Haz el amor, la guerra es un crimen
Cuando uno está acosado por la mentira y la manipulación de las palabras, necesita aire, luz, autenticidad de la buena, no esa que esgrimen las personas que se autodenominan “auténticas” para machacar todo lo que se mueva. La autenticidad es otra cosa, y en esta sociedad escasea, porque es un mercado sin impuestos, se venden verdades y mentiras y todo se justifica con “es mi verdad”. No soy equidistantes, estoy contra toda esa bulla que manosea el auténtico (sí auténtico) valor de las palabras. Porque las palabras deben corresponderse con conceptos y estos con valores, pero eso ya no es así, de manera que los diccionarios se han convertido en arqueología; y ahí los meto a todos (se meten ellos), en Canarias, en España y en el mundo, pues desde que alguien dice que al otro no le gusta lo llaman cualquier cosa, desde inconstitucional hasta terrorista.
Lo que está pasando en la Franja de Gaza no tiene ni medio pase, es genocidio puro y duro, como es terrorismo lo que hizo Hamás el 7 de octubre en el sur de Israel. Parece ser que ya no se puede llamar a las cosas por su nombre, y la secuencia palabra-concepto-valor salta por los aires. En las guerras del siglo XX y XXI han muerto decenas de millones de personas, la inmensa mayoría civiles, en porcentajes escalofriantes. Unos muy atrevidos hablan de que solo el 4% de los muertos en esas guerras eran militares, otros dicen que el 25%, y en todo caso son cifras terribles, porque mueren personas indefensas, que ahora llaman daños colaterales. Pero es que hasta esos muertos con uniforme son seres humanos arrastrados al enfrentamiento, a menudo alistados a la fuerza en un ejército o en otro, bajo la amenaza de que les puede pasar algo terrible por no defender a la patria, palabrita que empieza usarse con demasiada ligereza, y eso siempre es peligroso. Hay que ser un inconsciente para acusar de crímenes de guerra al enemigo. Cualquier guerra actual es un crimen per se. Y no olvidemos que, desde Julio César, la historias de las guerras las escriben siempre los vencedores.
Lo más terribles es que, a través de las religiones, la propaganda y la exacerbación del fanatismo, millones de personas creen que así deben ser las cosas. Me da escalofrío cuando, en las series de televisión norteamericanas, para invocar un respeto que llega casi a veneración, se alude al presente o pasado de alguien como marine, y el argumento es que esa persona ha arriesgado la vida por defender su país, y resulta que lo ha defendido en Panamá, Irak o en cualquier lugar del planeta, porque lo que se defiende son los intereses económicos de una plutocracia que, en un lugar remoto, tiene una metafórica máquina de Coca-Cola en el aeropuerto.
Ya lo dijo el piloto militar Erich Alfred Hartmann durante la II Guerra Mundial: “La guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí, por la decisión de viejos que se conocen y se odian, pero que no se matan”. Si ya lo militares son víctimas de la gran mentira de la guerra, mucho más tremendo es si nos referimos a la ciudadanía civil indefensa (que son los que más sufren). Los avances tecnológicos hacen que un solo dedo apriete un botón y arrase edificios, barrios y ciudades en un segundo. Antaño, aunque había saqueos y abusos sobre la población civil, los ejércitos se enfrentaban a campo abierto, y morían soldados en su mayoría. Se decía “ir a la guerra”, porque esta se resolvía en un lugar concreto, pero ahora la guerra está en todas partes, nadie está a salvo. Hemos evolucionado en el embrutecimiento y en la capacidad de destrucción.
La única manera de acabar con tanto odio es educar en valores, pero esos viejos que nunca se matan entre sí no permiten que se implanten sistemas educativos eficaces. Siguen alimentando su conducta criminal con grandes palabras, brillantes desfiles e himnos cuyas letras parecen haber sido escritas por Rubén Darío (encima, el himno español no tiene letra y puede invocar cualquier cosa). Y en ese océano de miseria moral, hay islas que tratan de abrir un hueco, y lo consiguen. Casi siempre son profesores y profesoras que no se rinden, aunque saben que pueden estar empujando la piedra de Sísifo. Pero la alegría y el entusiasmo los mueve, y se valen de las nobles artes para llegar al corazón de los más pequeños.
Hoy es un día muy triste porque ha muerto a los 47 años el conocido profesor y escritor de literatura infantil, el coruñés Miguel López, conocidos en las redes sociales y por miles de niños y niñas como el Hematocrítico (así se presentaba en las redes sociales y en sus blogs), un sabio del corazón, que se le paró de golpe. Gente así es la que hace que sigamos creyendo en que el ser humano puede alejarse del simio del que procede (o tal vez lo que deba es acercarse, ya no lo sé), y en Canarias hemos tenido seres de luz así, que se valieron en sus aulas y en sus vidas fructíferas de la música o las artes plásticas, como los grandes profesores, que ya se fueron, Javier Rapisarda y Domingo Socorro, cuyas islas se engrandecen con el paso del tiempo. Pero seguimos teniendo luminarias que nos hacen mejores desde la infancia, y son muchas por fortuna, y ahora me viene a la mente Pepa Aurora, la maestra que tiene las clave de llegar a la inocencia desde sus libros y sus narraciones orales, Luis Pérez Aguado, maestro y escritos que ha dejado huella en varias generaciones, o Daniel Martín Castellano, un huracán de alegría y positividad que deslumbra en sus libros y en sus actividades presenciales. Nos consuela que estén aquí, sembrando las mismas semillas que esparció con generosidad El Hematocrítico, el maestro gallego que hoy nos han arrebatado. Estos faros son los que nos llevan a que aquello de los hippies “haz el amor y no la guerra” cobre un sentido más amplio. ¿Qué otra cosa, sino luz, es el amor?