A lo mejor ya es otoño
Hasta donde yo he indagado -y vivido- hubo en la frontera entre julio y agosto de 1976 una ola de calor infernal, en la que, de madrugada, había dentro del agua de Las Canteras tanta gente como si fuese mediodía (entonces había menos aire acondicionado y no estaba prohibido bañarse a medianoche). Pero fue una semana. Lo de ahora es inédito, y tal vez en esta ocasión los comentarios se ajusten a la realidad como nunca. Claro, los que por intereses económicos se apoyan en científicos como el primo de Rajoy para insistir en que no nos estamos cargando el planeta continúan con su mantra suicida y miran hacia otro lado, mientras el hielo se retira de los polos y los glaciares y ellos siguen haciendo caja.
Para desengrasar, que no todo va a ser política, he sabido que, hace unos años, subastaron las cenizas del novelista Truman Capote por 43.500 dólares. Estoy convencido de que a él le habría gustado, porque sentía pasión por un titular periodístico. Cada cual subasta y puja según su saber y entender, y los muertos y aparecidos se llevan mucho últimamente. También hace poco tiempo, vi un reportaje de televisión en el que afirmaban que en el estadio Ciutat de València transitan los espectros de cuatro aficionados, cuyas cenizas fueron depositadas debajo del césped de una de las porterías tras el accidente en el que perdieron la vida al regreso de un partido de su equipo, el Levante, titular del estadio. Parece ser que, desde entonces, en esa portería suceden cosas extrañas, siempre a favor del equipo local, errores inexplicables de los adversarios y aciertos imposibles de los levantinistas, o directamente milagros, sea en defensa o en ataque. Se ve que los difuntos ponen mucho empeño, pero muy hábiles no deben ser, puesto que el equipo sobrevive en 2ª división. Comentaban en el reportaje que, hace años, un delantero del Málaga llamado Duda (que ya tiene mangrina el nombrecito) falló un gol hecho porque se le puso delante un fantasma, pero no un central chulo, no; un fantasma-fantasma. Y siguieron hablando en la televisión con normalidad, como si ya se pudiera fichar apariciones de ultratumba en lugar de futbolistas.
Duda, el jugador implicado en el asunto, lo narraba como si el fantasma fuese un personaje real del deporte, de los que salen en Marca. Y uno se pregunta si hay penalti en caso de que, dentro del área, el balón atraviese al espectro por la mano separada del cuerpo, o si es reglamentario que un equipo juegue con varios jugadores de más, aunque sean aparecidos de otro mundo. Había oído hablar de El futbolista asesino en la magnífica novela de Nicolás Melini, pero nunca de futbolistas difuntos y encima no profesionales. En estos días, parece como si todos anduviéramos por el rulfiano mundo de Pedro Páramo, fronterizo entre la vida y la muerte, o más bien sin fronteras, lo mismo en un lado que en otro, como en la novela El bebedor de vino de palma del autor nigeriano Amos Tutuola. En Ucrania nadie se hace responsable de las matanzas, Rusia dice que son los propios ucranianos y Kiev acusa a los rusos. Lo mismo pasa en Israel, Gaza, Cisjordania y el Líbano, no se sabe quien lanzó este o aquel misil, pero el número de muertos siguen aumentando. Y no nos dejan otra que maldecir a todos los señores de la guerra.
Pero sigamos con el otoño. Tal vez sea por mirar muchas reproducciones de cuadros de Sorolla o de Vázquez-Díaz, pero siempre que llega el otoño me acuerdo de Madrid, y más concretamente del Paseo de Recoletos y del Prado, donde las acacias amarillean y convierten la tarde en una acuarela. Y una imagen otoñal que siempre recuerdo es la escena final de la película Muerte en Venecia, en la que, por un lado, está la muerte y por el otro las risas. El otoño es cansino, y aunque aquí se anuncia al final del verano con la bravura de las mareas del Pino, el mar se para, que es cuando dicen los pescadores que «la mar está echada». Las olas llegan tenues a la orilla, y la luz empieza a languidecer. Pero ya nada es igual que siempre. Es como si llegase la hora de cerrar, pero en realidad es cuando todo empieza a regenerarse de nuevo, aunque tenga mejor pedigrí la primavera. Pero ya ven, a mí me gusta el otoño, tal vez porque esa fue la primera luz que vi.