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Dickens y el espacio real

Hace unos día publiqué un artículo para el suplemento literario Pleamar de la edición de papel del Canarias7 (reproducido el domingo en este blog) sobre Charles Dickens en el segundo centenario de su nacimiento. Allí digo lo que digo, pero por falta de espacio se me quedaron en el tintero aspectos importantes que traigo a este post. Antes de Dickens, el espacio en el que se movían los personajes y transcurrían las historias era irreal, idealizado e incluso inexistente. zzdickensss.JPGNo describe Cervantes cómo era la Barcelona que visitaron Sancho y Don Quijote, ni tenemos una idea clara de los espacios en toda la narrativa anterior a Dickens. Para el novelista inglés, el territorio en el que ocurren sus historias son también personajes, y desde luego si tenemos una idea nítida de cómo era Londres en el siglo XIX es por su narrativa (describió Londres casi al centímetro) y a partir de él los narradores que vinieron después. Sin esa nueva concepción de utilizar el espacio real, seguiríamos a los personajes de Paul Auster por una ciudad quimérica que no es Nueva York, o al Pereira de Tabucci por una Lisboa brumosa. Fue Dickens el que incorporó la fotografía a la novela, y a partir de entonces conocemos con detalle el París de Balzac, el San Petesburgo y el Moscú de Tolstoi, el Madrid de Galdós (*) y así hasta hoy, pues no entendemos bien una narración sin su espacio, sea una gran urbe muy conocida o un pequeño pueblo perdido en el mapa. Esa dimensión dickensiana es muy importante, tal vez incluso más que su aportación a la novela social, filosófica, psicológica o costumbrista, pues de eso hubo verdaderos creadores en Víctor Hugo, Dostoievski, Poe o Clarín. Y para que no se me quede atrás, lo digo aquí como complemento de lo que ya está escrito.
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(*) Galdós sentía una gran admiración por Dickens, y lo conoció leyéndolo en su lengua. Fue uno de los primeros traductores del novelista británico y el primero que puso en español Los papeles póstumos del Club Pickwick. Y es que don Benito fue muy aprovechadito con los idiomas, pues aparte de dominar absolutamente el suyo, conocía perfectamente el inglés y el francés, así que para leer a Balzac y a Dickens no necesitaba que sus obras estuvieran traducidas. Ah, y como buen humanista de la época, sabía latín.

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Dickens o la reinvención de la novela

Posiblemente sea Charles Dickens -de quien se cumplen ahora 200 años de su nacimiento- uno de los fundadores, junto a Balzac, de la novela moderna del siglo XIX, que sirvió de espejo a todo el realismo y el naturalismo que tendrían su máximo esplendor en la segunda mitad de esa centuria. Su primera obra publicada, Los papeles póstumos del Club Pickwick, está considerada el arranque de una nueva forma de narrar a la que se acogerían las generaciones inmediatamente posteriores y dio lugar a la gran novela inglesa, pero también a la rusa, la francesa y la española. Tal vez haya que dar también una parte del mérito a Honoré de Balzac, contemporáneo suyo, puesto que ni Flaubert, ni Tolstoi abandonaron los modos románticos hasta que Oliver Twist (1839) se convirtió en el libro más traducido y leído de Europa en la década de 1840.
zzzznavidad1].JPGTambién tendría que compartir el liderazgo de la novela social con Víctor Hugo, si bien el gran autor francés nunca se desprendería de los lazos que lo ataron al romanticismo, movimiento del que es un glorioso epígono y uno de sus grandes valedores en la forma, aunque en sus textos no haya muertos que comparten trama con los vivos, aparecidos o historias fantásticas. En realidad, durante la parte central del siglo XIX convivieron en armonía el romanticismo y el realismo, ambos en sus diferentes formas, desde Lord Byron a Edgar Allan Poe y desde el propio Víctor Hugo a su compatriota Alejandro Dumas (padre), este muy dado a las peripecias aventureras. Curiosamente, es Alejandro Dumas (hijo) quien a toro pasado escribe una de las obras postrománticas más conocidas, La Dama de Las Camelias, que es tan famosa en su versión novelesca como en la Violeta en que la convirtió Verdi para su ópera La Traviatta.
En este barullo de estilos y choque de formas, en los que unos se adelantaban a su época y otros regresaban a los principios básicos del romanticismo, surgió Charles Dickens, y dada su maestría y el enorme poder que entonces tenía todo lo británico, fue un detonante definitivo para la nueva novela europea y americana. Tal vez haya que aplicar aquí la idea de Octavio Paz de que «Después del Romanticismo, todo lo que ha venido después han sido variantes de lo mismo». Es decir, para Paz tan románticas son las narraciones vampíricas del Brad Stocker, como las vanguardias del primer tercio del siglo XX o la gran novela americana de los últimos cincuenta años. Pero todo esto se veía más claro en la era victoriana, cuando la confusión de estilos y temas hacían a veces difícil establecer los límites. En realidad, gran parte de los grandes novelistas del siglo XIX fueron realistas o naturalistas sin dejar de ser románticos a su manera.
zximgOliver Twist4[1].jpgCharles Dickens tuvo una infancia atroz y casi milagrosamente aprendió a leer y a escribir. Trabajó de niño y por eso, desde su Oliver Twist en adelante, es un abanderado contra el trabajo infantil. Luego, en su adolescencia y primera juventud, también trabajó en oficios que lo trataban como un esclavo, y esto se refleja en su obra tal vez más autobiográfica, David Copperfield. Tanta era su aversión al abuso de unos hombres sobre otros, que fue también un predicador entusiasta contra el esclavismo, lo que le granjeó no pocos problemas en los Estados Unidos, donde todavía existía la esclavitud en los Estados del Sur y donde Dickens tenía un buen puñado de lectores y de asistentes a sus incendiarias conferencias durante los viajes que realizó al otro lado del Atlántico.
zzdavidcoperfiel.JPGEn lengua inglesa, nombrar a Dickens es hablar casi de una divinidad, pues solo Shakespeare lo supera en respeto e influencia. A pesar de todo, ha tenido sus detractores, siempre muchos años después, cuando todo es más fácil, pues se ha dicho de él que era muy dado a la sensiblería literaria, y seguramente lo era, y eso lo vemos en casi todas sus obras, pero muy especialmente en la muy conocida obra que en español llamamos Cuento de Navidad. Pero en cualquier caso, su estilo abigarrado y muy dado a la metaforización poética (restos del romanticismo que no moría ni a palos) se ha convertido en clásico, y si en la literatura fue un vigoroso y prolífico narrador, esa energía también la usó en su vida personal, desafiando cualquier convencionalismo, pues en plena era victoriana fue capaz de divorciarse, aunque nunca dejó de cuidar y proteger a su esposa y a sus hijos, pues en eso aprendió la lección de su propia infancia.
En vida, llegó a ser denostado por la encorsetada sociedad británica, y en la época de su divorcio incluso le prohibieron la entrada en los distinguidos clubs de Londres, pero finalmente el peso de su fama y la fuerza de su arte hicieron justicia. Y, desde luego, nadie ha retratado Londres como él lo hizo. De ahí aprendió seguramente Galdós la lección (admiraba muchísimo a Dickens) para trasladarnos un Madrid imborrable.
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(Este trabajo se publicó el pasado miércoles en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7. En los próximos días publicaré un post en el que se recogen algunos aspectos de Dickens no tratados en este artículo)

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Juancho, Miranda y Bolívar

No voy a contar aquí la vida de Francisco de Miranda, Juancho Armas Marcelo ha necesitado un libro para hacerlo, y ya es conocida la incansable carrera del llamado Precursor desde su Venezuela natal hasta la tumba colectiva gaditana en la que reposan sus restos. Una carrera hacia la libertad, que transitó con extraordinario protagonismo por el Caribe, la Guerra de Independencia norteamericana, la Revolución Francesa, la corte de Catalina La Grande, el Londres de Pitt el Joven (allí conoció a Bolívar) y siempre España. Miranda es un ilustrado de catón, aunque en su crepúsculo se mueve como un romántico.
Juancho acaba de publicar la novela La noche que Bolívar traicionó a Miranda. He leído críticas, comentarios y reseñas, y salvo el trabajo de Santos Sanz Villanueva, tengo la impresión de que la mayor parte de los críticos siguen tocando de oído porque desconocen la historia de América (o la historia a secas). Domingo Luis Hernández sí ha profundizado más que nadie en esta novela, pero los espacios de los que dispone se quedan cortos para perfilar los distintos niveles y enfoques de una ficción que es hoy más real que lo ocurrido aquella noche de 1812 en el puerto de La Guaira, cuando Francisco de Miranda fue apresado por un grupo militar al frente del cual iba nada menos que Simón Bolívar.
a-bolivar-miranda.jpgDejo por adelantado que la novela se mueve en un vaivén sin estridencias, en una historia que es muy dada a los fuegos artificiales, porque lo que hace el autor es ir a los conceptos, estableciendo una distancia que se manifiesta en los cambios de cada capítulo, como un partido de tenis, saque-resto, Miranda-Bolívar, en el que se enfrentan dos personalidades que persiguen dos cosas distintas, el primero la libertad, el segundo el poder. Miranda enarboló su bandera por medio mundo y la perdió esa noche de La Guaira, y Bolívar logró su trofeo, aunque luego se le fue de las manos como el agua de una canasta de juncos. En el Monte Sacro romano, el que luego sería llamado Libertador sentenció ante testigos: «Juro por el Dios de mis padres; juro por ellos; juro por mi honor, y juro por la patria, que no daré descanso a mi brazo ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español». Es este un juramento que cumple, porque dicen que Bolívar no durmió en veinte años, pero en el fondo quería pasar a la Historia como Alejandro Magno, como Julio César, como Napoleón, todos hombres obsesionados por el poder, que a medida que iba llegándole a sus manos los hacía más y más narcisistas y seguramente candidatos a un diagnóstico psiquiátrico poco favorable.
La obsesión de Juancho siempre ha sido la reivindicación de Miranda, pues Bolívar ocupa en la iconografía histórica el lugar que le corresponde a Miranda lo mismo que fue Vespucio quien dio nombre al nuevo continente en lugar de Colón. Así de injusta es la Historia, y como dice Fermín Goñi, entregar a Miranda es la gran e inexplicable mancha que pesa sobre Bolívar. No tan inexplicable, diría yo, pues se explica en la novela de Juancho por la dicotomía libertad-poder; porque quienes persiguen el poder a cualquier precio no se atienen a límite alguno, y Bolívar se llevó por delante a Miranda como Alejandro a su amigo Parmenión y dicen que hasta a su padre, Filipo de Macedonia.
Cuando personajes de este perfil entran en una novela el peligro es que se apoderen de ella. Pero ahí está el pulso del novelista, que no permite que Bolívar supere a Miranda, porque aunque son el haz y el envés de una misma hoja, se trata de darle la vuelta, y eso es lo que hace Juancho en la larga conversación que ambos personajes mantienen. Miranda es como un personaje de novela, Bolívar ansía ser el novelista, el creador, el Magno que quiere su Gaugamela en Carabobo y no en Ayacucho para no darle la gloria a Sucre. Es que entre Miranda y Bolívar hay muchas oposiciones; aparte de la última y conceptual libertad-poder que los define, Miranda es un intelectual que alarga su pensamiento con la espada cuando la acción es necesaria. Y sí que estuvo en muchas guerras, pero no es en esencia un guerrero aunque al final se le anteponga a su nombre el grado de General. Bolívar en cambio es un militar que ve en la espada el instrumento para alcanzar la gloria y el poder, y que sabe que esas acciones deben tener el sostén teórico que le fusila a Miranda.
Por desgracia para Miranda, cuando se habla de él se acaba hablando de Bolívar, porque su idea política de la Gran Colombia viene de su mentor, pero es el mantuano quien la realiza, aunque luego se le diluye como el aguanieve. Miranda era hijo de un comerciante canario y Bolívar procedía de una estirpe aristocrática criolla y blanca, que siempre fue clasista y nunca vio con buenos ojos a los advenedizos que provenían de las clases consideradas inferiores. Llamaban mantuanos a estos aristócratas y pudiera ser que a Miranda le pasara factura, aun después de vencido y muerto, haber comido en la mesa de Washington, Pitt y Napoleón, y quién sabe si haber desayunado en la cama de Catalina de de Rusia sin ser mantuano. Una osadía imperdonable para el hijo de un comerciante, que el criollismo (ya sabemos por aquí de lo que hablamos) nunca le perdonó.
a-Miranda en La Carraca.jpgEscribir sobre novelas de otros es siempre para un novelista una especie de reescritura. Y desde esa condición admiro la prudencia, la frialdad y el oficio de Juancho para no dejarse arrastrar por la historia de conspiraciones mundiales que supuestamente había en aquella época de revoluciones. Me refiero a la pertenencia de Miranda a la masonería. Hay quien lo tiene por introductor de la francmasonería en Hispanoamérica, habida cuenta de que compartió mesa, mantel y batallas con masones declarados (Washington, La Fayette, Potemkin…) Dicen sus biógrafos que de los diez masones que mandaban en el mundo, Miranda conocía a nueve y fue amigo de cinco (no especifican cuáles pero se supone). Y es curioso que luego en Hispanoamérica fueran también masones prácticamente todos los líderes de la Emancipación: Sucre, O’Higgins, San Martín o el propio Bolívar. En los tiempos que corren, cuando las novelas sobre sociedades secretas y conspiraciones esotéricas tienen tanto tirón, lo más fácil habría sido caer en la tentación de hacer una especie de cómic a lo Dan Brown. Juancho se atiene a la Historia, y la francmasonería es un elemento transversal pero no fundamental en el relato, como tampoco se ceba en las muchas historias galantes atribuidas a Miranda. Su propósito es otro, y en mi opinión, lo consigue.