Celebremos los milagros
Hay meses que van grabando su cuño en nuestras vidas, y está claro que en la mía el penúltimo mes del año tiene una gran relevancia, a favor y en contra. Siempre me gustó el otoño, aunque hace unos años que debe haber perdido el reloj y llega muy impuntual, siempre tarde. En mi niñez siempre había un día especial en noviembre porque era el cumpleaños de mi madre, y el mes en el que en el día 20, se recordaba la muerte de un personaje histórico que tenía su foto en todas las aulas de España, y luego se remachó con la muerte de otro que le puso nombre a la historia justamente en otro 20 de noviembre, fecha que tal vez no sea cierta porque hay conjeturas sobre la verdadera fecha de la muerte de aquel General de Piedra, al que llamé así en una novela porque ponerle nombre es como despertar al dragón.

En estos días, el Gobierno español y la radio y la televisión estatal andan despendolados recordando lo 50 años del fallecimiento del aludido General. Dicen que es porque se cumple medio siglo que acabó una dictadura, lo cual no es muy exacto, porque la inercia de aquel aparato diabólico siguió a pleno rendimiento durante años, y, en la teoría, solo acabó el 6 de diciembre de 1978, cuando se realizó el referéndum que aprobó la nueva Constitución, lo cual tampoco es del todo (ni de nada) cierto, porque hubo que poner sangre y muertos sobre la mesa como tributo al monstruo de la intransigencia, para parecerse aunque fuera en la portada a las llamadas democracias liberales de nuestro entorno. La dictadura no fue un entretenido parque temático. Fue la oscuridad, el horror; y, parafraseando a viejo amigo Lope de Vega, “quien lo probó lo sabe”. Sería bueno que también lo supieran quienes no conocieron ese tiempo. Si lo vivieron y tienen buena memoria de aquella miseria, ya es un dato que debieran considerar.
Se dijo entonces que se había cruzado un puente, pero hemos visto que el monstruo simplemente hibernaba, agazapado y esperando la ocasión de saltarnos a la cara como no andemos listos, que no andamos. He dicho en alguna parte que no estamos haciendo historia, sino representando una vez más los Episodios Nacionales de Galdós, que por lo visto hay que repetir cada siglo. En el XX seguimos la narración de don Benito al pie de la letra, y en el XXI creo que incluso hemos montado el espectáculo con mayor rapidez y eficacia que en el siglo pasado. Va como un tiro. Y se me cruzan los razonamientos, porque esa obsesión por volver sobre aquellos días de 1975 de quienes supuestamente quieren dejar atrás tanta oscuridad, más parece una celebración de los que añoran que vuelvan aquellos tiempos en blanco y negro (realmente más negro que blanco).
También noviembre me trae aquella traición que sigue teniendo letales consecuencias sobre el pueblo saharaui. Creo que aun no sabemos la mayor parte de los detalles de aquella vergüenza que fue el Acuerdo Tripartito de Madrid. Parece que, de repente, nos han metido en la máquina del tiempo y nos obligan a regresar a 1975, seguramente porque no se hicieron bien los deberes. Este escribidor ha hecho lo que ha podido, docenas de trabajos de todo tipo y dos novelas que no han servido para nada, porque ha sido predicar en el desierto de los intereses de unos pocos españoles que se llenan los bolsillos mientras se proclaman patriotas, y de algunas naciones extranjeras, una que se cree dueña del planeta y otra que presume de grande y poderosa defensora de la libertad, la igualdad y la fraternidad y casi siempre huye con el rabo entre las patas (n’est-ce pas vrai, ma chèri?)
De jaez más amable, tengo el recuerdo de que fue un noviembre cuando tuve la ocasión de acudir a una conferencia a la que también asistía como público Eric Sventenius, fundador y director del Jardín Botánico Viera y Clavijo hasta el mismo día en que murió, en 1973, en un accidente de tráfico muy cerca del Jardín (de su vida y su obra pueden aprender mucho en el libro de Ángeles Alemán El último amor de Sventenius (2024). Era yo entonces adolescente y estudiante. La charla era sobre la recuperación de la flora autóctona. No recuerdo al ponente, pero sí que mencionó algunas especies y lamentó que ya fuese imposible recuperar algunas ya perdidas, como el mocán, un arbusto que nunca fue abundante en Gran Canaria. No quedaba ningún ejemplar, y para repoblar la isla había que traer esquejes de otras islas de Canarias o de Madeira, porque es una planta macaronésica.
Recordé que, en el valle de medianías de mi primera infancia, había un pequeño árbol que llamaban mocán, un ejemplar al cobijo de una fuente umbría a la que acudían a beber los pájaros. Al acabar la charla, me acerqué a Sventenius (es la única vez que lo vi físicamente), que acudía como público; tuve que hacer un gran esfuerzo para vencer mi timidez, porque aquel hombre tan renombrado y famoso en la isla, tan alto (o eso me parecía), tan rubio y con un halo de imponente sabiduría, apabullaba con su sola presencia. Haciendo de tripas corazón, conseguí decirle que yo sabía dónde había al menos un ejemplar del árbol que se daba por extinguido. Se libró de mí con elegancia y debió dar por hecho que mi gran noticia carecía de fundamento. Alguien muy respetado, también presente en aquella velada, que a veces fue mi Ángel de la Guarda, me dijo que, si conseguía que el cura del lugar donde yo situaba el imposible vegetal extinguido me escribiera una carta con el cuño de la parroquia certificando la existencia del árbol del mocán, Sventenius tal vez tomaría en consideración algo que, en principio, era un disparate, porque mi mentor sabía que el sueco era muy religioso, pues se había convertido al catolicismo durante una estancia en Montserrat.
Así lo hice; el cura, después de haberle vaciado la cabeza por la insistencia, pensó que acabaría antes escribiendo la carta que le pedía. Cuando la tuve en mi poder, volví a valerme una vez más del ángel antes mencionado para que llegase de su mano al gran científico. Y algo se movió. Se vio a varios caminantes sin identificar merodeando el mocán y haciendo fotos. Luego supe que, además de ese ejemplar certificado por una rocambolesca intervención divina, que se materializó a través de un cura rural que también era experto en el juego de la zanga, se encontraron algunos arbustos más en otros lugares de la isla, donde languidecían casi clandestinos. La ciencia debió ponerse en marcha. Hoy se cultivan mocanes y me cuentan que hasta le sacan algunas aplicaciones gastronómicas con sus pequeños frutos.
Pero, a pesar de la mayoritaria mala memoria que tengo de este mes por asuntos colectivos, es para mí el gran mes de cada año, porque en noviembre celebro que en estas fechas vio la luz primera quien, después de unos cuantos miles de días, sigue caminando a mi lado, mirando hacia el mismo punto del futuro que esta deslumbrada criatura que no deja de dar las gracias porque es consciente de su gran fortuna. Como diría Carl Sagan, un tipo que solía pensar como yo (bueno, se da el levísimo detalle de que él lo pensó primero), es un milagro que entre tantos millones de años luz y tanta infinitud, dos miradas compartan un fogonazo de tiempo y espacio. Celebremos los milagros.

