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Novela negra y otros Ravelos

Parece ser que, según el sentir general, Alexis Ravelo es un autor de novela negra, que por cierto acaba de publicar Sólo los muertos, una nueva entrega en la que su personaje Eladio Monroy trata de desentrañar un misterio. Para empezar, diré que Ravelo es uno de nuestros narradores más rigurosos, un autor que es antes que nada un escritor literario, y que debe huir como del fuego de esas etiquetas que parecen querer colocarle, porque, entre otras lindezas, por mucho que se proclame la bondad literaria de grandes autores del género, al final acaban considerándolo un género, y eso siempre es una manera sibilina de desvalorizar un trabajo literario de altura.
La prueba está desde el principio, cuando uno de los autores más consumados de la novela americana, Raymond Chandler, le puso nombre a lo que él hacía. Dijo que lo suyo eran novelas negras, acudiendo a que este tipo de relatos se publicaban con anterioridad en la revista Black Mask americana y en la Serie Noire parisina. Podrían haberla llamado novela roja, porque suele haber sangre, o de cualquier otro color; pero no, es negra, y entonces tenemos la idea generalizada de que hay novelistas y novelas sin calificativos que son los escritores reputados y respetados. Luego están los que escriben en distintos géneros, y así existe inconscientemente la idea de que son géneros menores los relatos infantiles o juveniles, los de aventuras, los de ciencia-ficción, los eróticos o, por supuesto, los llamados negros.
ravelo].jpgHabría primero que determinar si hay una novela escrita puramente en las reglas de un género que no toque otro. Y luego atreverse a llamar escritores de género (o sea, de segunda) de aventuras a Julio Verne, Alejandro Dumas o Emilio Salgari; de ciencia-ficción a Orwell, H. G. Welles o Huxley; de literatura infantil a Andersen o Perrault; de relatos eróticos a Henry Miller, D. H. Lawrence o Anäis Ninn; de novelas negras a Patricia Highsmith, Vázquez-Montalbán o Georges Simenon. Faltan las novelas de espías o políticas, y seguramente por ese sambenito nunca le dieron el Nobel que se merecía Graham Greene.
En definitiva, cuando le colgamos una etiqueta a un novelista lo estamos metiendo en un carril mentiroso, cuando sólo hay dos clases de novelas, buenas y malas, y eso que no he hablado de la novela histórica, que es asunto que me trae de cabeza porque a veces han tratado de colgarme ese cartel sólo porque en una esquina de una de mis obras aparece un personaje histórico, debidamente aderezado con el sofrito de la literatura para que no se parezca al real ni en lo blanco del ojo.
Ravelo es un excelente cuentista y un novelista que maneja las claves del relato. Da la casualidad de que sus últimas entregas tienen como hilo conductor a un detective desastroso y desastrado, como lo fue Carbalho en las de Vázquez-Montalbán. Pero sigue funcionando el cartelito, y eso hay que quitárselo de encima cuanto antes, porque Alexis es un narrador a secas, que hace literatura en relatos con muertos y sin muertos, con detectives o sin ellos, y no merece que se le coloque en un estante determinado.
Me dirán que exagero, pero eso en España funciona más que en ninguna otra parte. Fíjense que, entre las glorias literarias bendecidas por los críticos y que son candidatos a los grandes galardones glorificadores, no figuran novelistas tan contrastados como Juan Madrid, Andreu Martín, Fernando Marías o Jorge Martínez Reverte (no confundir con Pérez Reverte). Vázquez-Montalban se salvó de la quema porque venía del rojerío, era poeta y escribió otras novelas aparte de las de Carbalho, y Eduardo Mendoza va por el mismo camino. Los demás son leídos y aplaudidos por sus lectores, invitados a la Semana Negra de Gijón con Paco Ignacio Taibo II y nunca cuentan para lo que los próceres entienden por literatura. Luego hay autores tan infumables como Jesús Ferrero o Soledad Puértolas, que no se sabe muy bien de dónde salen pero que forman parte del parnaso literario. Claro, no escriben novelas de género.
En Canarias hay un movimiento narrativo que lleva casi una década y que no tiene que ver con la novela negra, pero se empeñan en que sus más destacados autores son escritores de ese género. Lo importante es que se escribe narrativa, y empieza a no ser verdad que Canarias es tierra de poetas y como narrador sólo Galdós. No era verdad ni en tiempos de Galdós, porque en nuestra historia literaria ha habido casi tantos narradores importantes como poetas sublimes, porque -esa es otra-, no todo el que publica poesía es poeta.
Eladio Monroy es un tipo muy peligroso, especialmente para Alexis Ravelo. Porque, además de todo lo dicho, lo que llaman novela negra no lo es la mayor parte de las veces, si nos ajustamos a las reglas del género. Por lo visto, siempre que hay una muerte violenta los críticos le cuelgan la etiqueta, y con esos aperos tan leves, tan mediáticos y tan poco rigurosos, es probable que, si se publicaran hoy, dirían que son novelas negras El crimen y el castigo de Dostoievski, El túnel de Ernesto Sábato, El extranjero de Albert Camus o El Gran Gatsby de Francis Scott Fitzgerald. En todas ellas hay un crimen, corre la sangre y aparece un asesino taimado y rarito. Es evidente que ninguna de ellas se atiene a las normas dadas por Chandler: muy violentas y las divisiones entre el bien y el mal bastante difuminadas… Aunque pensándolo bien, no sabría yo qué decir, pero sí digo que Sólo los muertos es una buena novela. Sin más.
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(*) Este trabajo aparece hoy en el suplemento Pleamar del periódico impreso Canarias7.

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A ver si ahora se le quita el cabreo a Marsé

Juan Marsé es un excelente novelista, eso está fuera de toda discusión, pero sus comportamientos en este mundillo de la literatura se asemejan a los de un niño caprichoso. Está claro que merece el Premio Cervantes que ayer le otorgaron, incluso creo que se lo han dado tarde, porque ya lo tienen medianías mientras que autores como Juan Goytisolo, Caballero Bonald y el propio Marsé lo veían pasar cada año por delante de sus narices.
www.gifPertenece Marsé a una generación en la que había muchos señoritos, que se mezclaban con los señoritos de la generación anterior: Los tres Goytisolo, Barral, Valente, Semprún (aunque estuviera en Francia), Gil de Biedma (tío de Esparanza Aguirre), y otros de ese pelaje, que eran magníficos poetas y novelistas pero que tenían los riñones bien cubiertos. Marsé era pobre de cuna, tanto que fue adoptado por otros tan pobres como sus padres biológicos, y nunca pudo estudiar. Es un autodidacta y, a juzgar por sus comportamientos, sus novelas nacen del resentimiento, que es, como el odio o la venganza, un buen motor de la literatura. Sobre eso hay una anécdota muy ilustrativa:
Desde tiempo inmemorial y nadie sabe por qué, arremete contra el novelista en lengua catalana Baltasar Porcel, que pertenece a esa clase social con la que Marsé parece tener un permanente ajuste de cuentas. Hace unos años un periodista le preguntó por qué odiaba tanto a Porcel, y Marsé contestó: «No me acuerdo». Y es posible que no se acuerde, lo odia simplemente por ser Baltasar Porcel. Lo que digo, resentimiento.
Yo lo recuerdo siempre cabreado, y por cosas que se supone que a un proletario no lo alteran, como la vanidad, los premios y los reconocimientos. En su fuero interno debía creer que lo despreciaban por su origen, pero, ya coronado con el Cervantes, se ha quedado sin argumentos. Seguiré releyendo a Marsé (Si te dicen que caí es una de las grandes novelas del siglo XX), y espero verlo sonreír el próximo 23 de abril por primera vez, cuando el Rey de España -esa es otra- le entregue el máximo galardón de las letras en nuestra lengua.
Enhorabuena, maestro, y a ver si se le acaba ese cabreo crónico.

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Celebración de la intemperie (*)

Juancho1.jpgEscribir artículos en los periódicos ha sido desde mediados del siglo XIX un oficio habitual entre los escritores, especialmente los novelistas, aunque algunos poetas hicieron incursiones periodística con muy buena fortuna, tal es el caso de Antonio Machado, que nos dejó a Juan de Mairena clavado para siempre en la memoria de la literatura. Y, como diría Juancho Armas Marcelo, ahí está la vaina, porque finalmente, los buenos narradores o exquisitos poetas que escriben honestamente en los periódicos, hacen eso que llaman periodismo literario, es decir, literatura. Los hay que son periodistas, y hacen su oficio, pero no cuando escriben columnas, porque entonces sacan la patita literaria, que es la que da perdurabilidad, porque el buen periodismo cuanto más fungible mejor, dada su condición de inmediatez.
Citaba a Juancho en el anterior párrafo, y no era por casualidad, sino porque este artículo tiene como causa eficiente (debe habérseme colado el filósofo Mairena de Machado) la publicación de su libro Celebración de la intemperie, que es un trozo de memoria literaria y de la otra que se extiende a lo largo del tiempo y va configurando una manera de ver, pensar y actuar (volvemos a la aristotélica causa eficiente, posterior a la material y formal, y anterior a la final). Y todo esto se hace desde una columna de prensa, como lo hicieran Larra, Alonso Quesada o César González-Ruano.
Decir que este libro es un conjunto de artículos periodísticos no se acerca a la verdad, porque lo que Juancho escribe no son artículos, porque en realidad son memorias fragmentadas, que al final conforman un puzzle consecuente; ni son periodísticos porque el valor fundamental de lo noticiable entra en la antología de lo perecedero.
Contar un hecho o comentarlo es primigenio, original (en sentido de ser el origen), efímero por lo tanto, y es la esencia del periodismo. Analizar con cierta perspectiva este hecho, o contarlo desde la distancia, ya no es periodismo, es literatura.
Se ha dicho muchas veces -Umbral lo repetía casi cada jueves- que muchas de las mejores páginas de la literatura del último siglo y medios fueron publicadas en volanderas páginas de periódicos. Eso es cierto, pero no son periodísticas, y ya lo de volanderas suena a manido, porque las hemerotecas informatizadas sirven en almoneda prácticamente todo lo importante que se ha conservado entre polillas durante décadas.
jj.jpgJuancho tiene vocación de puente entre la Iberia carpetovetónica y la América asalvajada, ilustrada, anglófoba y angófila, italianizante con acento porteño o caribeña, heredera de España y rebelada contra la legadora. Porque hay muchas Américas, y me temo que España sigue en la misma tesitura guerracivilista y marrullera. Dicen que los tiempos están cambiando, es cosa del reloj, porque por lo visto España no cambia, sigue repicando a misa y doblando a muerto, y se repite una y otra vez la misma marrullería que contara Galdós en su Doña Perfecta de 1876. Es igual, lo mismo pero diferente, pero parecido, como diría Cantinflas en el más infumable de sus monologuillos.
Celebración de la intemperie, cruza ese puente una y otra vez, como lo hace Juancho en sus novelas, ancladas en Madrid, Distrito Federal, y amarradas a La Habana, Santiago, Tijuana o Buenos Aires. En sus columnas recogidas en este libro se trasluce esa historia de ida y vuelta, unas veces con olor a sopa castellana de un restaurante del madrileño Barrio de Salamanca, otras con ese aire entre salvaje y exquisito de El Sur, el cuento de Borges que define en diez minutos la duple condición de Argentina, sutil y británica hasta el empalago y a la vez brutal y primitiva como la faca de un gaucho encabronado.
Esa es la multivalencia de la lengua de Juancho, porque la lengua, que es vehículo de información, es información por sí misma cuando suena como la música de una canción distinta. Los críticos peninsulares se empeñan en repetir que Juancho es el más latinoamericano de los escritores españoles y el más español de los escritores latinoamericanos. Eso es una majadería que a mi parecer lo sitúa en tierra de nadie, haciéndolo extranjero en ambas orillas. Es como si dijeran que Javier Marías es el escritor inglés que mejor escribe en castellano, y lo contrario cuando traduce. Con esto parecen querer dar a entender que lo que escribe Juancho es una especie de español matizado de americanismos, o una lengua criolla con una sólida formación clásica propia del obispo de Sigüenza. Y se equivocan, porque siguen en lo carpetovetónico, y creen aunque digan lo contrario que hay una lengua madre y las demás son variedades menores.
Pero eso no lo suelen decir de Juancho en América, porque lo que escribe es justamente el resultado de un mestizaje de ambas orillas (y de la tercera, la del Pacífico) y esa majadería de latinoamericano cruzado con español (o al revés) no quiere ver que Juancho es simplemente un escritor que ha asumido como suya una lengua en toda su dimensión.
Decía al principio que en este libro se contienen trozos de memoria, porque la memoria se construye a cachitos, como una casa con ladrillos. Lo más curioso de estos artículos es que Juancho opina, pero opina menos de lo que parece, porque finalmente aparece el narrador y lo que hace es convertir en personajes literarios a las personas de verdad. Y, si me apuran, Celebración de la intemperie, puede leerse como la gran buffé de la literatura en esta lengua en la han escrito Cervantes, Fuentes y hasta Javier Marías, no crean. No falta de nada, caen mitos y a veces cayendo se mitifican aún más, hablan los muertos, y los vivos quedan a merced del trazo certero de la pluma de Juancho, que corta como un escalpelo.
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(*) Este trabajo aparece hoy en el suplemento Pleamar del periódico impreso
Canarias7.