Queda mucha plancha, Santa Teresa
Hoy es día de Santa Teresa. Además de felicitar a todas las mujeres que llevan ese nombre, andamos en la celebración del Día de las Escritoras. Y no sé si alegrarme o entristecerme, porque no parece que las cosas vayan bien cuando se hace necesario señalar un día para recordar que las mujeres tienen (o debieran tener) derechos, oportunidades y reconocimientos en la misma medida que los hombres. Y esta última expresión habría que matizarla, porque el asunto no se resuelve poniendo tres y tres o siete y siete, sino llevando a la sociedad a que se consideren los talentos, el trabajo y los resultados por sí mismos, sin tener en cuenta el sexo de quienes se trate, y estoy convencido de que, si esos fueran los criterios, sobresaldrían unos u otras como todo en la vida, por rachas, momentos y circunstancias, pero, a la larga, el equilibrio sería total.
Pero, claro, mi abuela se agarraría a las décimas guajiras y me diría: “¡Quién tuviera cien mil pesos / un caballo de carreras / una novia en cada pueblo / y que todas me quisieran!” Esa era su manera de decirme que hay cosas imposibles, o al menos muy difíciles de conseguir, una de ellas, alcanzar en la práctica el concepto de igualdad social. No voy a hacer un recorrido por eras y períodos, y mucho menos a enunciar un análisis antropológico de por qué es tan difícil, sencillamente porque no tengo ni idea, y los que la tienen me temo que solo han escarbado un poco en la superficie del asunto, pues siempre acudimos a explicaciones de relaciones de poder, a integrismos religiosos y a no sé cuantas cosas más, pero el caso es que, sin que haya esas relaciones tóxicas o desiguales y entre personas poco o nada religiosas, la desigualdad se perpetúa, como si hubiese una orden marcada a fuego en nuestro destino como humanos.
De los miles de años que tenemos memoria escrita, es verdad que la vida parece hecha y, por supuesto escrita, por los varones. Las mujeres siempre ocuparon un lugar secundario, de compañía y apoyo a los ilustres o heroicos hombres, con escasa o nula vida pública, y cuando aparecen, casi siempre son las que malmeten a un marido poderoso (Popea, esposa de Nerón), reinas casi siempre criticadas por la Historia como Catalina de Rusia o incluso decapitadas (María Estuardo) o santas que interesaba promocionar para mayor gloria de la Iglesia (Juana de Arco). Es decir, no pintaban nada, salvo ese poder divino heredado que recayó en mujeres de carácter como Isabel I de Inglaterra o Isabel La Católica. De lo contrario, nada, desapercibidas, pues hasta en la literatura suelen estar en las cocinas del mal, como las mujeres letales de las tragedias griegas o manejando los hilos de la conspiración a lo Lady Macbeth. Otras fueron silenciadas, expoliadas y encerradas, como Juana La Loca, sin ir más lejos.
Cuando veo a figuras femeninas de gran dimensión histórica en cualquier área, me quito el sombrero ante ellas, porque sabemos que, para sobresalir y dejar huella tenían que acreditar el genio de Einstein, Mozart y Platón juntos, pues en igualdad de condiciones se las habría tragado el silencio. Son muy pocas las que han quedado en la Historia humana, pero muchas para enumerarlas aquí. Desde Hipatia de Alejandría a María Sklodowska (Madame Curie) y desde Safo, la poeta de la isla de Lesbos, a Sor Juana Inés de la Cruz, pasando por Teresa de Ávila y muchas más, es estremecedor el enorme esfuerzo y el talento de estas mujeres que ni en lo peores tiempos los hombres pudieron acallar.
Estoy convencido de que hay mujeres que han realizado obras, descubrimientos y hallazgos similares a los que agradecemos con gran fanfarria a Aristóteles, Leonardo Da Vinci, Bach, Velázquez o Newton. Da vértigo pensar en cómo han sido silenciadas, acalladas y anuladas, y sus logros, o se han perdido o se los adjudicaron a un machote presentable. No puedo imaginar qué cosas se han descubierto de nuevo siglos después de que fueran sepultadas porque nadie les hizo caso por proceder de una mujer.
Ya que estamos celebrando el día de las mujeres escritoras, creo que hay que irse olvidando de los galardones. Tampoco sirven, ya hemos visto los Premios Nobel de ciencia este año: ni una mujer. Hay que valorar las obras. Ocurre cada vez menos, pero es escalofriante cuando formas parte de un jurado literario y alguien te dice una de estas dos cosas: que afines en la elección porque ya son demasiadas las mujeres que están ganado premios; o bien, lo contrario, que sería bueno que el premio fuese para una mujer. Absurdo, porque en algunos premios institucionales en los que se reconoce una vida se sabe cuáles son las candidaturas, con nombres y apellidos, pero en los demás, las obras se presentan con plica y seudónimo. No es posible saber si quien escribe es hombre o mujer. Y en ocasiones he visto la cara de disgusto de alguno de los convocantes cuando, al abrir la plica, se conoce el sexo de quien gana, porque ha sido un hombre y “tocaba” una mujer o porque es mujer y ya “son demasiadas”. Parece ser que, además de saber algo de literatura, para ser jurado hay que tener una bola de cristal. Es ahí donde quería llegar, se ha de reconocer la obra y la trayectoria si es el caso, o de lo contrario nos estamos cargando la literatura.
Pues sí. Si echamos miradas atrás, vemos que las llamadas generaciones literarias son en su mayor parte un listado de nombres masculinos. Desde hace unos años, eso empieza a cambiar, y espero que siempre sea la literatura el objetivo, pues como consumidor de cultura, me interesan los libros, y me importa cero el sexo, la raza, la religión o la nacionalidad de quien escribe. De manera que queda mucha plancha, tongas y tongas de ropa, como también diría mi abuela. Y no solo en la literatura. Felices celebraciones de la Mujeres Escritoras.