, como Zitarrosa, Mercedes Sosa, Atahualpa, Cabral, Viglietti y una lista demasiado larga y dolorosa que fue entonces la luz al fondo del túnel de la esperanza en América Latina. Al menos ha muerto en su querido suelo argentino, que tantos años echó de menos desde muy lejos, incluso en medio de los cubatas y el mate de aquellas noches grancanarias. En nuestras noches, nunca fuiste un extranjero, Rafael, sino un amigo y un poeta de la canción comprometida al que siempre admiré. Ahora puedes reivindicar la igualdad  directamente y recordarle a Dios que los ángeles blanquitos han de jugar con la niña negra de tu poema. O tal vez estés agotado y solo quieras descansar. Haz lo que quieras, la eternidad es tuya, te la has ganado, querido y admirado cantautor. Gracias, Rafael Amor.

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Una sonrisa navideña

 

Como llevamos una temporada con asuntos muy serios y encima no nos ha tocado  la lotería, incido en algo tremendamente profundo que es el testamento vital renovado de mi amigo Siberio. El tipo maneja bien la guitarra de asaderos (chuletada en Tenerife), que es un género, como el flamenco, el rock o el pop, pero que es tan sublime que los contiene a todos. Siberio es un artista en su territorio, no hay género que no aborde, sea ranchera, blues, la sambita andariega, las viejas canciones de Los Brincos o lo que le echen. No es un virtuoso, pero cada vez se le quedan menos notas atrás. Y no canta mal; bien tampoco, pero es la locomotora. Y ahora que le abruma la cifra de años que ha cumplido, no quiere que su velatorio y entierro lo organicen otros. Por ello, hace unos años, me envió sus instrucciones, que yo publiqué para que quedara constancia. Como ha pasado un tiempito y sigue vivo, ha hecho algunas modificaciones. Ahora queda así:

«Que celebren el velatorio con una parranda en la Asociación de Vecinos, y que encarguen el taperío al bar de Toribio, que cada día hace mejor las carajacas.

Que en el tenderete cante el bolero La barca su prima Ornelia, que afina de aquella manera pero pone mucho sentimiento, y que la cierre Feluco el Majorero con Pálida luna del mes de enero, que la cantó muy bien el día que fue a La Bodega de Julián.

Que ni se le ocurra aparecer por allí a Rosendo el mecánico, que toca la guitarra solo en dos tonos y a contrapié, como Pablo Iglesias cuando se arranca por Javier Krahe, y es un cenizo porque siempre se le parte la cuarta y no lleva cuerda de repuesto.

Que subasten las flores y las coronas. Con el dinero recaudado, deben comprar una barbacoa nueva, coño, que da pena ver cómo está la vieja, y ahora las hay baratas en Carrefour.

Por último: que en el cementerio suene Sombra del Nublo, cantada por Alfredo Kraus (ya está bien de aficionados), pero que lleven un aparato que sirva, o un móvil con altavoces de esos que tiene la gente nueva, porque el radiocassette de Indalecio estuvo bien en los setenta, pero es que ahora suena como un cacharro de pimentón».

Y aquí queda su voluntad. Es de esperar que, si alguien de los mentados estira la pata antes que él, Siberio hará los cambios necesarios en el futuro, porque, como él mismo dice, no es urgente, siempre habrá tiempo de morirse y nunca está de más una guitarra.

¡Feliz Navidad!