Con tren, pero sin tranvía

 

A mediados del siglo XIX, un español afincado en lo que hoy es Nueva Granada (Colombia se llamó de varias maneras después de su independencia) logró comprar la gran hacienda San Pedro Alejandrino, en la época más gloriosa del cultivo y la exportación del banano y la caña de azúcar. Aumentó tanto su riqueza que consiguió levantar una naviera y hacerse con la explotación en exclusiva del puerto de Santa Marta. Para que su prosperidad de cuento de La Lechera fuera perfecta solo le faltaba que no fuese tan laborioso y tan caro el traslado de sus productos agrícolas desde la hacienda hasta el mar. Así que adquirió en Francia un tren grande y muy potente, que metió en uno de sus navíos y llevó hasta Santa Marta. Su descarga en el puerto caribeño fue un hito en la historia de la ciudad y de toda la cuenca baja del río Magdalena, hasta el punto de que el presidente López Valdés descendió desde Santa Fe de Bogotá para presidir los festejos porque aquello se vendía como “el comienzo de la industrialización” del país.

 

 

Y es que el asunto se complicó cuando acabaron los cánticos, los discursos y las profecías que nunca se cumplieron. Tanta mente privilegiada olvidó que la hacienda de San Pedro Alejandrino estaba a demasiados kilómetros de distancia y a nadie se le ocurrió que los trenes tienen que circular por vías de ferrocarril, y esta no existía ni hubo perspectiva inmediata de que se construyera, por los enormes costes y el tiempo que lleva hacer una obra de esa envergadura, fuera del alcance de un hacendado y naviero y solo a tiro de una entidad mayor que entonces ni se soñaba. Por esta razón, aquel tren tan hermoso y tan potente, quedó estacionado (sin estación) en una explanada del puerto de Santa Marta. No tengo datos de qué fue de aquel tren resplandeciente y si aquello significó la ruina del hacendado o quedó solo en incidente. Aunque real, esta historia bien pudiera estar emboscada en algunas páginas de García Márquez.

 

Y fue entonces cuando surgió la canción que dice que “Santa Marta tiene tren, pero no tiene tranvía”, posiblemente unos de los vallenatos nacidos en la frontera entre los siglos XIX y XX y de los más antiguos que se conocen. Aunque dice “tranvía”, se refiere a la “train-vía”, es decir, la vía del tren. La autoría es difusa, pues pudo ser por superposición de una orquestina sobre otra, como suele surgir buena parte de la música tradicional, aunque siempre hubo discusión entre distintos cantantes o grupos que aseguraban que había sido compuesta por ellos. Hay distintas variantes remotas, pero la que ha quedado es la que se fijó en la primera grabación discográfica, realizada en Argentina en 1945, casi un siglo después de la historia de la que proviene.

 

Pues esa es la historia, que podemos aplicar de muchas maneras, bien fijándonos en la falta de previsión de quien compró un tren sin ferrocarril o en la imposibilidad de avanzar, por muy potente que sea una locomotora, si no existe una vía por la que deslizarse. Y lo digo porque este fin de semana los distintos aspectos de este relato encajaban perfectamente con el zumbido repetitivo que salía del Comité Federal de PSOE y del congreso aclamatorio del PP. Acepto pulpo como animal de compañía en las propuesta y juego a aceptar que son locomotoras poderosas, pero es que no hay vías por las que estos trenes puedan circular, porque, encima, hacen unas exhibiciones de torpeza que son como aludes que caen en ese “train-vía” que ellos imaginan pero que no existe. Después de escuchar lo que se ha dicho, se podría organizar un seminario sobre jugadas de farol. Y la gracia es que, mientras el PP y PSOE se devoran, la izquierda parece que se ha pasado a la vida monacal contemplativa y los nacionalistas dudan entre si se entregan al pánico o a la alegría inconsciente de frotarse las manos ante posibles nuevas oportunidades. Es decir, todos haciéndole la campaña a quienes solo proponen soluciones simples a problemas complejos. Siento decirlo, pero es así, y esto funciona como una ecuación matemática, se ha visto ya muchas veces.  Ellos sabrán, pero me causa sorpresa ver cómo tantas personas inteligentes y experimentadas pueden comportarse como si estuvieran ciegas y sordas, cuando lo vemos todos menos ellas, y ya pueden hacer todos los congresos y reuniones de comités que quieran. Ya veremos otras versiones de la misma película, que, en teoría, solo puede finalizar de una manera, pero eso sería si el tren tuviera ferrocarril por el que circular. Pero no hay.

 

Y en esas estamos. Hace treinta años se hablaba del Estado del Bienestar que debería avanzar hacia la Sociedad del Bienestar. Después hablaron de la Sociedad de la Información, y ahí se paró todo. Las nuevas tecnologías crean bolsas inmensas de riqueza concentrada frente a espacios en los que se pierden derechos conquistados. Ahora, a los derechos empiezan a llamarlos privilegios, y cuando la sanidad, la educación, las pensiones o la promoción del talento se sienten como privilegios estamos jugando a otra cosa, que tendrá nombre, pero que no responde al concepto de democracia social. Ya, ya sé que el ruido es otro, y seguirá mientras nos vendan como cosecha arrancar el rábano por las hojas.

 

Y esa es la contradicción española: con el PIB más alto de la UE y la desigualdad más grande; con un parlamento que se dice depositario de la soberanía popular, pero que ha olvidado que sus componentes son solo la representación de la gente; con unas instituciones que se han convertido en la hacienda, la finquita o la dacha de unos y de otros; con una sociedad civil que desconoce el enorme poder que tiene, y que ha perdido por no usarlo. Han sido elevadas a la triste categoría de dogmas intocables las teorías más o menos apócrifas sobre la imposibilidad de que España no sea otra cosa que un griterío fratricida que siempre pide sangre. Es decir, seguimos como en Santa Marta, con tren, pero sin tranvía.

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