Reduflación y tres piedras
Es un clamor que los precios están por las nubes, pero las grandes corporaciones de la distribución alimentaria, como elemento de llamada para inversores, proclaman cada semestre o cada año -como los bancos- sus enormes beneficios. Los consumidores pagan más, pero los verdaderos productores cobran menos, hasta el punto de que muchas veces no pueden soportar los costes de sus explotaciones agrícolas, ganaderas o la tremendamente dura tarea de la pesca. En resumidas cuentas, si las grandes distribuidoras pagan menos y cobran más, están ganando dos veces, y no parece que en España se le ponga coto. Hay pequeñas resoluciones -muy tímidas- que consisten en subsidios extraordinarios para las clases más vulnerables, y por otra parte ayudas a las explotaciones de economía primaria, con lo que, por obra y gracia de que todo ese dinero procede de los impuestos, es la ciudadanía en general la que está soportando lo que es claramente un abuso de la economía de mercado.
Los liberales predican que el mercado se regula solo, y critican el intervencionismo del Estado, pero luego ponen la mano para recibir subvenciones con las que cuadran al alza su cuenta de resultados, lo que a la postre viene a suponer un tercer beneficio que, insisto, pagamos todos por distintas vías, sea en la caja del supermercado, sea cuando nos descuentan el IRPF de nuestra nómina. Así da gusto ser liberal y predicar la libertad de mercado en versión Ayuso, o en distintos conciertos educativos y sociosanitarios que cada día hacen aumentar el abismo de la desigualdad y que es lo que hace que la última semana de mes muchas familias tengan que tirar de los bancos de alimentos y de ONGs desbordadas para llevarse algo a la boca antes de la nómina del último día. Y eso quienes tienen trabajo, ya me dirán cómo sobreviven los desempleados, con pagas limosneras que no alcanzan ni para lo más básico.
Pero que a nadie se le ocurra levantar la voz pidiendo subidas de salarios acorde con el movimiento de la economía. Son legión las personas que nunca ven una sola hora extraordinaria en su nómina, y ya hemos visto cómo la CEOE se quedó fuera del acuerdo de subida del salario mínimo, que no deja de ser una pantomima política porque apenas se refleja en las nóminas de quienes son víctimas de mil piruetas administrativas o fiscales, en las que consta solo la mitad de las horas que trabajan, y encima parece que les están haciendo un favor. Luego nos quejamos que nuestros titulados, que hemos formado en nuestros centros, se vayan a trabajar a otros países donde los salarios son muy superiores, y los servicios públicos gratuitos mucho mejores que los nuestros, porque se cobran buenos impuestos a buenos salario, pero aquí vamos siempre bajo mínimos y con las raquíticas recaudaciones fiscales solo sirven para perpetuar la noria de la miseria. Es decir, ya podemos olvidarnos de aquello que llamábamos clase media.
Por si no fuera bastante el poder adquisitivo que estamos perdiendo, ahora se ha puesto de moda una nueva práctica que hasta tiene nombre exclusivo en español, porque la traducción del inglés contenía varias palabras, que contravenían la idea de un concepto debe definirse con la mayor precisión posible, y sonaba como un cacharro de pimentón. Ha surgido la nueva palabra; reduflación. La cosa es que, con la mentada reduflación, nos están sisando en nuestras propias narices parte de lo que pagamos. Los envases tienen el mismo tamaño, pero el contenido ha disminuido en cantidades que van del 5% al 15%. Y eso de que mantienen el precio hay que comprobarlo, porque, cuando uno va al supermercado, es como si se subiera en la diligencia de Sierra Morena y la serranía de Ronda, porque si no es Luis Candelas, será Pasos Largos, el Tragabuches o José María el Tempranillo, pero que nos van a saquear la cartera es seguro. Como ejemplos, solo hay que ver cómo está diezmado el contenido del yogur, o la disminuida materia que viene en bolsas infladas, pero con menos producto.
Y ante todo este claro abuso, que está incidiendo en la alimentación y en la salud de miles de personas, uno se pregunta si no hay inspecciones de abastos, como antaño, control de margen de beneficios en cada paso y todo eso que debiera ser normal en un comercio justo. Claro, es que, con la cantinela de la libre competencia, parar esto es ilegal, y la parajoda (sic) es que la competencia no existe, porque poco pueden hacer los inermes ciudadanos y los agobiado pequeños productores ante las superpotencias del mercado. Y si seguimos, no acabamos: productos importados cuya procedencia desconocemos, carne de vacuno a la que casi no hay que poner agua en el estofado porque la trae incorporada, y un sistema que se reivindica liberal pero que es abusivo. Ya, ya, el cambio climático, la sequía, los costes de la energía. Pamplinas, todo eso va a parar al origen del producto y al consumidor, y los intermediarios facturando a dos carrillos. Ahora nos vienen con la dichosa reduflación; sí sí, se me ocurren unos cuantos sinónimos que no suenan nada bien. Y tres piedras.