¡Ah, sí! Que se supone que hoy debo comentar el pifostio/rebambaramba/zapatiesta que se ha montado en los últimos días, y, a estas alturas, creo que la mejor manera de llamar a este disparate es chapoteo, porque se trata de pisar fuerte en el barro, y cuanto más pringue, mejor. Después de haber sido obligado testigo y perjudicado en mi infancia y adolescencia de la peor cara de la dictadura, de pasearme por el Sahara cuando no estaba propicio para el turismo y ver muy de cerca los enredos de aquellos célebres ministros del tardofranquismo, de haber visto y previsto todo lo que ha ocurrido en los últimos 50 años en España, con las movidas medievales de siempre, lo que está pasando ahora en Madrid y sucursales es eso, el chapoteo de siempre. Sorpresa ninguna, asombro tampoco. Por lo visto nuestra clase política/social/económica/etc. no sabe hacer otra cosa.
Les invito a que visiten una hemeroteca y busquen prensa de hace 150 años, de 100, de cuando se les ocurra. Verán que una y otra vez pasa lo mismo, que si estos que no se mueven, que si aquellos que se conchaban con unos terceros para tumbar al que esté en el sillón, que si unos y otros se mesan los cabellos fingiendo estar escandalizados con lo que han hecho unos, que es también lo que hicieron ellos mientras los que se rasgaban las vestiduras eran los otros. Lo que digo, el chapoteo de siempre, con mucha pringue y mucho teatro del más declamativo. Ah, sí, la gente no tiene casa, hay abusos y carencias por todas partes sin que nadie haga algo efectivo, pero de lo que trata este asunto no es del interés general, y a veces ni de querer el poder, sino de impedir que otro lo tenga, como en aquella película de Tarantino en la que alguien se quejaba de que Django tuviese un caballo, le ofrecían un caballo al que protestaba y vino a contestar: “Yo no quiero un caballo, quiero que Django no lo tenga”. España en estado puro.
La verdad es que el espectáculo que se ha montado está siendo memorable. Políticas llorando porque a su amigo lo han pillado con el carrito el helado, otros con cara de funeral y hasta maquillaje para la ocasión, tertulianos que compiten a ver cuál dice la frase más tremendista, el calificativo más tenebroso, la definición más exagerada, como en la película Casablanca, cuando el comisario Renault se asombra de que en aquel local se juegue mientras cobra las fraudulentas ganancias en la ruleta. Hombre, por Dios, el neorromántico autor teatral don Eduardo Marquina habría suscrito algunas de las lamentaciones más patéticas, interpretadas con la solvencia de la función de fin de curso, para añadirlas a la grandilocuencia de En Flandes de ha puesto el sol. Venga ya, si en los mentideros de Madrid se sabe con meses de antelación lo que sucede entre bambalinas, o lo que se prepara para una coyuntura determinada. Es un gran teatro, y fingen sorpresa cuando sabíamos que esas cosas ya pasaban con los marcadores electrónicos del Mundial del 82.
Si no fuera porque los verdaderos problemas de la ciudadanía siempre quedan en segundo plano, al albur de una comisión parlamentaria, unas directrices que al final son agua de borrajas o unas declaraciones que nunca cristalizan en soluciones, sería para agarrar una silla y sentarse a ver el espectáculo, que de tan cutre se vuelve fascinante, porque ya no sabes si mañana afeitan a la mujer barbuda o el hombre-bala bate un nuevo récord. Y todo revestido de una solemnidad que recuerda a lo sagrado, con los palabrones puestos en la punta de la pica a acomodo de cada cual: libertad, democracia, Estado de Derecho (¡ja!)
También podríamos ponernos eruditos y tirar otra vez de Juan Marichal y Américo Castro, quien, al contrario que Claudio Sánchez Albornoz, tenía una idea muy negativa de España, y basaba su opinión en que, de cada civilización que ha pasado por nuestro territorio, ha quedado una pátina de lo peor. Según él, cuando llega una nueva cultura, puede imponerse a la anterior, o bien asumirla, pero no suelen convivir las dos en los ancestros de ese país. En España seguían todas, enfrentadas y reconcomiéndose como sociedad. Supongo que él podría decirlo, porque, hijo de Españoles, nació en Brasil, vivió en España y luego anduvo por Europa, América Latina y Estados Unidos, donde fue profesor de las mejores universidades. En una de ellas tuvo como alumno al tinerfeño Juan Marichal, que luego alcanzó cimas intelectuales.
A mitad de los 90, tuve el privilegio de entrevistar a Marichal en Madrid y se sentía orgulloso de poder rebatir a don Américo Castro, su maestro, ya que el tinerfeño sostenía que, como resultado de La Transición, por fin España se había liberado de sus atavismos cainitas. En vista de cómo han transcurrido los últimos 30 años, empiezo a pensar que Juan Marichal ha perdido la apuesta con don Américo, y que volvemos a las andadas. Corrupción y guerracivilismo son constantes en un país que se ufana de haber inventado la picaresca. Y en esas estamos, y cruzo los dedos para que, definitivamente, Juan Marichal tenga razón.
¿Y ahora qué hacemos? Podemos seguir hasta el infinito mareando la perdiz, enarbolando el “y tú más”, pero necesitamos que el país funcione, porque, con lo vergonzante y nauseabundo que nos resulte leer o escuchar esos mensajes cavernícolas, resulta que es urgente resolver problemas de un calado abisal. Por ejemplo, el asunto de la migración y el cuidado de los menores no acompañados, que haya una política de vivienda digna, con lo que, a la larga, este bloqueo hará reventar al turismo, que en Canarias falten nueve mil personas para atender políticas sociales, que haya personal suficiente y con trato laboral digno y justo en la sanidad, que se suspenda la tendencia a la gentrificación, haciendo que barrios tradicionales enteros caigan en manos de fondos buitre para crear zonas de lujo, con lo que crecerá la miseria, que… Y me da igual de quién sea la responsabilidad. Lo que haya que hacer, que se haga, y andando ligerito, que hay mucha plancha y ya toca gobernar para la gente, no para la televisión, que para tragedias políticas escenificadas ya tenemos a Macbeth y Coriolano, y estos nunca serán tan buenos como Shakespeare.
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