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Democracia, mezquindad y confusión.

 

 

Democracia liberal, burguesa, parlamentaria y no sé cuántas cosas más es la manera en que, según quien, se define a este tipo de organización política imperante en lo que conocemos como Occidente. Pero claro, para los que gustan de los sistemas uniformizantes y en los que todo se hace en nombre del pueblo, la democracia es otro tipo de representatividad. Así, vemos que el apellido oficial de Corea del Norte es “democrática popular”, y la República Democrática Alemana fue, de 1945 a 1989, lo que llamábamos Alemania Oriental, que pasó a formar parte de lo que hoy es el estado alemán. Así que, la palabra democracia, que se toma del clasicismo griego, etimológicamente significa “poder del pueblo”.

 

 

Definición tan rimbombante se puede interpretar de muchas formas, pues unos la ajustan a una revolución en nombre del pueblo, que al final no se diferencia mucho del absolutismo monárquico del siglo XVIII conocido como Despotismo Ilustrado (todo por el pueblo, pero sin el pueblo), que fue criticado por Rouseau y los enciclopedistas, lo que generó un movimiento que exigía dar la soberanía al pueblo. El resto de la historia ya lo conocemos, porque lo que salió de aquella revolución que se apuntó Francia, pero que tenía su base en Inglaterra y sus colonias americanas que luego serían Estados Unidos, es esta democracia occidental, con monarcas o sin ellos, que está en manos de una clase política gregaria de distintos intereses económicos, y  que funciona desde la supuesta soberanía popular (el pueblo, siempre el pueblo), pero que se materializa siempre en una dimensión etérea que se viste de grandes pompas y resonantes nombres.

 

La verdad es que todas las formas de intentar hacer un cambio hacia una sociedad más justa acaban igual, con una dictadura escalofriante de derechas, otra igual de tenebrosa de izquierdas, o con esa democracia liberal-burguesa-parlamentaria, que es un paripé representativo, que se pervierte en sí mismo porque quienes gobiernan hacen o deshacen en función de los votos que cada cosa genera, pero, una y otra vez, demuestran que lo que realmente les importa es alcanzar o mantener el poder, en función de intereses que casi siempre andan entre bambalinas. En nuestra época, el sistema es tremendamente eficaz, pues tiene mecanismos sociológicos y de psicología social capaces de mover montañas a través de los medios de comunicación, y elementos de propaganda que circulan por periódicos, radios, televisiones, libros, películas, plataformas digitales, etc. Consiguen generar pensamientos que la masa cree propios, pero que provienen de un maquinaria infernal e interesada.

 

Y en esas estamos. Se nos hace luz de gas de muchas formas, y caemos de buena fe en sus trampas. Las ideologías se convierten en religiones integristas, y los antañones palabrones “derecha” e “izquierda” ya se han diluido en un libro esperpéntico que solo tiene cubiertas, con las hojas en blanco o con expresiones esbozadas, a veces con los mismos garabatos. Palabras como libertad, justicia, patria, pueblo, grandeza, etc, están en todos y cada uno de esos libros y, supongo, que con significados diferentes.

El problema mayor es que esas palabras y sus distintos significados no son estáticos, cambian cada día, y se enredan en eso que llaman política, que también se ha ido desvirtuando y ya no sabe distinguir lo esencial de lo accesorio. Un partido que se dice de izquierdas legaliza el matrimonio de las personas del mismo sexo; la derecha pone el grito en el cielo, pero luego, hasta algunos de sus más conocidos líderes hacen uso de esa ley; un partido de la llamada derecha elimina el servicio militar obligatorio y convierte en profesionales las Fuerzas Armadas, y no pasa nada porque lo ha hecho la derecha, porque si se le ocurre hacerlo a la izquierda… Bueno, creo que no habría podido. Ese es el juego confuso que vemos cada día, porque somos más antimilitaristas que nadie, pero clamamos por la presencia del ejército cuando hay demasiado fuego o demasiada agua.

 

La tragedia de Valencia es un ejemplo claro. Unos por otros y con miedo a que tal o cual decisión repercuta en la opinión pública (las urnas), se pierden en la guarnición y se olvidan del filete. Así no hay manera de avanzar. Cuando sucede una emergencia de este calibre, no se puede hacer política electoral, hay que estar en las graves decisiones, siempre pensado en amortiguar el daño. Pero ya sé que eso es un sueño. Por lo visto en España estamos condenados a la confusión eterna. En 2009 se realizó un informe sobre las consecuencias del cambio climático, se recomendaban unas obras y unas medidas que entonces los políticos (la Generalitat valenciana, el ministerio de Obras Públicas, ayuntamientos, diputaciones) consideraron inviables por tratarse de una inversión muy costosa. De haberse acometido el plan, la actual tragedia de Valencia habría sido sensiblemente menos destructiva. Comentaba uno de los redactores del informe que, ahora, el coste de estas inundaciones va a ser diez veces superior a la inversión que no se hizo. Bien dice el refranero que “el dinero del mezquino anda dos veces el camino”.

 

Y todo por esa perversión democrática que hace que lo que gobierne no sean los programas, sino el miedo a perder votos. Quien únicamente gana con esto son las empresas de encuestas, que absorben una buena parte de los presupuestos públicos para saber si esto o lo otro quita o pone votos. Temblando estoy con lo del Guiniguada, porque, siguiendo la costumbre, puede convertirse en un pozo sin fondo, que además de arruinarnos nos dificulte aun más movernos en la ciudad. Eso, claro, si algún año de estos se llega a un acuerdo sobre lo que se va a hacer, porque ahora mismo, como siempre, solo hay confusión. Entiendo que las administraciones estén muy ocupadas con los carnavales y el Mundial de 2030, pero yo sigo temblando cada vez que llueve, mirando hacia los riscos y temeroso de que al Guiniguada, al barranco de Matas, al de Don Zoilo o al de La Ballena  se les ocurra traer de golpe el agua que alguna vez trajeron. No sé cuándo, pero ocurrirá, y entonces entonaremos los Kiries. Antes no, que no es divertido.

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HOY SOLO CABE SER VALENCIANOS

 

 

Valencia es una de las comunidades españolas más discretas. Es como aquella persona que notamos su falta cuando no está, porque lo que hace es fundamental para los demás, pero no se nota, no saca pecho. Es una tierra y una gente que viene de muy lejos, una fusión de las culturas cristiana, árabe y judía, que por ocupar un extremo de La Península, y conociendo su trayectoria como reino dentro de la Corona de Aragón, pudiera tener tentaciones separatistas. Pero eso nunca ha sucedido, porque los valencianos son una gente muy orgullosa de su historia diversa y de la suma de sus culturas, pero al mismo tiempo se siente parte de una comunidad mayor.

 

 

Por estas razones, Valencia ha sufrido mucho, y los monarcas españoles, tanto los Habsburgo como los Borbones, no han sido justos con una tierra tan solidaria, han hecho barbaridades como las expulsiones de la columna vertebral de su economía, por fanatismos religiosos. Valencia ha tenido que partir de cero muchas veces, y se ha distinguido por su laboriosidad su industria, su agricultura y su inteligencia. Es la Tierra de un gigante como Ausias March, una de las grandes figuras que anunciaron el Renacimiento,  de gente con iniciativa como Julio Cervera, primigenio inventor de la radio (Marconi solo la perfeccionó y comercializó con dinero británico), de genialidades como la pluma estilográfica, que, como siempre, desarrollaron otros  países. La lista es infinita. Valencia nos ha dado riqueza compartida, genio inmortal como los de Joaquín Sorolla, Blasco Ibáñez o Miguel Hernández, y siempre fue por delante en el uso del agua, lo que la ha hecho bandera de la agricultura española. Paradójicamente, también el agua ha sido origen de muchas de sus desgracias.

 

Esa Valencia sencilla pero talentosa, generosa a más no poder con el resto de España, ha sufrido un latigazo descomunal. No son torrenteras que inundan casas, campos y ciudades, es un diluvio bíblico, como nunca se ha visto, que ha borrado del mapa pueblos enteros, carreteras, puentes imprescindibles.  La fuerzas desatadas de La Naturaleza se han empleado con saña y lo han destruido todo. Siguen contando muertos, personas sobre las que ha caído esta tormenta indescriptible. No se entiende que 48 horas después de que se abrieran las puertas del infierno, no estén sobre el terreno todos los recursos disponibles en todas partes, que hayan impedido la actuación de los bomberos forestales, que no estén llegando equipos internacionales como ocurrió en el reciente gran terremoto de Italia (esto es muchísimo más grave), que la gente deambule como zombiz sin rumbo, sin que aparezca ayuda. No es explicable. Ha quedado claro que quienes tienen que liderar la respuesta a esta tragedia, quiénes sean, no están a la altura.

 

Tendremos tiempo de analizar si pudo haberse prevenido para aminorar el daño, si hay responsabilidades y culpabilidades, si esto es cíclico o forma parte de las exageraciones climáticas del calentamiento global. De todo eso habrá tiempo, y si alguien tiene que responder ante los tribunales, que responda. Pero hoy toca volcarse con una comunidad que está en plena crisis vital, con la gente que siempre está para ayudar al resto del estado, con los valencianos y valencianas que tanto dan y nunca se quejan. Me pregunto por qué no están ya sobre el terreno regimientos de ingenieros y zapadores, ayuda internacional, lo que sea, porque el desastre en como una guerra, algo inabarcable. Políticos y voceros tienen una oportunidad de oro para aparcar el insulto y el juego ventajista. Ahora solo hace falta solidaridad con quien, además, lo merecen, porque siempre están ahí, porque, si debemos ser generosos con quien sufre, más debemos serlo con quien es un ejemplo de humanidad. Y no me olvido de Andalucía y Castilla-La Mancha, pero es que lo de Valencia nos supera a todos, y todos tenemos que estar ahí para sacarlo adelante.

 

Hoy, y hasta que vuelva todo a una mínima normalidad,  los políticos que jueguen con la desgracia de miles de personas, no tendrán nunca perdón. Algunos de ellos, de todos los colores, a los que se les supone liderazgo social, tendrían que irse a casa, porque solo saben dar coces. Ahora no toca. Estamos en una emergencia humanitaria.

 

HOY SOLO CABE SER VALENCIANOS.

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Rabiosamente intolerante

 

El lenguaje es el sostén de las ideas, puesto que todo lo que pensamos (especialistas en neurología afirman que los humanos tenemos una media de 60.000 pensamientos diarios, aunque no se especifica en el estudio qué es lo que entienden por pensamiento, si una palabra, una idea, una frase…) Lo cierto es que, lo que somos mentalmente y lo que transmitimos se expresa y archiva en una especie de discurso, y este se sostiene en una lengua, generalmente nuestra lengua materna, aunque hay personas que son capaces de pensar en varias lenguas, e incluso soñar en ellas. Siempre se tiende a expresar lo más profundo en la lengua con la que aprendimos las primeras palabras. (Que sí, lo de Errejón).

 

 

Pocas son las personas que, dominando varias lenguas, simultánea o consecutivamente, incluso siendo bilingües, son capaces de escribir obras creativas en otra. Tenemos al políglota Julio Cortázar, bilingüe de nacimiento, que escribió toda su obra en argentino (modalidad porteña del español), o dominadores de varias lenguas que escribieron en una sola, como Fran Kafka, hablante de checo y alemán que escribió siempre en esta última, o Borges, quien pese a su pasión por la cultura inglesa y su absoluto domino de su lengua, escribió solo en español, incluso en lunfardo, pese a su controvertida relación con el tango. Otros casos hay de autores que son la excepción a una regla casi universal, como Joseph Conrad, polaco que escribió en un inglés tenido por uno de los más elevados del siglo XX, Samuel Beckett, que hizo buena parte de su mejor obra en francés, siendo nativo gaélico y educado en inglés, Ionesco, rumano que fue un pilar del teatro del absurdo parisino o el imparable Nabokov, que escribía indistintamente en ruso, francés e inglés, y que leía El Quijote en castellano.

 

El caso es que la mayor parte del mundo colectivo se construye con una lengua. Por eso es tan delicado traducir libros en los que se manejan conceptos complejos, porque se trata de trasladar a otra lo que ha nacido en una lengua, pues a menudo no existe una palabra o una expresión que se corresponda exactamente con el pensamiento que se trata de transmitir. Y no digamos cuando la idea salta a la calle y va caminando por mil vericuetos, hasta el punto de que a veces esa cometa pierde hilo y no expresa la idea original, aunque expresa otra, que al ser generalmente aceptada vuela por su cuenta y tiene vida propia.

 

Hay dos ideas-palabras que se han ido perdiendo por el camino. Una de ellas es el concepto “original” que puede entenderse como algo que remite al principio mismo de esa idea, que se remonta a décadas, siglos o milenios, o bien quiere referirse a algo que nunca ha existido y que tiene su origen en ese acto, obra o hecho, y que es origen de lo que puede venir después, porque pudiera suceder que algo es tan original, tan diferente a todo lo existente, que luego pueda ser origen de nada, porque nunca se ha de seguir por ese camino. Así que, cuando me dicen que un libro, un cuadro, una pieza musical o el diseño de un sombrero es muy original, me parto de risa, pues le sobra el “muy”, porque es original o no lo es y no admite gradaciones. Se está vivo o muerto, no se puede estar poco o muy muerto.

 

Si se trata de cualquiera de las artes, buscar la originalidad (ser el origen de algo futuro) me parece que está fuera del alcance racional de cualquier ser humano. Hay artistas que presumen de su originalidad sencillamente porque no hay dios que los entienda. Si alguna vez ocurre (pocas), será por elementos que una mente humana no puede calibrar, casi siempre externos y confluyentes.

 

La segunda palabra es “tolerancia”. Suena muy bien, pero en origen (es caudalosa la RAE en acepciones de esta palabrita), etimológicamente, procede del término latino “tolerantĭa”, que significa “cualidad de quien puede aceptar”, y se trasladó al francés en tiempos de sangrientas guerras de religión. Es tolerante quien acepta algo que no es propio de él, que no le gusta o incluso que es frontalmente contrario a su pensamiento. O sea, que toleramos algo que consideramos malo, inferior o deleznable porque de esa manera es menor el daño colectivo. Pero no porque nos guste. Desde ese punto de vista, tolerancia es la aceptación del otro en la sociedad, pero no que aceptemos sus ideas o sus costumbres. Se toleran, se aguantan, pero no nos gustan. Por lo tanto, si me defino como tolerante, no quiere decir que no sea antifeminista, racista, homófobo, aporofóbico, xenófobo o cualquier otra negación del otro, sino que lo soporto, lo permito, en definitiva, no creo conflictos por ello.

 

Como comprenderán ese origen de la palabra tolerancia nada tiene que ver con la idea que hoy tenemos -o queremos tener- de ella. Tampoco me gusta la palabra igualdad, porque no somos iguales. Decía Saramago que él era diferente a una mujer, a un musulmán, a un homosexual, pero lo verdaderamente importantes es que todos respetemos esa diferencia, porque lo que yo soy (varón, heterosexual, blanco, ciudadano de este país, etc.) no me hace superior a quienes no lo son. Beethoven solo reconocía una forma de superioridad humana: la bondad. Desde esa visión más justa que tolerancia o igualdad, la palabra que nos salta como definitoria es el respeto. Sí, RESPETO, con mayúsculas. Y esa palabra es la expresión de una idea mental en la que estamos destinados a convivir, a escuchar y entender, porque también queremos que se nos escuche y se nos entienda.

 

Soy intolerante con la injusticia, con el abuso, con la hipocresía, con el desprecio a lo diferente. Soy intolerante con quienes no respetan los límites de la convivencia en nombre de algo que llaman libertad pero que empieza a no serlo desde que se cruza la línea del respeto. Soy intolerante con quienes proclaman una cosa y practican otra. Solo pido respeto, y eso es lo que se está yendo por el desagüe. En realidad, soy muy, muy intolerante, rabiosamente intolerante. (¿Les parece que no he hablado de Errejón?)