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Lo del Sáhara tiene mangrina

 

La política internacional es cada día más asunto de trileros, que cuando la carta parece que está en un lugar concreto, resulta que la levantas y no está. La mesa de ese infame juego es nada menos que las Naciones Unidas, que unas veces se calla, otras preparan un plan de paz, otras mandan un enviado especial (norteamericano, por supuesto, o de esa cuerda como Pérez de Cuéllar), y finalmente se pliega a lo que diga Estados Unidos.

 

 

Washington tiene alianzas curiosas. Para los asuntos de América Latina y Africa del sur es uña y carne con los británicos, para temas de Asia central y del Indico se entiende muy bien con Rusia (ya, ahora hay una guerra, pero miren bien), para Oriente Medio se entiende consigo mismo, con el dinero judío y otra vez con Londres, y para temas de Africa noroccidental es del mismo parecer que Francia. Y siempre es así, por lo tanto, no es ninguna sorpresa que ahora Trump diga a las claras que apoya el expansionismo marroquí a costa del territorio del Sahara, puesto que Francia venía haciéndolo desde siempre.

La gran disculpa para mantener el status quo saharaui era que la URSS, vía Argelia, obtendría de ese modo una salida al Atlántico. Cayó el Muro de Berlín, acabó la Guerra Fría, y la cosa no tenía ya razón de ser, y es por eso que las Naciones Unidas, siempre tan dependientes de la Casa Blanca, elaboraron el Plan Pérez de Cuéllar, que luego fue otro y otro, enviaron a la MINURSO y comenzaron con el censo. Pero Francia seguía ahí, como el dinosaurio de Monterroso, y finalmente se volvió a materializar ese pacto universal para esta zona del mundo entre París y Washington, que viene desde que el general La Fayette peleó con las trece colonias y continuó cuando, cien años después, los franceses regalaron a los yanquis la estatua de La Libertad. Qué ironía.

 

El gran cambiazo que quieren darle al asunto del Sahara es otra pirueta criminal, como la de Afganistán, como la de Palestina, como la que ocurrió en la antigua Yugoeslavia y ocurre ahora mismo en Ucrania. Y encima tenemos que tragarnos una y otra vez esos valores supremos de la prepotencia norteamericana. España se atusa los bigotes, pinta menos que el sastre de Tarzán, hasta el punto de pedir una especie de perdón surrealista a los mexicanos por lo de Hernán Cortés. De locos. Otón I quiso hacer una Europa única hace más de mil años, y Carlos V, y Napoleón, y Hitler, todos a punta de cuchillo, y ahora se pretende hacer esa Europa a punta de cuchillo norteamericano. Si es que ni siquiera proyectan en los cines películas europeas. Antes veíamos todas las de Pasolini, Losey, Truffaut, Godard, Gassman, Bergman, Liliana Cavani, Fassbinder… Y ahora, que estamos en Europa, solo cine americano.

 

España, que tiene un deber moral con el Sahara como antigua potencia colonizadora y hacer una desastrosa descolonización, debería aprender de su vecino Portugal. Sí, ese país pequeño que un día también fue imperio, y que al menos tuvo la elegancia de intervenir a favor de la paz en Timor, y gracias a su buena gestión ha sido posible una independencia en concordia. Tenemos tanto que aprender…

 

Ha llegado Trump por segunda vez como el caballo de Atila, amenazando con apropiarse de Groenlandia y concediéndole a Marruecos poderes sobre el Sahara Occidental y aguas cercanas, incluso propiciando el entendimiento de Rabat con Israel. Vivir para ver. Es que antes era la pesca, luego el petróleo y el gas, más tarde los fosfatos y ahora las llamadas tierras raras. Seguimos dejando que el monstruo siga creciendo y Europa es cada vez menos Europa, porque Alemana está pillada entre dos fuegos, Francia se diluye en su creciente incompetencia y el Reino Unido, que un día fue un miembro poderoso de la UE, se dio el piro con el Brexit ya todavía no saben si acertaron a se equivocaron, pero finalmente consiguieron lo que querían, tener las manos libros, pero siempre está del lado de sus antiguas colonias. Qué paradoja.

 

Y ahora parece que hay prisa por cerrar el asunto del Sahara, pero precisamente todo el mundo habla, negocia y discute, pero mantienen callado al pueblo saharaui, perdido en medio del erial de Tinduf. Pues todo eso tiene que ver con el cambio de paradigma que todo el mundo parece aplaudir, incluyendo al nuevo Papa de Roma (si Francisco levantara la cabeza…) El asunto viene de muy lejos, casi un siglo, con Francia y España repartiéndose el pastel de noroeste de África. En 1966, en medio de la fiebre descolonizadora que recorría el planeta, El Comité de Descolonización de la ONU planteó la independencia del Sahara Occidental y, un años después, España accedió a organizar un referéndum para la autonomía de la zona, pero el asunto se canceló por las disputas entre Marruecos y Mauritania.

 

Después de muchas vicisitudes, en noviembre de 1975, con Franco moribundo y en medio de la presión de la Marcha Verde para presionar a España, se firmó el acuerdo Tripartito de Madrid, que, con Mauritania y Marruecos adjuntando su firma a la de España, acuerda coordinarse para lograr la descolonización del Sahara. Pero todo era mentira, en realidad se entregaba a Marruecos el territorio del Sahara. Esa es la responsabilidad de España, que no cesará nunca porque la Historia es tozuda. Y ahí seguimos, celebrando los cincuenta años del final de una dictadura y dejando definitivamente al Sahara y os saharauis a los pies de los caballos. Ese perdón sí es necesario, no la retórica indigenista mexicana.

 

Y mientras, nos volvemos locos en estas islas con el reguetón y los carnavales, delirando porque el verano que viene actúa Sting en el Gran Canaria Arena, convertidos en un territorio cada vez más frágil, y cediendo ante pretensiones terribles de otros, porque, si los sucesivos gobiernos de Madrid han dejado abandonada o a su suerte al pueblo saharahui que un día fue español con DNI, no hay ningún precedente histórico que nos lleve a pensar que, un día cualquiera, no seamos también moneda de cambio (recordemos el infame acuerdo pesquero que firmó Bruselas con Marruecos hace casi medio siglo, con el beneplácito de Suárez, y luego el de Felipe González hasta llegar al silencio. Con Trump desmelenado, Macrón destiñéndose al sol de su soberbia, Putin oliendo la sangre y altos representantes del gobierno chino merodeando por aquí cada vez con más frecuencia, a lo mejor hay alguna cosilla más que pueda hacerse, pues no sé si bastará con fundar nuevos partido políticos, aumentar las dosis de reguetón y matar unas cuantas ratas. Es que ignoramos si nuestros dirigentes están a Rolex o a setas, porque, como dicen en mi pueblo, lo del Sáhara tiene mangrina (me da que me ha salido un canarismo ¡ay!)

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Mancuerdas a tutiplén

 

Parece que para hablar de política hay que estar claramente posicionado. También parece ser mirado como un delito tener una ideología, sobre todo si esta es de las que llaman de izquierdas. Porque todo lo que se asimile a la derecha siempre cuadra, porque la vida es así, porque la cosa lleva siglos. Tengo que confesar que siempre he sido reacio a identificarme con el concepto de ideología, porque a menudo pertenecer a un tipo de pensamiento concreto tiende a justificar muchas cosas. Pero, qué le vamos a hacer, siempre se me va la cabeza contra lo injusto, contra el abuso, contra lo que discrimina porque sí.

 

 

Claro, dirán, es que eres de izquierdas, como si no fuese un derecho pensar libremente. Pues mira, no estoy seguro. Sí tengo la absoluta seguridad de que no soy de derechas, y menos de ultraderecha, pasé demasiados años bajo un régimen absolutamente excluyente, por decirlo de manera suave. A los jóvenes que ahora parecen entusiasmados con las proclamas de la ultraderecha, que niega derechos que han costado sangre, les digo que, como entramado político, irá a proteger los privilegios de clase, apellidos y posiciones. Ese modo de vida que se ampara en religiones cómplices y juzga siempre negativamente cualquier intento de justicia. La derecha fue una herencia suave y medrosa de los modos franquistas, la ultraderecha intenta repetir aquello, y encima se molestan cuando se les tilda de fascistas. Es que son fascistas, y la derecha medrosa se ha dedicado a arrimarse a esos viejos modos en blanco y negro.

 

He afirmado con rotundidad que no soy de derechas y desde luego muy lejos frontalmente de la ultraderecha. Ah, pues entonces se podría insistir en que soy de izquierdas. Pues mira, define izquierda, porque esos partidos con los que se supone debo identificarme y se proclaman de izquierdas no cuadran en sus comportamientos con mi manera de ser y transitar por la vida. Ah, entonces dirán que soy centrista, equidistante, apolítico. ¡Y una mancuerda! Esas tres palabras, centrista, equidistante y apolítico, me dan náuseas una a una. Y aprovecho para expresar mi indignación por las proclamas incendiarias del señor Abascal en su visita a Canarias.

 

No soy de derechas porque no me gusta que los servicios públicos básicos dejen de serlo para convertirse en un negocio. Ya me pueden cantar los Niños Cantores de Viena todo eso de la propiedad privada, el derecho a decidir sobre mis pertenencia y no sé cuantas majaderías más que siempre reman a favor de quienes no necesitan servicios públicos ni protección social, ya tienen todo el dinero, pueden pagarse sanidad, educación, y tendrán casas para habitar o explotar. La democracia les molesta, porque la verdadera democracia tiende a la justicia, y los estados existen para poner límites a los desmanes de quienes siguen empeñados en perpetuar el feudalismo y la esclavitud.

 

No, no quiero una revolución stalinista, no quiero sistemas totalitarios, que finalmente son todos iguales, y los de derechas o izquierdas acaban siendo la misma pérdida de libertad individual. Quiero un mundo más justo. No puede ser que fondos buitres compren edificios enteros para explotarlos como pisos turísticos y la gente normal se quede sin techo. Ya, la propiedad privada. ¡Y otra mancuerda! Los estados serios ponen coto a todo eso. Lo hacen en Dinamarca, en Holanda o en Suecia, pero en el pobre Sur no se puede porque eso sería soliviantar los sagrados principios de la propiedad privada, esa que siempre es de los mismos.

 

Un trabajador que, con esfuerzo e hipotecas delirantes tiene un techo, no es un propietario, es un ser humano que, a duras penas se ampara en el inútil artículo 47 de la Constitución de 1978. Los propietarios que dominan el cotarro vienen de muchas generaciones, y si un artista genera derechos de autor por sus obras y sus herederos solo pueden cobrarlos hasta 60 años después de su fallecimiento y luego es de dominio público, ¿por qué un bien material puede pasar todas las generaciones del mundo? Y encima hablan de meritocracia, cuando el único mérito que pueden acreditar es haber nacido ricos. Es que todos conocemos cómo determinados líderes han dejado en la calle a cientos, miles de familias de gente corriente, porque han vendido viviendas sociales municipales a fondos buitre, en cuyo entramado pululan familiares que no se esconden porque se creen con una especie de derecho divino.

 

Ah sí, la izquierda chavista y podemita que quiere implantar el comunismo de Maduro en España. Sánchez, el nuevo Lenin del Sur. ¡Otra mancuerda más! Un gobierno supuestamente de izquierdas que ha dejado que siga creciendo el principal problema actual de España, que es la falta de vivienda, en siete años nada de nada, y el anterior gobierno, el de Rajoy, tampoco hizo nada, porque es su naturaleza, pero se suponía que el de Sánchez iba a ser más justo y coherente, porque todo viene de la Ley de Suelo de un gobierno del que se decía que tenía el mejor ministro de Economía de Europa, que acabaría en la cárcel, seguramente víctima de una conspiración ultracomunista.

 

Es verdad que Sánchez ha subido el salario mínimo, pero como no se corresponde con el coste de la vida, es como tirarle tomates al obelisco de la plaza de Tomás Morales, curiosamente llamada ahora de La Constitución, no sé si para seguir el cachondeo.  La Ley Mordaza sigue en vigor y cuando la policía disuelve una manifestación obrera va con todo, pero, no sé por qué, siempre anda con paños calientes cuando quienes se manifiestan incluso contra esa sagrada Constitución son los que siempre son. Y no pasa nada.

 

Se generan leyes como las de la Vivienda, las que atañen a los inmigrantes menores no acompañados, a políticas forestales o hidráulicas y luego las comunidades autónomas las aplican o no. Hombre, si son estatales se aplican sí o sí, porque si no me dirán para qué tenemos un Parlamento Estatal. Es más, una comunidad como Baleares, con mayoría combinada de las derechas, se permite el lujo de anular La Ley Estatal de Memoria Histórica (equivale a derogarla). ¿Pero esto qué democracia, qué estado, qué ordenamiento jurídico es?

 

Y el colmo es que la continuidad de un gobierno dependa de que una minoría esté contenta con que se hagan buenas gestiones para que en Bruselas se hable catalán. En España hay secuelas de desgracias terribles como las ocurridas en Valencia, Galicia o Castilla-León, salarios de miseria, sanidad, educación y servicios sociales son una caricatura y el remedio que venden es la privatización para que los grupos económicos ganen dinero con servicios públicos, y luego se quejan de que hay demasiados impuestos, cuando la solvencia de sus empresas procede de esos impuestos. Y todo se resuelve hablando catalán en Bruselas. Así que, entre todos la mataron y ella sola se murió. Ah, no me olvido del cinismo con que se está tratando el asunto de las cribas del cáncer de mama en Andalucía. Al final van a tener la culpa las pacientes. No me vendan motos; ¡Ninguna! Pues eso ¡mancuerdas a tutiplén!

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Vivir un mundo paralelo

 

En los últimos años, la salud no ha sido mi fuerte, he pasado por diagnósticos y tratamientos complejos y molestos (no nos vengamos arriba cuando hay tanto sufrimiento irracional en nuestro mundo), pero todo se supera, y en cada momento tenía claro si me dolía, tenía náuseas, ardor como si me hubieran hecho a la parrilla o me entraba una migraña insoportable. Quiero decir que identificaba todo lo que sentía, y continuaba siendo un misterio ese virus que venía de China, que por fortuna pude evitar en mis peores momentos, porque pillarlo no habría ayudado. Y la gente que había pasado por ese virus que paralizó el planeta me lo describía siempre de una manera distinta, aunque no podían explicar qué había de diferente a cualquier otra dolencia.

 

 

Ahora ha entrado en mi casa la Gripe A, y ha sido un tiempo muy complicado. Cuando pasamos unos días en estado febril, es como si el mundo funcionara de otra manera. Los últimos diez días he vivido la experiencia de la gripe, que muchas personas entienden como una enfermedad menor. No es así, si el virus te pilla fuerte, la fiebre puede ser muy alta y los problemas respiratorios muy complejos, incluso peligrosos. Se pasa muy mal, por lo que siempre aconsejo que, siempre que sea posible, se vacunen contra la gripe estacional.

 

Menciono esa circunstancia personal porque es algo que nos deja fuera de circulación. Durante esos diez días que menciono, han sucedido cosas muy importantes, de un calado tremendo, tanto en España como en el mundo. Se ha producido el cese de los bombardeos continuos en Gaza, ha habido una visita importante de Zelenzki a Washington, se ha programado una entrevista entre Trump y Putin en Budapest y, en fin, están sucediendo muchas cosas que, cada una por sí misma, son de una importancia tremenda, y ya podemos imaginarnos el peso que tienen todas a la vez.

 

Lo curioso es que, mientras todo eso sucedía, yo estaba en Urgencias, aliado con la bombona de oxígeno, o en casa bajo los efectos de una fuerte medicación y con fiebre alta que tardó una semana en desaparecer. Escuchaba la vida con sordina, como si estuviese viendo una película en la clandestinidad. Cuando hablaba con alguna persona a través del teléfono (casi siempre por medio de mensajes escritos) percibía el mundo como algo irreal, y lo más tremendo es que, cuando se está en una situación complicada o dolorosa, lo único que nos preocupa es la supervivencia. El único interés era el de respirar.

 

Todo esto me hace volver a esa idea de que no nos damos cuenta de la ausencia del bienestar físico hasta que lo perdemos. Vamos por la calle, nos cruzamos con personas que caminan con muletas o en silla de ruedas y nos pasan desapercibidas. Solo cuando esas carencias nos ocurren a nosotros nos damos cuenta de la necesidad de que la accesibilidad sea buena, de que la gente pueda moverse sin problemas insalvables. Y no nos enteramos de que hay personas atrapadas en pisos con muchas escaleras donde el resto de la comunidad se niega a arreglar un ascensor que se ha roto. Este tipo de cosas deberían estar legisladas y con capacidad ejecutiva siempre. Los Ayuntamientos debería tener el derecho y la obligación de solventar esas necesidades, pero por lo que se ve andan muy ocupados con los carteles del Carnaval o el enésimo festival con nombre en inglés y pagado con dinero público, mientras que no hay capacidad jurídica para salvar a una ciudadana secuestrada por las circunstancias.

 

Ahora, tras una larga semana viviendo como de prestado, he entendido eso que no podían describir los contagiados. Independientemente de la agresividad diferente de las sucesivas cepas, me hablaban de vivir como flotando. Y esa es la sensación, como si pisaras un suelo de goma, o una cama elástica. Se va la fiebre pero sigues con la cabeza zumbada, con una sensación indefinida que no es sueño, pero tampoco vigilia. Algo distinto que nunca había sentido. Y yo he sido afortunado, porque nos hemos contagiado a la vez las dos personas que habitamos mi casa, no sabemos dónde ni cómo, ni parece que eso le interese a nadie. Y encima nos pilló con una compra grande recién hecha, así que no hemos necesitado ayuda (aunque ha habido amigos en estado de alerta, lo cual da mucha seguridad) y, al estar contagiados los dos, no había que tomar precauciones. Hay una receta mágica que te cuentan por teléfono: no salgas, descansa, toma paracetamol hasta que no haya fiebre y si tienen dificultades serias para respirar vete a urgencias. Vale, y si te rompes una pierna también.

 

Así que, cuando somos dos zombis es menos aburrido que cuando se está solo. Tengo también la sensación de que al planeta entero le importa un carajo todo esto, pues no consta en ninguna parte que estas dos personas estén enfermas. Pero eso me hace pensar que yo también estoy en mis cosas mientras otras personas sufren. Lo digo porque, al tipo que lleva la cuenta de los contagios, cuando tenga que pasar la factura a la OMS, le faltarán dos contagiados por aquí, y algunos más por allá, y entonces los datos estarán falseados. Y ya es creerse importante que contabilicen un contagio cuando en medio mundo la gente muere de las formas más crueles y tampoco parece que eso le quite el sueño a quienes podrían evitarlo. Seguimos igual, esto que nos pasa aquí con guante blanco, pasa a millones de seres humanos, inermes ante plagas como el paludismo, el sida, el ébola, las guerras o el hambre. Pero eso a nadie le importa, y supongo que, a estas alturas, el tipo que durante el COVID contaba los contagios debe estar en el paro, porque los únicos contadores que importan son los que amasan dinero manchado de corrupción, sangre y avaricia.

 

Así las cosas, me viene a la mente la escena de Casablanca en la que Rick (Bogart) le dice a Ilsa (Ingrid Bergman), que mientras el mundo se rompe en pedazos poco importa el sufrimiento de una pareja perdida en el noroeste de África, y digo yo que menos todavía otra a la que el reparto del súper o un amigo solidario le lleva la compra a la puerta. Y esa es la dinámica de este tiempo, en la que los sin techo son mera estadística, la soledad de los ancianos viene de serie y el abandono es connatural en una sociedad enferma, y esta enfermedad -el egoísmo- sí que es grave.