Enfilada la última semana de campaña electoral, tengo la impresión de que, quienes van a ir a votar, tienen en su mayoría decidido el voto. Así que lo que escuchamos no es más que ruido. Aunque en determinada institución vuelvan a gobernar los mismos, en las semanas e incluso meses venideros van a producirse relevos, debates sobre quién y cómo pero el qué seguirá ignorado. Habrá partidos políticos que tirarán de la manta según les convenga para tener poder en unas instituciones a costa de sacrificar su representatividad en otras, pasando por encima de los votos recibidos. Otros harán más ruido y se declararán piedra en el camino de los que gobiernen, y se reproducirá el ruido cada vez que alguien trate de remover cualquier asunto que ha permanecido igual toda la vida, o se rasgarán las vestiduras cuando el adversario trate de hacer algo que ellos han hecho sin que nadie les chistara.
Así pasará el tiempo, sonarán las trompetas del Apocalipsis que anuncian el fin de los tiempos y luego puede incluso que pacten algunos acuerdos que les convengan a ellos, argumentando que es por el interés general. En lo que se refiere a Canarias, no gobernarán quienes tengan más apoyos, porque la pugna la deciden unos pocos diputados que se habrán conseguido con un pequeñísimo porcentaje de votos, lo que durante décadas hicieron los de Asamblea Herreña independiente. Ahora lo han maquillado con una lista adicional que abarca toda la comunidad, pero es más de lo mismo. Antes decidían los Padrones Herreños, ahora gobernará quien diga Casimiro Curbelo. Hemos pasado del Padronato al Casimirato.
En resumidas cuentas, la ciudadanía está harta de que se vayan todas las energías en discutir procedimientos y que luego nada cambie a favor de la gente. Es como si las fuerzas políticas y las instituciones tuvieran en las alturas una partida de un juego muy entretenido para ellos y para las grandes corporaciones que se reparten la influencia y el poder en la política pública y en eso que llaman sociedad civil. Ni se atiende a las necesidades más básicas de esta tierra, ni se abordan con valentía asuntos que son vitales para nuestra supervivencia: demografía, desigualdad, amenazas veladas de países vecinos. No acabamos de estar seguros de si cualquier gobierno central (en eso, todos hacen los mismo) nos va a usar un día de estos como moneda de cambio.
Todo esto podría ser de otra manera si no hipnotizaran a la población con la ignorancia programada, a base de festejos, laminación de planes de estudio que enseñen a pensar y discursos triunfalistas cuando, ni siquiera todos los que tienen trabajo pueden comer. Solo importa llenarlo todo de turistas, que, a este paso, no sé dónde van a meterlos. Y como guarnición hay una permanente campaña de desprestigio de la cultura que ennoblece al ser humano. En España la palabra cultura siempre desencadena alergia. Artista es una palabra que solo tiene sentido respetable entre la farándula del tablao; fuera de ahí suena a menosprecio. Como de alguna manera hay que llamar a quienes se ocupan de lo no tangible, se ha decidido llamarlos intelectuales, con lo que la palabra ya suena como un insulto, y cuando se habla de intelectuales y artistas surge una maliciosa sonrisa social aprendida de Patán, el perro de dibujos animados de Pierre Nodoyuna. Esto siempre ha sido así en España, aunque ahora rindan homenajes, pongan estatuas y rotulen calles con sus nombres, tampoco en el pasado la gente de la cultura gozó del respeto ciudadano, consecuencia seguramente de que nunca tuvo el institucional.
Sin embargo, desde que doblamos la esquina del siglo y el milenio, atacar, destruir y degradar la cultura se ha convertido en deporte olímpico. Por esos años, surgió la expresión «rebelión de los iletrados» como anuncio de lo que empezaba a ser una realidad, y se ha generalizado hasta el punto que se ha levantado la veda contra todo lo que huela a pensamiento crítico. Importa poco resaltar la evidencia de que los países que cuidan y promueven la cultura, y por ende el respeto a quienes trabajan en ella, son los más avanzados del planeta; tampoco importa decir que la cultura es un factor económico que, a pesar de las penurias y persecuciones encubiertas, aporta el 3,5% del PIB y que es un nicho de empleo sobre todo a partir de pymes y autónomos; da igual que en Europa todo el sector de la cultura genere más empleo que todas las grandes corporaciones energéticas, financieras y de telecomunicaciones juntas (son cifras de la propia UE); todo eso se desprecia, porque a quienes pueden resolverlo no les importa el desempleo, y de paso se promueve una imagen negativa de los artistas e intelectuales como arma destinada al embrutecimiento general.
Me he tomado la molestia de echarle horas al repaso de los programas de todos los partidos políticos, viejos, nuevos y mediopensionistas, y no he encontrado en ninguno una sola idea que indique que se respeta la cultura en cualquiera de sus vertientes, sea como fuente de empleo, generador de economía o respiración y alma de un país. Los programas están llenos de lugares comunes, frases hechas y ambiguas declaraciones de intenciones. Y desde luego, entran en este sector tan fundamental la enseñanza y la investigación. Y siguen llamado “gasto” a los presupuestos de educación e investigación; en primer lugar, no es un gasto, es una inversión, y no es desdeñable el esfuerzo en desmantelar un sistema y convertirlo en fábrica de autómatas al modo de los epsilones que aparecen en la novela Un mundo feliz de Aldous Huxley. Por eso, unos adrede y otros por inercia, todos participan en la voladura controlada de la cultura de este país. De Canarias en particular ni hablo, navegamos entre la pena, el asco y la indignación. A ver qué dice Casimiro.
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