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Vivir un mundo paralelo

 

En los últimos años, la salud no ha sido mi fuerte, he pasado por diagnósticos y tratamientos complejos y molestos (no nos vengamos arriba cuando hay tanto sufrimiento irracional en nuestro mundo), pero todo se supera, y en cada momento tenía claro si me dolía, tenía náuseas, ardor como si me hubieran hecho a la parrilla o me entraba una migraña insoportable. Quiero decir que identificaba todo lo que sentía, y continuaba siendo un misterio ese virus que venía de China, que por fortuna pude evitar en mis peores momentos, porque pillarlo no habría ayudado. Y la gente que había pasado por ese virus que paralizó el planeta me lo describía siempre de una manera distinta, aunque no podían explicar qué había de diferente a cualquier otra dolencia.

 

 

Ahora ha entrado en mi casa la Gripe A, y ha sido un tiempo muy complicado. Cuando pasamos unos días en estado febril, es como si el mundo funcionara de otra manera. Los últimos diez días he vivido la experiencia de la gripe, que muchas personas entienden como una enfermedad menor. No es así, si el virus te pilla fuerte, la fiebre puede ser muy alta y los problemas respiratorios muy complejos, incluso peligrosos. Se pasa muy mal, por lo que siempre aconsejo que, siempre que sea posible, se vacunen contra la gripe estacional.

 

Menciono esa circunstancia personal porque es algo que nos deja fuera de circulación. Durante esos diez días que menciono, han sucedido cosas muy importantes, de un calado tremendo, tanto en España como en el mundo. Se ha producido el cese de los bombardeos continuos en Gaza, ha habido una visita importante de Zelenzki a Washington, se ha programado una entrevista entre Trump y Putin en Budapest y, en fin, están sucediendo muchas cosas que, cada una por sí misma, son de una importancia tremenda, y ya podemos imaginarnos el peso que tienen todas a la vez.

 

Lo curioso es que, mientras todo eso sucedía, yo estaba en Urgencias, aliado con la bombona de oxígeno, o en casa bajo los efectos de una fuerte medicación y con fiebre alta que tardó una semana en desaparecer. Escuchaba la vida con sordina, como si estuviese viendo una película en la clandestinidad. Cuando hablaba con alguna persona a través del teléfono (casi siempre por medio de mensajes escritos) percibía el mundo como algo irreal, y lo más tremendo es que, cuando se está en una situación complicada o dolorosa, lo único que nos preocupa es la supervivencia. El único interés era el de respirar.

 

Todo esto me hace volver a esa idea de que no nos damos cuenta de la ausencia del bienestar físico hasta que lo perdemos. Vamos por la calle, nos cruzamos con personas que caminan con muletas o en silla de ruedas y nos pasan desapercibidas. Solo cuando esas carencias nos ocurren a nosotros nos damos cuenta de la necesidad de que la accesibilidad sea buena, de que la gente pueda moverse sin problemas insalvables. Y no nos enteramos de que hay personas atrapadas en pisos con muchas escaleras donde el resto de la comunidad se niega a arreglar un ascensor que se ha roto. Este tipo de cosas deberían estar legisladas y con capacidad ejecutiva siempre. Los Ayuntamientos debería tener el derecho y la obligación de solventar esas necesidades, pero por lo que se ve andan muy ocupados con los carteles del Carnaval o el enésimo festival con nombre en inglés y pagado con dinero público, mientras que no hay capacidad jurídica para salvar a una ciudadana secuestrada por las circunstancias.

 

Ahora, tras una larga semana viviendo como de prestado, he entendido eso que no podían describir los contagiados. Independientemente de la agresividad diferente de las sucesivas cepas, me hablaban de vivir como flotando. Y esa es la sensación, como si pisaras un suelo de goma, o una cama elástica. Se va la fiebre pero sigues con la cabeza zumbada, con una sensación indefinida que no es sueño, pero tampoco vigilia. Algo distinto que nunca había sentido. Y yo he sido afortunado, porque nos hemos contagiado a la vez las dos personas que habitamos mi casa, no sabemos dónde ni cómo, ni parece que eso le interese a nadie. Y encima nos pilló con una compra grande recién hecha, así que no hemos necesitado ayuda (aunque ha habido amigos en estado de alerta, lo cual da mucha seguridad) y, al estar contagiados los dos, no había que tomar precauciones. Hay una receta mágica que te cuentan por teléfono: no salgas, descansa, toma paracetamol hasta que no haya fiebre y si tienen dificultades serias para respirar vete a urgencias. Vale, y si te rompes una pierna también.

 

Así que, cuando somos dos zombis es menos aburrido que cuando se está solo. Tengo también la sensación de que al planeta entero le importa un carajo todo esto, pues no consta en ninguna parte que estas dos personas estén enfermas. Pero eso me hace pensar que yo también estoy en mis cosas mientras otras personas sufren. Lo digo porque, al tipo que lleva la cuenta de los contagios, cuando tenga que pasar la factura a la OMS, le faltarán dos contagiados por aquí, y algunos más por allá, y entonces los datos estarán falseados. Y ya es creerse importante que contabilicen un contagio cuando en medio mundo la gente muere de las formas más crueles y tampoco parece que eso le quite el sueño a quienes podrían evitarlo. Seguimos igual, esto que nos pasa aquí con guante blanco, pasa a millones de seres humanos, inermes ante plagas como el paludismo, el sida, el ébola, las guerras o el hambre. Pero eso a nadie le importa, y supongo que, a estas alturas, el tipo que durante el COVID contaba los contagios debe estar en el paro, porque los únicos contadores que importan son los que amasan dinero manchado de corrupción, sangre y avaricia.

 

Así las cosas, me viene a la mente la escena de Casablanca en la que Rick (Bogart) le dice a Ilsa (Ingrid Bergman), que mientras el mundo se rompe en pedazos poco importa el sufrimiento de una pareja perdida en el noroeste de África, y digo yo que menos todavía otra a la que el reparto del súper o un amigo solidario le lleva la compra a la puerta. Y esa es la dinámica de este tiempo, en la que los sin techo son mera estadística, la soledad de los ancianos viene de serie y el abandono es connatural en una sociedad enferma, y esta enfermedad -el egoísmo- sí que es grave.

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Las trescientas tonalidades del blanco

 

No sé si me da risa o tristeza cuando escucho a alguien del mundo de la literatura decir que no es de derechas ni de izquierdas, que es apolítico. Le compro lo de derechas o de izquierdas, porque entiendo que son palabras manidas y desgastadas, que tienen más que ver con ideologías que impregnan todo lo que hacemos, y entiendo que eso no es bueno, porque el pensamiento debe discurrir como un río. Lo que no compro es que se puede ser poeta, narrador o dramaturgo y a la vez ser apolítico. Ya decía Antonio Machado: “hay que hacer política, porque si no otros la harán por ti, seguramente contra ti”. Cuando se escribe literatura, se hace política en cada renglón, desde la poesía mística más profunda hasta la más trepidante novela de acción. La cabra tira al monte, y se escapa del camino sin darse cuenta. Y quien se esmera en no pisar charcos, se está fabricando su propio barrizal, el de acomodarse a la realidad imperante. Y eso también es hacer política.

 

 

En 1939, el poeta y dramaturgo alemán Bertolt Brecht escribió un poema con el título de “Malos tiempos para la lírica”. En él decía que no gustaba que él dedicase sus versos a las mujeres campesinas que caminaban encorvadas por el trabajo, que lo que la gente quería es que le hablaran de quien es feliz. En la década de los 80, el grupo gallego Golpes Bajos popularizó una canción en la que la frase se repetía muchas veces, y la idea era la misma que la del escritor alemán. Escribir ahora es un trabajo de sorriba, porque cuesta centrarse, pero quien tiene un compromiso con el pensamiento y la razón debe que sacar fuerzas de donde sea porque el pensamiento se construye con palabras, y hay que hacerlo, aunque se corra el riesgo de equivocarse, porque en un momento como el actual pensar es muy complicado porque los elementos con los que se arman los conceptos son inciertos.

 

Para seguir adelante, pienso en una escena de la película Casablanca en la que Rick (Humphrey Bogart) le dice a Ilsa (Ingrid Bergman): “El mundo se desmorona a nuestro alrededor y nosotros nos enamoramos”. Entonces era la II Guerra Mundial en el cénit de la incertidumbre, pero incluso en medio de ese horror se encendía una luz. Ahora pasa igual, al escribir y al vivir, porque en medio de una desgracia colectiva en la que nadie había pensado es necesario que se enciendan las luces. En Casablanca era el amor entre dos personas, ahora tiene que ser el de la creencia en la vida y la solidaridad por encima de cualquier cosa. Así trato de construir el andamiaje de mi pensamiento.

 

Los seres humanos tememos por la familia, por los amigos, por la gente desconocida y, por instinto de supervivencia, por uno mismo. Y es que hemos de sobrevivir como individuos, como sociedad y en última instancia como especie. Cuando todo eso está en riesgo, sería de inconscientes no tener miedo. Alguien ha dicho en estos días que quienes no tienen miedo son el mayor peligro. Pero hay que sacudirse ese miedo, porque la valentía consiste precisamente en eso, los temerarios no son valientes porque nunca tienen que vencer al miedo. Así que, si en estos días el miedo nos atenaza en algún momento, no debemos avergonzarnos, pero tampoco debemos dejarnos paralizar, porque hay quien sabe utilizar el miedo para conseguir propósitos que casi siempre son inconfesables.

 

Tampoco debemos cerrar los ojos. Lo que está ocurriendo en el mundo en estos momentos es tremendo, pero también debemos pensar que nuestro aliado más importante ahora mismo es el pensamiento. La política también es importante porque hay que generar respuestas y en estos momentos es una grave irresponsabilidad la de quienes anteponen otros intereses al problema principal. Es impresentable que haya quien siga jugando al ajedrez con la vida humana, porque si antes no están las personas todo carece de sentido. Vemos cómo se especula con las influencias, con el precio al alza o a la baja de materias primas y con asuntos que pueden ser importantes en otro contexto, pero que hoy pueden esperar. También es muy triste que sea ahora cuando nos demos cuenta de la tragedia de millones de personas en la pobreza de un África explotada y de la indiferencia hacia el drama de los refugiados que huyen de las guerras que llenan muchos bolsillos. Pero ese dolor sigue ahí, y nos sigue llegando en patera.

 

Estoy seguro de que al final la Humanidad superará este embate, pero hay que tratar de que sea de la forma menos dañina posible. Cuando pase todo esto, quedarán retratados los que trataron de hacer su juego de tronos. Siempre se ha dicho que la memoria de los pueblos es frágil, pero hay cosas que no se olvidan porque con la vida humana no se juega. Y aunque sean malos tiempos para la lírica, es necesario hablar y pensar en quienes más sufren. El dolor no es un tema muy atractivo, pero, como decía el mencionado Bertolt Brecht, es lo que ahora mueve a escribir.

 

Estamos viviendo unas semanas muy delicadas, que ojalá se encaminen a territorios más seguros. La mentira, la hipocresía, la diplomacia más sinuosa y la más brutal se combinan para manejar el miedo. Una amiga me decía hace unos días que está tan asustada que su cerebro se ha puesto “modo avión”, no emite ni recibe. Lo entiendo, pero no lo comparto, no podemos cerrar los ojos, y dejar de mirar qué hay detrás de la siguiente curva del camino. El pensamiento ha de ser el último reducto de la libertad. No se trata de posicionarse al lado o en contra de algo o alguien, se trata simplemente de posicionarse sin más, algo tan sencillo y a la vez tan difícil, porque de todas partes lloverán piedras, y no es lo que se dice, sino cómo los demás lo interpreten.

 

¿Tan difícil es de entender que se puede ser solidario con los civiles palestinos y a la vez condenar las atrocidades perpetradas por Hamás, o que se puede ser crítico con la violencia criminal ejercida por el gobierno israelí sin ser antisemita y simpatizar con el sufrimiento histórico de los judíos? Claro que se puede, pero una manera de combatir la razón es tergiversarla. No todos los progresistas son estalinistas ni todos los conservadores fascista. Dicen que la sociedad está polarizada. No es cierto, se trabaja para polarizarla, para que todo sea blanco o negro. Pues resulta que los esquimales discriminan hasta 300 clases de tonalidades del blanco, porque ese conocimiento puede significar la diferencia entre vivir o morir en un entorno hostil. Pero nadie escucha, solo rebota.

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Luis Roca, Galdós y Buñuel

 

Hace unos meses, con la producción de Marta de Santa Ana, se estrenó el documental de Luis Roca Arencibia Benito Pérez Buñuel, en el que establece un diálogo entre dos figuras fundamentales de nuestra cultura, Galdós y Buñuel. La cinta está respaldada por la participación de figuran tan importantes como Jerónimo Saavedra, que da voz a Galdós en el documental, y Yolanda Arencibia, eminente profesora gracias a la cual sabemos mucho más de don Benito, autora de la biografía más completa que existe del novelista y conocedora como pocos de su obra. Yolanda Arencibia aparece también en la pantalla por lo que, además de profundizar en la obra galdosiana, es también un homenaje inesperado a ella y a Jerónimo Saavedra, pues ambos han fallecido recientemente. La cinta recorre las islas y, precisamente ese jueves, puede ser vista en la Casa de la Cultura de la ciudad de Telde.

 

 

A primera vista, conociendo el recorrido literario de Galdós y la carrera cinematográfica de Buñuel, no parecería que fuesen dos creadores que tuvieran algo en común. Tampoco pudiera pensarse que un realista/naturalista como Galdós pudiera ser de interés para un creador como Buñuel, que es pura vanguardia de su adolescencia. Sin embargo, aparte de su intensa proyección con aires surrealistas, Galdós es uno de los pilares de la obra cinematográfica de Buñuel. Han sido muchas las adaptaciones cinematográficas de la obra galdosiana, ya desde la época del cine mudo, aunque ninguna en vida del novelista. Siempre han sido cineastas realistas, siguiendo la línea del propio Galdós, de las que son historia importante del cine español Fortunata y Jacinta, de la mano de Mario Camus, tanto en cine como en televisión, El abuelo, de José Luis Garci o Tormento, con Pedro Olea al timón. Y tenemos imagen de personajes galdosianos en los rostros de Ana Belén, Emma Penella, Concha Velasco, Fernando Rey, Paco Rabal o Fernando Fernán Gómez.

 

Buñuel, con su mirada de vanguardia irreverente, tendría que estar en las antípodas de Galdós, pero a veces se da la magia, el milagro, porque el de Calanda fue un intelectual polifacético que, aunque proyectó su talento sobre todo en las películas, su capacidad era davinciana, y todo ese conocimiento, desde su pasión por los insectos a su carácter de lo que llamaríamos un espectador profesional, fuese en música, pintura o literatura, lo llevaron a convertirse en uno de los más grandes y respetados directores de la historia del cine. Por lo tanto, desde que se tropezó con la obra de Galdós, durante la dictadura de Primo de Rivera o cuando, en plena efervescencia republicana de la Generación del 27, cuando Galdós era incluso denostado por los que pensaban que eran ellos los que traían la modernidad, Buñuel quedó atrapado en la obra de Galdós y, en ese asunto, se convirtió en un disidente de esa magnífica generación a la que pertenece con todo mérito. Hay que decir, para ser justos, que el poeta Luis Cernuda también quedó atrapado en la obra de Galdós, sobre todo cuando tuvo que exiliarse después de la guerra civil y encontró en la obra galdosiana las claves para tratar de entender en laberinto español. Ambos, Cernuda y Buñuel, fueron galdosianos para los restos.

 

En Luis Buñuel había, además un factor común con Galdós; ambos criticaron el fariseísmo de la clase social a la que pertenecían por nacimiento. Ninguno de los dos habría podido lanzarse sin el paracaídas familiar para abrazar el Madrid que era capital de un imperio moribundo o el París de las Vanguardias que era entonces la capital artística del planeta. Galdós provenía de una familia acomodada y pudo escapar de la mediocridad de una sociedad paralizada por las apariencias, Buñuel era hijo de un hombre de enorme fortuna, porque de otra forma no habría podido estar siete años en la Residencia de Estudiantes, que era todo lo avanzada y krausista que se quiera, pero tenía un alto coste. De hecho, los componentes de aquellas generaciones tan brillantes eran de familias adineradas, como Dalí, hijo de un prestigioso notario de Figueras, o Lorca, un señorito andaluz con todas las de la ley. Y así, la mayoría.

 

Galdós, como Buñuel, cometieron el pecado de airear la hipocresía de su clase, la alta burguesía, pusieron a la vista las grandes mentiras sociales y eso los llevó a ambos a establecen amistades con personalidades que, cada cual en su momento, trataron de cambiar esa enorme desigualdad que, por lo visto, es una enfermedad social incurable. Ese pecado nunca le fue perdonado por su propia clase, de alguna manera fueron considerados traidores, por mucha gloria literaria o cinematográfica que tuvieran. Y ambos pagaron el alto precio que eso supone, y en el caso de Buñuel agravado por el franquismo, al que ni Galdós ni Buñuel le gustaba. El cineasta fue en la práctica un exiliado voluntario, como Fernando Arrabal o Juan Goytisolo. Sus refugios fueron París y México, con alguna temporada en Hollywood, donde tampoco era bienvenido en tiempos de macartismo.

 

De manera que, finalmente, si hurgamos, no es tan raro que la sombra de Galdós sobrevolara a Buñuel, tanto como las Paul Éluard o Gertrude Stein. Tal vez esa mezcla es la que hizo distinto al cineasta aragonés. La primera adaptación que hizo de don Benito fue Nazarín (1959), en México, aunque con un nutrido grupo de actores y actrices españoles, además de los mexicanos. Pocos años después, en 1961, Buñuel rodó en España Viridiana, e incorporó un nuevo rostro a la memoria de Galdós, el de la actriz Silvia Pinal; esta película es un claro trasvase de la novela galdosiana Halma. Toca decir que, cuando la cinta ganó grandes premios internacionales, en España trataron de destruirla porque la Iglesia la tildó de blasfema, y se salvó porque su protagonista, la mencionada Silvia Pinal, logró sacar una copia del país y llevarla a México. En España no se pudo ver hasta después de la muerte de Franco.

 

Y a los rostros galdosianos de Buñuel, hemos de añadir el de otra gran actriz, la francesa Catherine Deneuve, protagonista de la adaptación de Tristana. Y aquí toca decir que, en estas adaptaciones de Buñuel, no hay que buscar al pie de la letra el texto de Galdós, porque Buñuel se tomaba grandes licencias, sin faltar al respeto a don Benito, pero con la cometa surrealista siempre tirando del hilo. Por eso, en estos tiempos tan turbulentos, también hemos de mirar hacia los maestros que nos enseñan a ver la vida, y el documental que nos ocupa es siempre una opción segura.