Etiquetas, mentiras y totorotas

 

Son tantas las cosas que suceden a la vez, las tonterías a las que lo medios le dan rango de histórico o los hechos importantes que pasan desapercibidos, tantas las mentiras que tragamos como manjares, mientras ponemos en cuarentena verdades como puños, que, si nos descuidamos, nos volveremos locos, a menos que tengas un sentido del humor muy entrenado o un equilibrio mental a prueba de bomba. Esta semana, el festival de disparates ha ido más lejos que de costumbre (que ya es bien distante), y no consigo centrarme en un asunto, porque no sé si merece la pena devanarse los sesos con uno de ellos, o pasar por encima y seguir viendo los telediarios como si fueran verdad. Tampoco sirve para mucho, aunque saco de ahí la miseria moral de las bombas sobre gente inocente, las hambrunas que se usan como arma política, la degradación del planeta o la ineficacia general de cualquier institución política canaria. Y paro de contar porque empieza a aumentar el diámetro de mi cráneo y puede estallar en cualquier momento.

 

 

Por ejemplo, las redes sociales están llevando al paroxismo agresiones que hacen mucho daño, y como se trata solo de pulsar mensajes, se producen con una crueldad terrible. Hay una serie de ideas que parecen estar aceptadas por el inconsciente colectivo. Y si no, comprueben: los bajitos tienen muy mala leche, los gordos son unos bonachones, los delgados son muy estrictos, las rubias son tontas, los altos son elegantes, las delgadas tiene estilo, los funcionarios son muy tiquis-miquis… Etiquetas que acaban generalizándose y resulta que son falsas, porque conozco a rubias muy inteligentes, a funcionarios muy amables, a delgadas sin estilo o a flacos relajados. Hay de todo, y la profesión, el color del pelo, la altura, el peso, las creencias o cualquier otra circunstancia permanente o transitoria no es un indicativo del carácter, la manera de ser o la imagen de las personas.

 

Si tienes los dedos finos y largos dicen que tienes manos de pianista, guitarrista o músico, y todos recordamos cómo las enormes manos contra catálogo del prematuramente desaparecido timplista José Antonio Ramos acariciaban con talento, maestría y agilidad los trastes del pequeño instrumento. Si seguimos esas ideas preconcebidas, ¿qué podríamos decir de alguien que es bajo y gordo? ¿Que es bonachón por el peso o que es una hiena por la talla? Hay altos elegantes y bajos también, y de igual manera los hay de todas las estaturas que no lo son. Y lo mismo podríamos decir de otras etiquetas que suelen achacar violencia, ternura, tacañería, generosidad o paciencia según el lugar de procedencia, la religión o cualquier otra característica. Que una persona sea castaña o pellirroja, de Polonia o de Bolivia, trabaje en la sanidad o el comercio, mida o pese más o menos, no la define, y por eso a la gente hay que tratarla de forma individual. Ya lo dice el refrán: «Cada persona es un mundo y cada doce una docena». Pero eso era antes, ahora primero disparan y luego piensan.

 

En el mismo listado que organismos internacionales o estatales han ido poniendo fechas para recordar asuntos importantes para la convivencia, la salud, la cultura o cualquier otro aspecto importante de nuestra vida en común, aparecen días señalados, incluso internacionales, dedicados al tequila, al chiste, a la tapa o la cerveza, que se igualan en el ránking con aquellos que llaman nuestra atención sobre asuntos tan graves como la trata de seres humanos, el Alzheimer o el racismo. Bien está que se reivindique que se pueda llevar el perro al trabajo, o que haya gente que encuentre importante promover la broma, pero eso no debería estar mezclado con asuntos como el cáncer, el comercio de armas o el agua potable como elemento vital. Ya se celebra el Día más triste del año, porque sí, y lo que se consigue con esto es que las cosas verdaderamente importantes queden diluidas en un cajón de sastre en el que tienen el mismo rango que los días dedicados a la croqueta. Si no ocurre un milagro que nos despierte de esta hipnosis colectiva, habría que proclamar no el día, la semana, ni el año, sino el Siglo Internacional del Totorota.

 

Para reducir la circunferencia de mi cerebro, invoco a los grandes poetas de siempre, que, con su absurdo oficio construido con imágenes imposibles, me ayudan a mantener la cordura. Tagore escribió: «No debes llorar por el Sol porque las lágrimas te impedirán ver las estrellas». Atahualpa Yupanqui cantaba: «En esas anochecidas, / llenitas de oscuridad, / a ‘naide’ le ha de faltar / una estrellita prendida». Los chinos dicen que todo hombre es capaz de ver en el cielo tantas estrellas como días vivirá. Espronceda hablaba con el Sol, Buenaventura Luna con el satélite de su nombre, Agustín Millares con las estrellas y Bécquer comparaba la sonrisa de la amada con el cielo. El hombre, desde su más íntima expresión transcendente, a donde primero mira es al cielo, porque venimos del cosmos y acabaremos siendo polvo cósmico. La poesía de los astros y el firmamento no es una cursilería, es la constatación física y real de la pequeñez del hombre en la infinitud del tiempo y el espacio. Cada vez que sabemos de un meteorito o de una lluvia de estrellas debemos recordar que nosotros también estamos compuestos por leve materia de cometa envuelta en vapor de agua. Y lo olvidamos siempre. Feliz semana.

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