Supongo que en otros tiempos, fuera durante los virreinatos o posteriores a la independencia de las naciones americanas de la corona de Castilla, las tensiones entre gobiernos españoles e hispanoamericanas nunca fueron duras, y cuando hubo algún roce, no llegó la sangre al río. Un ejemplo claro es que, durante el franquismo, España tuvo embajada en La Habana, siendo dos dictaduras de signo diametralmente opuesto. Es más, cuando la crisis de los misiles de octubre de 1962 entre que lo que entonces se llamaba el Mundo Libre y la URSS, que estuvo a punto de llevarnos a una guerra nuclear, España navegó entre dos aguas, y, aunque había conseguido el apoyo internacional de Washington respaldado con la visita de Eisenhower, incumplió el embargo a Cuba, siguió comerciando con la isla caribeña y empresas españolas participaron en grandes proyectos de infraestructuras en la Perla del Caribe. Para remachar el clavo de lo que parecía una contradicción, cuando murió Franco en 1975, Fidel Castro decretó tres días de luto en la República de Cuba.
Esto viene a anunciarnos, que por muchas bravatas y puestas en escena que se monten con Milei, estoy convencido de que ahora tampoco el río se teñirá de rojo, como tampoco pasó nada cuando el rey Juan Carlo I, saltándose todos los protocolos y más que hubiera, mando callar al presidente venezolano Hugo Chávez en 2007 en Santiago de Chile, durante una cumbre iberoamericana. Zapatero, entonces presidente del gobierno de España, no sabía dónde meterse porque sabía el chorreo que se le venía encima. Luego, por supuesto, Chávez, en su estilo habitual, dijo, maldijo y montó un show detrás de otro en sus apariciones televisivas en Caracas, embajador para aquí, embajador para allá, y en un par de semanas nadie se acordaba del asunto.
Pues ahora pasará igual. Javier Milei, presidente de Argentina, independientemente de que pueda llevar a su país al disparate, es un histrión; nada nuevo en la política hispanoamericana, porque hay que oír a Perón, a Evita, a los mencionados Castro y Chávez, a Maduro, Ortega, Evo Morales, Pinochet y una larga lista de políticos que sobreactúan porque por lo visto eso les da rendimiento y popularidad. No olvidemos la textura de algunos discursos de los presidentes de México cuando exigen que el rey de España pida perdón por los abusos de los españoles durante la conquista. Recuerdo el tono de Vargas Llosa cuando fue candidato a la presidencia de Perú, nada que ver con el brillante conferenciante que siempre ha sido. Es lo que lleva el asunto. Me imagino el tono y el vocabulario de las arengas de Zapata, Pancho Villa o el mismísimo Bolívar.
Hay que decir que los españoles de ese tiempo tampoco se quedaban cortos: Castelar, Topete, Cánovas y más tarde Primo de Rivera, Gil Robles o Azaña; barrocos, sentenciosos y sobrados a más no poder. Escuchar a Unamuno, Ortega o Machado era un descanso, porque sus palabras tenían contenido, y el tono de la oratoria era propio de la época. Si hoy asistiéramos a una obra de teatro protagonizada por doña María Guerrero, nos partiríamos de risa, por el énfasis que entonces se llevaba en el teatro. Tuvo que llegar la gran actriz Margarita Xirgu en los años treinta para darle naturalidad a las actuaciones. Y la política era igual. También es verdad que hablar a una multitud sin micrófonos llevaba a estos excesos vocales y a menudo verbales.
De esto se deduce que, lamentablemente, en Latinoamérica llevan un siglo de retraso en todo esto, a pesar de que también tienen micrófonos. Pero es que, además, se está instalando una falta de respeto generalizada, como la entrada de la policía ecuatoriana en la embajada de México a detener a un refugiado político, algo a lo que no se han atrevido ni las más bizarras dictaduras. Y en esto parece que Europa empieza a contagiarse. Y viene la discusión, qué fue primero, el huevo o la gallina. Para el gobierno argentino el enredo comienza con el ministro Puente, cuando insinuó que el presidente Milei se droga, aunque también se remonta a su toma de posesión a la que no asistió el ministro español de Asuntos exteriores, pero fue el rey Felipe VI. El ministro de exteriores tiene mil coartadas, con el lío que hay montado en Palestina, en Ucrania, en le UE en vísperas de elecciones, con Marruecos y con la bomba de relojería que hace tic-tac en el Sahel africano, y, caramba, fue el jefe del Estado.
Pero es que antes, Milei se había despachado a gusto en la campaña electoral tocando las narices de las empresas españolas que operan en Argentina. Lo que resulta ya grotesco es que Milei visite España y pase olímpicamente del gobierno y de la jefatura del estado. Eso no ocurre ni en visitas privadas, que es el presidente de Argentina. No puede venir a apoyar un partido político porque él representa a todos los argentinos de todas las ideas, también a los que no le votaron. Es cierto que partidos afines de países distintos se apoyan en campañas electorales (que ahora mismo no la hay oficialmente), pero nunca vimos a Mitterrand, mientras era presidente de Francia, en un mitin electoral de Felipe González, o a Merkel en las mismas circunstancias apoyando a Rajoy. Cuando se ostenta esa responsabilidad, no se hace partidismo que se inmiscuye en el devenir de un país extranjero.
Ya hemos visto cómo el papa Francisco recibió a Milei en el Vaticano, y eso que este había dicho que su compatriota era un enviado de Lucifer. Como decía Machado (¿o era Serrat?), todo pasa y todo queda. Pues ahí queda eso. La derecha española se pone de parte de Milei, aunque Feijóo diga lo contrario, y Abascal está disfrutando, aunque no sé yo si esto finalmente le beneficia. Pero está claro que el presidente de un país que se supone amigo no puede venir casi clandestinamente (como presidente) a acusar de corrupta a la esposa del presidente del gobierno. Ese no es el tema, que en su caso es asunto de los tribunales de justicia españoles, es que Milei puede decir lo que quiera, pero el presidente de Argentina no. Pero ya veremos cómo se difumina (Meloni se dio cuenta a tiempo del disparate que iba a cometer y no vino; mandó un vídeo modosito). Estas bravuconadas pseudodiplomáticas se diluyen con la misma velocidad que se crean, y como en el famoso soneto de Cervantes, “miró al soslayo, fuese y no hubo nada”.
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