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La nueva primavera de José María Millares

Los hados parecen haberse puesto de acuerdo esta primavera para exaltar a uno de nuestros poetas mayores, José María Millares. Por un lado, se reedita el inexcusable poemario Liverpool, se hace en la Biblioteca Insular una exposición sobre su vida y su obra, comisariada por el poeta Javier Cabrera, se ha programado un acto en el que se homenajeará al poeta a través de sus versos y los de otros poetas canarios, y como remache le es concedido el Premio Canarias de Literatura. No podrá quejarse José María de esta primavera.
Liverpool es uno de los libros referenciales de la poesía canaria del siglo XX. En cualquier circunstancia, sería un buen poemario, pero es que a menudo los libros adquieren otra dimensión por lo que representan. Publicar ese libro en 1949 era una osadía, pues no convencía ni a Tirios ni a Troyanos, porque los conservadores que se juntaron alrededor de los garcilasianos, con García Nieto y compañía, pensaban que aquella poesía carecía de raigambre en el devenir de nuestra literatura, era demasiado rompedora, y los que en el otro extremo ya hacían poesía social lo consideraron «un lujo cultural de los neutrales», que habría dicho entonces Gabriel Celaya. Entonces, o eras clásico o eras social, y Liverpool no se acomodaba a ninguna de las dos cosas. Desde ese punto de vista, fue un libro más valiente literariamente que aquellos en los que los poetas se jugaban la cárcel.
DSCN1785.JPGJosé María Millares es miembro de una fértil zaga. Apellidarse Millares Sall no es cualquier cosa, hijos del poeta y profesor Juan Millares Carló y de Dolores Sall, que era una excelente pianista. Hay una vena irlandesa por parte de madre, pues los Sall llegaron a Las Palmas empujados por la persecución a los católicos cuando le cortaron la cabeza a María Estuardo. Según el propio José María, su antepasado Sall que vino aquí era doctor en Teología y trabajó con el cabildo catedralicio. Y en medio, familiares ilustres, como el historiador Millares Torres o el polígrafo Millares Carló, que delatan un gen talentoso que se manifestó en José María y sus hermanos y hermanas, que destacaron en la música, la pintura o la literatura.
Ha sido un poeta prolífico, aunque seguramente el brillo de Liverpool ciega tanto que a veces no deja ver la larga lista de títulos de su obra poética. Todavía hay muchos manuscritos que esperan su publicación, pero el tiempo no es enemigo de la poesía, y eso lo sabe de sobra José María Millares, que ha visto cómo uno de sus libros más maltratados cuando nació, en 1949, se ha convertido en un texto legendario y fundamental para quienes quieran saber de la poesía canaria y de nuestra lengua en el siglo XX. Me refiero, claro está, a Liverpool, un poemario atrevido en las formas, escrito en versos no rimados, que no son libres, porque, como dice el poeta, un verso libre es un endecasílabo que no rima con el resto del poema.
Liverpool es un libro con nombre de ciudad, pero no es la ciudad lo que allí se plasma, sino el puerto, que puede ser cualquier puerto, porque los puertos de mar tienen todos algo en común, pero llamar Liverpool a un libro en 1949 también tenía otras connotaciones. Para las nuevas generaciones, encontrarse con un texto tan contemporáneo resulta sorprendente, y es que José María Millares, conocedor profundo de las reglas del poema clásico, quiso enganchar con los innovadores de antes de la guerra, los más atrevidos de la ya de por sí atrevida Generación del 27.
José Mª leyendo en su casa1.JPGAlberti y, sobre todo, Poeta en Nueva York, de Lorca, fueron sus espejos, igual que los relampagueantes versos de Residencia en La Tierra, el magistral poemario de Pablo Neruda. El no niega las influencias, al contrario, las reivindica, y eso entonces, en 1949, era una osadía, porque estaba siguiendo la estela de un poeta fusilado, otro en el exilio y un chileno comunista y republicano que dejó honda huella en el Madrid de los años treinta.
Fue en mayo de 1946 cuando el poeta publicó su primer libro de poesía, A los cuatro vientos. Ahora, después de muchos libros publicados, un largo camino como dibujante, músico y editor voluntarista, y con una torre de poemarios inéditos, José María Millares es un clásico en vida de nuestra literatura. Reseñado en diccionarios y antologías casi desde sus comienzos, su larga trayectoria poética se ha visto recompensada con diversos reconocimientos, de los cuales el Premio Canarias es el más reciente, el que más ha tardado, y que es un gran broche a una carrera literaria como la suya.
Porque la aventura comenzó hace muchas décadas, cuando a salto de mata aquella generación que luego se reuniría en Antología Cercada inventaba colecciones y revistas en una ciudad que era entonces un páramo, recién acabada la guerra civil. Así nacieron «Cuadernos de Poesía y crítica», que fue donde publicó A Los cuatro vientos, y más tarde Canto a la tierra. Eran libros cortos, cuadernos de pocas páginas, y se hacía de este modo porque la censura provincial sólo podía censurar menos de 32 páginas. Si se pasaba, tenía que ir a Madrid, y allí lo tachaban todo. Por eso hacían ese tipo de cuadernos. Cuando en 1949 se publicó Liverpool, se hizo de esta manera. De eso hace ya la friolera de sesenta años.
Antes, en Antología cercada, junto Ventura Doreste, Agustín Millares, Pedro Lezcano y el propio José María, entró el poeta gallego Angel Johan, que era mayor que todos ello unos veinte años, pero se reunía en el bar Polo con ellos. Era radiotelegrafista pero fue represaliado y se ganaba la vida dando clases de dibujo. Conviene referenciarlo porque tuvo su papel en aquellos tiempos difíciles.
Y se funda «Planas de Poesía» precisamente para editar Liverpool. Hablar de Planas de Poesía es nombrar la casa natural de José María Millares. Los dibujos los hizo un jovencísimo Manolo Millares, y el de la contraportada se convirtió en el logotipo. No se entiende muy bien esta nueva aventura, cuando ya existían otras colecciones, pero es que Liverpool no entraba en la mentalidad de los otros poetas que llevaban esas colecciones. Cuando salió el libro, se dijo que José María hacía este tipo de versos porque desconocía la preceptiva, y eso no era cierto, porque, como él mismo cuenta «yo estaba cansado de hacer sonetos y no solamente sonetos, porque me había leído con fruición a Góngora, a Carrillo de Sotomayor o al Conde de Villamediana. Para Liverpool me dejé influenciar muchísimo por Whitman y Neruda».
DSCN1366.JPGEl tiempo da y quita razones, y Liverpool es el primer libro de la postguerra que entronca con los innovadores del 27. Es sin duda más avanzado que los poemas que Celaya y Otero harían en la década siguiente, pero también se dijo entonces incluso que Liverpool era una deserción. Y no era así, se trataba de un libro con formas nuevas, pero también tenía su carga social, que engancha con poetas fusilados o comunistas, y le canta a Liverpool, pero lo mismo había podido hablar del Puerto de la Luz, o del de Barcelona. Dice el poeta: «Los puertos son todos iguales. Te encuentras borrachos, marineros, la estiba, las prostitutas, los que se venden por un vaso de sangre, esa miseria es social. Y luego los interiores, el gato que se muere en las axilas, el niño que muere de madrugada».
José María Millares tuvo siempre una vena plástica, y sus dibujos pueblan cuadernos y dedicatorias, y también, cómo no, la música sonaba en su mente mezclada con palabras que componían canciones populares. Dos de ellas, muy conocidas en la parranda, De Belingo y Campanas de Vegueta, fueron grabadas por primera vez por Mary Sánchez y Los Bandama. Luego las grabaron Los Sabandeños, Los Gofiones y otra gente que las ha cantado. Esa es una veta que José María ha mostrado poco, aunque una de sus canciones es nada menos que la música del carilón de la Catedral. Esa música casi oculta salió a la luz en un LP de vinilo en los años setenta, y es hoy casi un objeto de coleccionistas. Porque tampoco están muy lejos la música de la poesía, aunque si hablamos de un poemario como Liverpool habría que encomendarse a músicas muy ajenas a lo popular.
Estamos por lo tanto con José María Millares, un trozo de historia viva de la poesía canaria del siglo XX, autor de uno de los libros fundamentales en el trazado poético de todo un siglo, que yo estimo en media docena. No todos los poetas, ni siquiera los grandes poetas, pueden presumir de algo así.
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Este trabajo fue publicado ayer en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7.

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Cela, los plagios y la prepotencia

No me sorprende que un juzgado de Barcelona haya dictaminado que hubo plagio en la novela con que Camilo José Cela ganó hace diez años el Premio Planeta.
Camilo_Jose_Cela-2[1].jpgLa verdad es que Cela fue siempre un especialista en hacer obras con un gran parecido a otras, pero que el público creyó porque las originales pertenecían a escritores de menor fama o simplemente eran extranjeros poco leídos entonces en España. Sólo dos ejemplos: La Colmena, que es indudablemente una buena novela, parece el espejo de Manhatan Transfer de John Dos Passos, y cuando se marchó a Venezuela a la sombra del dictador Pérez Jiménez, escribió otra, La Catira, que pretende ser otra Doña Bárbara, del autor venezolano Rómulo Gallegos.
Por si esto fuera poco, hay un reciente artículo de Andrés Trapiello (no lo enlazo porque está en un periódico de papel), en el que, además de poner a Cela a chupa de domine por su bravuconería, su machismo y su prepotencia muy ligada al poder franquista, viene a decir que la tan cacareada prosa de Cela es un batiburrillo extraído de Valle-Inclán, Baroja y otros, pero sin la gracia o la fuerza de estos. Ya he escrito en más de una ocasión que, cuando en el futuro se hable de la novela española del siglo XX, estarán en primera línea Valle, Torrente Ballester, Delibes, Goytisolo, Martín Gaite o Semprún, y Cela aparecerá en letra pequeña porque es Premio Nobel, algo así como Echegaray, que nadie lo lee pero que el peso del premio lo mantiene. Eso lo sabía Cela porque tonto no era, y se pasó la vida tratando de fijarse a la inmortalidad con el Nobel y el Cervantes. Pero la obra es otra cosa, y ya se vio en vida, cuando todo el mundo lo conocía y sus libros se vendían poco y se leían menos.

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La resistencia del libro a morir

Los soportes para transmitir la escritura han ido cambiando a través de los milenios. Desde las inscripciones prehistóricas en diversos lugares y con distintos matices, ha habido escritura esculpida en piedra, que nos dio documentos como la Piedra Roseta, escritura sumeria en tablillas de barro, de las cuales aún hay miles por descifrar, papiros, pieles curtidas y por fin el papel, que llegó desde China y se generalizó en Europa durante la Alta Edad Media y fue utilizado por copistas y autores originales.
Cuando llegó el papel, surgió rápidamente el libro encuadernado, hermosísimos manuscritos en los que se reproducían con mimo obras, tratados y leyes, ilustrados con la misma destreza que se escribía, en miniaturas que tienen por sí mismas un gran valor artístico y documental. Pero faltaba un paso más, una revolución que generalizara el libro y que este pudiera estar al alcance de mucha más gente. Este paso grandioso fue la imprenta, nacida a mediados del siglo XV en Alemania de la mano de Gütenberg.
Una vez la imprenta se hizo instrumento de uso común, el libro se convirtió en el principal vehículo de la cultura, pues si bien había música, pintura, escultura o arquitectura, todo quedaba recogido en libros que extendían el conocimiento por todas partes. No es concebible una eclosión cultural como lo fueron el Renacimiento y el Barroco sin la imprenta, es decir, sin el libro.
Durante cuatro siglos el libro fue el rey indiscutible de la cultura, y es evidente que especialmente de la literatura y de la ciencia, pues los nuevos conocimientos caminaban por toda Europa encuadernados en volúmenes que eran traducidos a todas las lenguas. Nunca en este tiempo se puso en duda la perdurabilidad del libro, hasta que llegó el siglo XX.
Con la generalización del gramófono y el cine se dijo que el libro quedaría reducido a espacios pequeños y muy concretos, porque si, por una parte, se podría tener la voz original de alguien y por otro la imagen en movimiento, nadie iba a interesarse por la escritura, como si Chéjov pudiera contar de viva voz sus cuentos. Se dijo entonces que el libro quedaría limitado a los clásicos muertos, puesto que nunca se podría tener las voces de Cervantes o Goethe.
lectura.JPGPero nada de esto sucedió, y cuando se generalizó la radio ocurrió algo parecido, y mucho más cuando el cine fue sonoro y más tarde la televisión entraba en cada casa, sin necesidad de salir a la calle para estar en contacto con el mundo. Y el libro siguió vivo, y por lo visto peligroso, porque tanto Mao como Pinochet se esmeraron en quemar libros, y no se les ocurrió destruir aparatos de radio o receptores de televisión.
Con la llegada de la nueva sociedad de la información se ha vuelto a poner en tela de juicio el futuro del libro. Internet suena como la panacea, y distintos soportes parecen querer derribar al libro de su pedestal como máximo instrumento de difusión de cultura. Que si lecturas en pantallas en una terminal conectada a una base de datos, que si las pizarras digitales que pretenden incluso sustituir la tiza tradicional en las aulas, que si en lugar de libro se puede tener un ordenador diminuto con posibilidad de suministrarle distintos artefacto cargados con esta o aquella obra literaria o científica.
Todo eso funciona y se usa, pero paradójicamente se venden más libros que nunca, porque el libro no necesita pilas, se puede leer al sol sin que sus rayos nos cieguen la pantallita y se pueden subrayar para destacar un teorema o un verso exquisito. Esta revolución de la comunicación a la que estamos asistiendo, sólo comparable en magnitud a la invención de la imprenta, se ha llevado muchas cosas por delante, desde la máquina de escribir a la carta personal, pero curiosamente el libro no sólo resiste sino que se fortalece ante este nuevo embate de la tecnología.
No tengo vocación de profeta y por lo tanto desconozco qué va a ocurrir en otros diez o veinte años con los avances tecnológicos incorporados a todo tipo de instrumentos, desde ordenadores portátiles a móviles, pero no creo que el libro encuadernado y de papel, tal y como lo conocemos hace más de medio milenio, desaparezca así como así. Hace unos días vi una entrevista con Salman Rusdhie en el que se le preguntaba por el futuro del libro. Él, que es un hombre contemporáneo hasta el punto de hacerle letras a su amigo Bono para canciones de U-2, vino a decir que mucho ha de cambiar el mundo para que desaparezca el libro de papel encuadernado.
Y este mes de abril, que es el mes dedicado a la celebración del libro, es tan buen momento como otro para reflexionar sobre el futuro de los canales por los que la ciencia, el arte y la literatura van a caminar por las redes veloces que hemos creado. Es indudable que cuando escribo un post en mi blog a veces recibo respuestas de lugares tan distantes como Valparaíso (Chile), o que una de mis novelas, publicada en el año 2000 en este periódico en formato digital fue leída por estudiantes de español de Nueva Zelanda.
Pero incluso esas personas que cazan novelas en la red finalmente quieren tener el libro en papel, y acaban pidiéndolo, aunque no exista en ese formato. La prueba es que escritores tan populares como Pérez-Reverte o Vázquez-Figueroa que han publicado novelas en la red, cuando esas mismas novelas fueron editadas en libro se vendieron en la misma cantidad que otras que nunca pasaron por la red. Es decir, el libro se resiste a morir.
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Este trabajo fue publicado ayer en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7.