Andrés Solana diez años después
A Andrés Solana le gustaba sorprender. Una vez le dije que era una sorpresa con patas, porque cuando más a gusto parecía estar en un lugar, se esfumaba y ya no volvías a saber de él hasta nuevo aviso. Era un hombre de apariciones intempestivas, fueran las tres de la tarde o las doce de la noche, nunca sabía muy bien cuándo y por dónde iba a entrar o en qué momento cambiaría el viento de sus intereses.
Aunque parezca una contradicción y es una paradoja, ya no sorprendía que sorprendiera, ese era su estado normal y permanente. Vivía como si flotara y un día entró en mi casa -a veces imagino que volando- y me dijo que iba a hacer su primera exposición fotográfica. Siempre había sabido que en Andrés había un artista, pero no estaba seguro de por dónde iba a explotar, aunque ya me había hecho a la idea de que su dispersión a veces irritante lo estaba conduciendo a un territorio deshabitado.
Y ahí cambió todo. La exposición fue en «La Factoría», un bar que formaba en la calle Perdomo, junto a «Yurfa», otro bar-sala de exposiciones nocturno, uno de los pilares de la que fue la pequeña movida de los años ochenta en Las Palmas. Era el polo de la zona de Triana, uno de los centros de gravedad de nuestra movida particular, una época vampírica, porque todo se hacía en alianza con la noche. El título de la exposición da una idea de lo barroco y a la vez lo sencillo que podía llegar a ser Andrés; se llamaba La huella, la ausencia, el estado de las cosas, la arquitectura de la nada o un paseo por las paredes, ahí es nada, toda una declaración de principios que él mismo se encargaría de desarrollar punto por punto en su corta pero fulgurante trayectoria artística. Era como si en aquel título estuviese contenido el guión de lo que habría de ser su obra posterior.
Fue una noche mágica, no sólo para Andrés, también para todos sus amigos, que mirábamos sorprendidos -esta vez de verdad- aquella primera aparición en la que usaba la fotografía con una vocación clara de artes plásticas. Eso ahora suena a normalidad, pero en los años ochenta los fotógrafos no eran respetados como artistas, se consideraba la fotografía como un arte menor.
Andrés Solana fue una pieza fundamental de un grupo de fotógrafos que trataron de cambiar la idea que popularmente se tenía en Canarias sobre la fotografía. Y lo consiguieron, amparados en una corriente que entonces fue importante y que emanaba de la potencia que las nuevas creaciones fotográficas generaban en Madrid, con Ouka Lele como abanderada. Aquel Andrés disperso, que llegaba como un tornado y siempre estaba a punto de irse se ancló a su vocación artística, y a partir de entonces supe que no habría más sorpresas; mejor dicho, que sólo habría sorpresas fotográficas.
Pocas veces he visto de manera tan clara cómo el arte incide en la vida personal de un artista. Generalmente es al revés, pues es el artista el que dicta su discurso. Y Andrés Solana tenía discurso, pero creo que era la imagen la que generaba las palabras, y no al revés. El artista hace al hombre, no el hombre al artista. También pocas ves he visto crecer tan rápidamente, hasta agigantarse, una carrera artística. Siempre estaba un punto más allá, era como si la fotografía tirase de él.
Los que fuimos -y somos- sus amigos sabemos de la fecunda personalidad de Andrés Solana. Exigía mucha atención cuando hablaba porque su cerebro siempre estaba en ebullición, es como si su inconsciente le estuviera gritando constantemente que había mucha tarea por hacer y poco tiempo para desarrollarla, un mecanismo que le anunciase que su corazón sólo iba a aguantar hasta el 18 de julio de 1999. Y había que hacerlo todo antes, por eso no paraba. Cuando escarbo en mi memoria la imagen de Andrés en aquellos años -los 90 sobre todo- lo percibo como alguien que tenía una misión que cumplir y que ha de hacerse sin demora.
Murió en la isla de La Palma, a donde había viajado para realizar las últimas fotos que le faltaban para cerrar su obra magna en libro: La Enciclopedia del Patrimonio de Canarias. Y logró terminarla, no vio la obra publicada pero dejó hechas todas las fotos, la última disparada apenas unas horas antes de que su corazón se parase. Unas semanas antes estuvimos juntos, en la presentación del tomo III de la Enciclopedia, de pie, mientras alguien de la política hablaba de las personas que hicieron posible esa maravilla de libro. Al nombrarte, le comenté al oído: «Ahí están esos segundos de gloria que a todos nos corresponden, según Andy Warhol». Sonrió, siempre sonreía, porque seguramente sabía -más bien intuía, Andrés era pura intuición- que su gloria sobrepasaría en mucho los breves momentos prescritos por Warhol.
Justo el día antes de partir al que sería su último viaje (en todos los sentidos) nos vimos en la terraza del Hotel Madrid, después de la inauguración de la exposición colectiva en la que participaban Tato Gonçalves, Angel Luis Aldai, Javier Betancor y el propio Andrés. Esa noche será para siempre una marca para quienes fuimos sus amigos, porque pocas veces coincide la gloria del arte con la fatalidad de La Parca. Claro, que, tratándose de Andrés Solana, no es extraño, porque su mente iba siempre a velocidad de vértigo, y por lo que ahora sabemos también su corazón. Salía al día siguiente para La Palma, su última isla…
Su sonrisa de aquella cálida noche de verano era como el anuncio de su paso fugaz, cuando con el vaso en la mano subía por las ya lejanas y casi míticas gradas de «Utopía», otro de los templos de aquella movida de los ochenta en Las Palmas de Gran Canaria, y se sentaba a hablar de cosas profundas en medio del ruido de los bafles. Pero él seguía, y creo que disfrutaba con el desconcierto que creaba a propósito. Cuando hizo aquella primera y mítica exposición de fotografías en blanco y negro sobre las que pintaba, yo escribí una nota, que fue lo primero que se escribió sobre él, y hasta le compré una foto, que ahora mismo está colgada en la pared frente a la entrada de mi casa. Esa fotografía reúne muchos valores artísticos y otros tantos sentimentales, porque además, me la devolvió una semana antes de irse a La Palma, pues yo se la había cedido para una retrospectiva.
Era como si cerrara frentes antes de irse, y la noche de la exposición, en el Hotel Madrid hablaba de que el veterinario había «dormido» a su perra, ya vieja, ciega y tullida, y de que se sentía mal porque se había ido un ser vivo que le dio catorce años de afecto. Por muchas vueltas que le he dado, siempre llego al mismo punto: Andrés no sabía su límite, pero su inconsciente sí, y lo hacía actuar en consecuencia.
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Este trabajo fue publicado el miércoles 15 de julio en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7. Las fotos son de Andrés Solana