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2024, ¡uf! una oda al optimismo

Dos días después del comienzo del nuevo año, se supone que lo políticamente correcto es desee a quien se acerque a esta lectura que pase un año muy venturoso. Y de verdad que, sinceramente, no deseo mal a nadie, y me gustaría que todo fuese muy bien urbi et orbi, pero como no me he caído de un guindo, sé con seguridad que no va a ser así para todo el mundo, especialmente para quienes están en la parte baja de la tabla económica, que es la mayoría de la población, aquí en Managua y en Sebastopol. Por eso, quiero ser más ajustado a la realidad, y espero y deseo que la deriva que está tomando todo (Canarias, España, Europa y el planeta Tierra) amaine un poco y que nos haga el menor daño posible, porque hasta la incontrolable Naturaleza hace la guerra por su cuenta, y, por si ya no hubiera bastante con lo que cerramos 2023, inaugura el 2024 un terremoto de gran intensidad en Japón.

 

 

 

Ojalá que este terremoto, aquel tornado o el más reciente volcán de Islandia no se pongan bravos, que ya se encarga el ser humano de hacer irrespirable la deseable concordia universal, que ya perece el chiste del deseo de las aspirantes a Mis América (Paz en el Mundo). Y es que estafadores y vendemantas abundan cuando el río baja revuelto. Siempre ha habido teorías conspiranoicas, mensajería esotérica, pseudociencia, historiadores de otra dimensión y otros debates paralelos que, sin mayor preparación ni prueba tangible, suelen mezclar la física cuántica con la religión, la ufología con el creacionismo, la ley de la relatividad con la astrología y con fantasmas, espectros y presencias (por lo visto no son la misma cosa). Todo este batiburrillo se ha disparado en los últimos años, y ahora mismo es una catarata de libros, programas audiovisuales, documentales e incluso series de televisión. Internet es un festival.

 

Dicen que este fenómeno se produce en tiempos de crisis, pero no de una crisis económica puntual, aunque también, sino en momentos en los que hay profundos cambios de sistema o incluso de civilización. Unos afirman que surge de una manera espontánea, porque sí, otros aseguran que se alienta desde los centros de poder para tener entretenida a la gente, lo que no deja de ser otra teoría de la conspiración. Mueves el dial, zapeas, navegas por Internet o entras en un canal de documentales supuestamente serio, y te inundan de alienígenas, hechos inexplicables y civilizaciones antiguas que estaban más avanzadas que nosotros. Y los escaparates de las librerías por el estilo. Nos cuentan que del espacio vinieron los anunakis y crearon al ser humano combinando sus genes con alguna especie de homínido. Es decir, no hubo un dios creador, fueron los extraterrestres. Vaya, ahora no hay dios, pero tampoco Darwin, lo que no nos resuelve la gran pregunta, porque ¿de dónde salieron los visitantes que nos crearon a nosotros? Y como esta, centenares de historias sobre civilizaciones, muertos y aparecidos, gente que levita o sociedades secretas que manejan el mundo desde el silencio. No sé muy bien si provocan risa o miedo. Más bien lo segundo, porque cada día se hace más difícil razonar con lógica, aunque eso no es nuevo, siempre ha habido fanatismos de distinto nivel.

 

En este mundo tan confuso, nos enfrentamos a la dicotomía del paganismo consumista o los fundamentalismos religiosos, y parece no haber término medio (tendré que meditar también sobre qué significa cada una de estas cosas). Algunos autores afirman que la religiosidad es inherente al ser humano y que por lo tanto este tiene la necesidad de adorar a un ser superior e intangible. Esto es, por supuesto, muy discutible, pero es evidente que los comportamientos sociales indican que, cuando faltan elementos religiosos, se buscan sustitutos paganos, como el becerro de oro que adoraron los israelitas mientras Moisés estaba en el Sinaí recibiendo las tablas de La Ley. Así al menos nos lo contó Cecil B. De Mille cuando Charlton Heston se convirtió en profeta y guía, no sé si antes o después de ser el jefe de la Asociación Nacional del Rifle.

 

Hemos sustituido Fátima por una explanada donde actúan Alejandro Sanz o Rosalía, y Lourdes por cualquier estadio de fútbol, aunque Fátima y Lourdes siguen teniendo tirón. Como vemos, no hay demasiadas razones para esperar mucho del nuevo año. En realidad, los años no dan ni quitan, son un mera medida basada en el tiempo astronómico, y los años son buenos a malos según le vaya a cada cual. Espero que en este próximo período de 366 días (este año nos dan uno más) todo vaya mejor, aunque eso es un modo de hablar, porque seguirán pasando cosas, buenas y malas, es la vida. Me contó un patricio que murió centenario (seguramente puso bastante de su cosecha) que, al terminar la misa del 31 de diciembre del año final del siglo XIX, don José Cueto, a la sazón obispo de la diócesis de Canarias, entonó una oración por las almas de todos los fieles presentes. Los canónigos le expresaron su sorpresa, porque en vísperas de año y siglo nuevos se esperaba de él algo más esperanzador y alegre. “¿Alegre?” Argumentó el obispo, “he rezado porque entramos en un siglo del que no vamos a salir vivos los que estamos en edad de pecar, y a nadie le viene mal una oración por su alma”. No sé si el obispo, además de solidario hasta el punto de que el pueblo lo llamaba cariñosamente Padre Cueto, era un hombre previsor, un aguafiestas o tenía un gran sentido de humor. Yo me quedo con lo último. Seamos, pues optimistas, aunque las grandes palabras empiecen a necesitar una urgente mano de pintura. Como suelo repetir, elijan qué mentira creer.

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La campanas, igual que doblan, también repican por ti

Ernest Hemingway pone en el frontispicio de su novela Por quién doblan las campanas, un extracto de esta Meditación XVII del poeta inglés John Donne, maestro de la poesía británica contemporánea al Siglo de Oro español:
«Ningún hombre es una isla entera por sí mismo./ Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo./ Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida,/ como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia./ Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta,/ porque me encuentro unido a toda la humanidad;/ por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.»
Puede ser una imagen de la catedral de Guadalajara
Se va 2023, y se ha llevado a personas que, de alguna forma, formaron parte de nuestra vida, de nuestra educación sentimental o de un momento crucial de nuestro camino. Hemos muerto un poco, porque, como dice John Donne en su poema, todos morimos como Humanidad cuando alguien se va, o se lo llevan, como ocurre ahora en Gaza, en Ucrania, en Sudán, en Irán, en… demasiados lugares. Nos han dejado figuras de todos los ámbitos, que, a favor o en contra, ocuparon una parte de nuestras vidas, y algunas han influido en ellas: Antonio Gala, Carlos Pumares, Jerónimo Saavedra, Concha Velasco, José María Carrascal (quien que me contó en directo y por RNE que el hombre había pisado La Luna por primera vez), Milan Kundera, Tina Turner, Botero… Pero quedamos nosotros, que somos a la vez la parte que se queda de los que se han ido.
2023 ha sido, además, cincuentenario de muertes de personajes importantes, que marcaron la respiración de muchos de nosotros, personas que murieron en 1973 pero que quedan en nuestros propósitos de cambiar el mundo: Salvador Allende, Víctor Jara, Abebe Bikila (el atleta más inalcanzable del siglo XX), Nino Bravo y los tres Pablos que tanto echase de menos el gran Alberto Cortez (Picasso, Neruda y Casals). Nada sería igual sin todas estas personas, y en 1973, hace 50 años, también falleció el gran escritor Canario de la Generación de 27 Claudio de La Torre, cuyo cincuentenario ha pasado sin pena ni gloria en su tierra. Pero sigue con nosotros en la fuerza de su Juan «El Chino».
También se nos fueron este años Alexis Ravelo, Ricardo Villares y Carlos Juma, como el año pasado se fueron Manolo Vieira, Jane Millares y Paco Juan Déniz. Pero están aquí, en la humanidad de nuestros corazones, en el eco cada vez más fuerte de estela. Hemos muerto todos, pero también entre todos mantenemos encendida su luz, porque somos Humanidad. No estemos tristes; duele, pero es la única manera de mantener a raya a la innombrable.
Que 2024 sea un tiempo de cordura, generosidad y amor a la vida. Nos hace mucha falta. Las campanas, igual que doblan, también repican por ti.
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Más que conducir una ambulancia

Aunque supongo que, de una forma o de otra, siempre ha sido así, solemos dar el verdadero valor a las personas cuando ya no están. Incluso, si se van muy jóvenes o de una forma inesperada, cuando se supone que todavía le quedaba mucho por hacer o decir, hay una tendencia a mitificar, o simplemente a valorar a los que se han ido en su justa medida, como casi nunca suele hacerse en vida. Sucede menos cuando desaparece alguien que ha tenido una larga vida, la gran noticia es la muerte de Amy Westhouse, pero, cuando se va Tina Turner, el ruido mediático es menor, porque ya es octogenaria y su desaparición está asumida por su edad y su estado de salud. El caso es que tenemos la sensación de que la ausencia inesperada de algunas personas tiene mayor impacto que la de otras, y eso depende mucho del eco que tenga en la población lo que alguien hace, y de lo que se espera en el futuro. Pero la vida se esfuma y casi siempre nos dejamos llevar, y siempre va quedando un poso de lo que verdaderamente es importante para toda la sociedad.

Tengo un respeto reverencial por lo que significan el arte, la creatividad y el pensamiento, no menor que es el que profeso por la ciencia (mayor si tiene que ver con la salud), y la tercera de mis admiraciones es para aquellas personas, generalmente anónimas, que hacen cada día que el mundo funcione sin que nadie les dé un golpecito en el hombro, en todas las profesiones y en todas las actividades, porque si es necesario que alguien con talento haga avanzar este planeta, también lo es que esa lumbrera come, viste y se relaja, para lo que tiene que haber comida, ropa, algo de música y tal vez un café bien caliente, y todo eso lo hacen otras personas, que casi nunca tienen nombres. Se morirán ancianas o jóvenes, pero, aparte del dolor de quienes las amaban, la constatación social de su partida se reducirá a unas sinceras y hermosas palabras en el funeral, porque la sociedad siempre fue como las lámparas, cada vez que se funde un bombillo (bombilla para la RAE) se pone otro en su lugar y a seguir funcionando.

 

De modo que los mojones del tiempo colectivo parece que lo marcan postes indicadores como Euclides, Dante, Newton o Leonardo. Pero son solo eso, indicadores, porque la Humanidad es un mecanismo muy complejo en el que cada persona tiene su función. Como decían los políticos que reclutaban muchachos a mansalva para enviarlos a la guerra que entonces les convenía, el que no sirve para matar sirve para que lo maten, y las bajas también son un factor que forma parte de la guerra. Pues así es nuestra sociedad, tan cruel y sistemática, todo está intercomunicado porque el sanitario no puede vivir sin el pescador, cuyos hijos son instruidos por una profesora, que necesita que haya fábricas textiles para no morirse de frío en invierno.

 

Es verdad que, como si el mundo fuese un ejército, se necesitan liderazgos en todos los campos del regimiento de la vida. Pero esos liderazgos son puntas de lanza, que nada conseguirán sin el peso de hasta el último centímetro de esa lanza, la sociedad.  La vida se compone de pequeños liderazgos aquí y allá, que advierten sobre peligros e injusticias, como el recientemente fallecido doctor Carlos Juma, un ilustre neurólogo y una voz que despertaba conciencia social sobre muchas cosas, especialmente sobre los sufrimientos del pueblo palestino. A personas así se las echa en falta porque sin su alerta constante, las injusticias seguirán creciendo más y más. Se ha ido cuando más se necesitaba su voz, porque esa generosidad colectiva no abunda.

 

Cada vez que se hacen reconocimientos públicos a personas que sin duda los merecen, siempre echo en falta que en esas listas laureadas estén esas personas que, no es que sean necesarias, es que son imprescindibles. Serlo acarrea un gran peso personal, pero hay gente que lo asumen.  Cierto es que, afortunadamente, esas personas se cuentan por miles, pero al menos se tendría que dar alguna medalla fulgurante a alguna de estas personas, que es una manera de decirle a todos los imprescindibles que sabemos que están ahí y que valoramos su dedicación. Siempre recuerdo al personal sanitario de determinadas especialidades, donde no solo hay que ser muy competente, sino con un corazón gigantesco, porque si no es así no podrían sobrevivir al sufrimiento que les rodea y que tratan de mitigar con su ciencia y con su humanidad.

 

Siempre recuerdo a quienes conducen ambulancias del Servicio Canario de Salud, que acuden con otra persona sanitaria a cualquier lugar de esta tierra. Se enfrentan a escaleras laberínticas, a situaciones muy duras, y siempre encuentran la mejor manera de resolver la urgencia, de trasladar a la persona enferma a un centro de referencia; controlan situaciones muy complicadas, haciendo auténticas exhibiciones de paciencia, humanidad y temple.  Pero claro, esa persona que, con su humanidad y su profesionalidad más allá de lo exigido, tiene mucho que ver con que se salven vidas y ese engranaje social sirva para todos como especie. Y ese es solo un ejemplo, pero parece que se trata simplemente del conductor de una ambulancia. Puede conducir cualquiera con carnet, hacer lo que hacen ellos y ellas es cosa de seres especiales, que por circunstancias personales he visto de primera mano. Como en otras profesiones, la gloria es para otros, que también la merecen, pero es un regalo que estemos en manos de gente así. Cada cual, en su lugar del juego social, todavía no conozco a un talentoso futbolista, a un eximio pintor, a una gran cantante, a un brillante científico o a una gran poeta a quienes admire más que a esos simbólicos chóferes y choferesas de ambulancia. Igual sí, más no.