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María Castro, del Sur a la ilusión.

 

 

Hoy se ha ido mi amiga María Castro, una mujer singular, la personificación de la fe, la confianza y la esperanza. Era como una ilusión hecha mujer. No todo el mundo encuentra el amor, y menos ese gran amor que preside cualquier instante de la vida. Ella lo encontró en el poeta Juan Jiménez, y juntos atravesaron los minutos de dos siglos, pero siempre ardía la llama del Sur, ese Sur mítico de Gran Canaria que es como la gran metáfora de la vida, solidaridad y avaricia, goce y dolor, conciencia e injusticia, frío helado del nordeste e infernal fuego que provenía del desierto vecino. Todo eso junto funda personalidades recias, insobornables,  decididas.

 

 

Si Juan Jiménez plasmó ese Sur en sus versos como nadie ha sabido hacer, siempre con el itinerario en contra, María Castro lo convirtió en imágenes, levantando acta de cada suspiro de ese Sur que llevaban consigo. Pintó la desolación y la abundancia efímera de ese Sur de cucañas y olor a azufre de los tomateros. Cuando el tema no era el paisaje, siempre aparecía ese aire sureño que se le había pegado a la piel; pintaba ángeles y eran ángeles del Sur, rememoraba los juegos infantiles en sus cuadros, y el espacio de juego también era el Sur.

 

Juan partió hace cuatro años, pero estoy convencido de que no ha subido hasta hoy a la barca de Caronte, esperando en la orilla a que María llegase, con sus ojos vivarachos y su cabello ondeado por el viento del Sur. Ella soñaba con vivir 104  años, pero no pudo aguantar la ausencia y se marchó el mismo día que Harry Belafonte, uno de los pioneros del otro sur de las razas entre el Misisipi  y el sonido de un negro blanco como Elvis Presley, que le trajeron la música a la vez que encontraba el amor. Imagino ahora mismo a Juan, María y el cantante amigo de Martin Luther King y Bob Kennedy atravesando el espacio, hacia la otra orilla, navegando por el Gran Río o tal vez volando sobre las nubes de sus cuadros, los versos de Juan y la inconfundible voz del inigualable Belafonte cantando Day-0 (The Banana boat song), y en el otro lado  les espera Elvis, que sabes, María, que puede cantar lo que sea y mejor que nadie, para seguir juntos la fiesta del amor, la luz y la poesía.  Ya están en el ojo del huracán de la ilusión que también fue siempre tu inseparable compañera de viaje. Ciao, querida María.

 

 

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¡Muera Sansón con todos los filisteos!

 

Cuando empecé a conocer a los superhéroes de ficción, fuera en los cómics con solera, en novelas de serie o en el cine, pensaba de buena fe que los villanos que aparecían en aquellos universos eran seres imposibles (también me pasó con las historias de las mitologías clásicas). Eran personajes hiperbólicamente malvados, hasta el punto de ponerse ellos mismos en riesgo de morir por su enfermiza obsesión de adueñarse de una ciudad, un país o incluso todo el planeta, para así obtener un poder absoluto que pondría a sus habitantes de rodillas a sus pies. Si no lo lograban, siempre disponían de un arma o un mecanismo que generaría un apocalipsis brutal en el que perecerían todos, incluyendo al pérfido ejecutor de la maldad suprema, repitiendo la frase de El Libro de Los Jueces 16:30: “¡Muera Sansón con todos los filisteos!” Solo que en este caso Sansón funcionaba como el bueno de la película.

 

 

Aunque mucha era la malignidad y más la depravación del Joker, Goldfinger, el doctor Octopus, Ming el Despiadado o Lex Luthor, siempre se conseguía impedir el desastre por medio del arrojo, la inteligencia y la tecnología superior de Batman o James Bond, o los superpoderes de Flash Gordon, Spiderman y, sobre todos, Supermán. Estas capacidades sobrehumanas se obtuvieron de maneras tan inverosímiles que empiezo a pensar que son posibles, porque lo que siempre tuve por ficción está volviéndose aterrador presente. Y no debiera sorprenderme después de haber leído muchas veces la Historia universal de la infamia, en la que, forzando los datos y creando otras realidades, Borges nos pone sobre aviso sobre las infinitas posibilidades y grados de vileza del género humano.

 

Poco a poco, además del propio Borges, otras plumas de renombre me acercaron a ficciones que eran verosímiles porque funcionaban como espejos de la realidad. Historias como El Cuaderno dorado, de Doris Lessing, Cónsul honorario, de Graham Greene y lecturas de obras literarias perseguidas en el país que abren en canal me alertaron de que no solo es posible la existencia de personas reales con la maldad de Lex Luthor, sino que sería probable que este se pusiera de acuerdo con los muchos Goldfingers y Jokers siniestros y desalmados que nos rodean, con un poder enorme para perpetrar iniquidades a gran escala.

 

Ahora creemos tener más información por la velocidad a la que circulan los datos por los canales que ayer imaginábamos ciencia-ficción y que hoy manejamos, pero rapidez y fiabilidad no tienen por qué ir juntas. Incluso diría que ahora es más fácil desinformar. Durante la Guerra Fría, con noticias supuestamente veraces que nos llegaban, creíamos saber con claridad cegadora de qué lado estaba cada uno de estos bellacos, Somoza nunca estaría con Kruchev, Fidel Castro siempre se colocaría frente a Estados Unidos, Pakistán le pondría una vela a Dios y otra al Diablo y Francia era la cima de la lucha por la libertad, porque todavía Patrick Modiano no había publicado (o se le leía poco en España) la trilogía narrativa en la que le quitó la venda de los ojos a Francia y al mundo.

 

Ahora es más complicado, se cruzan las tramas, se superponen varias guerras: la económica, la religiosa, la geopolítica, la ideológica, la militar o la cibernética; cada participante se apunta donde mejor le conviene, y en algunas guerras se alían con los que se enfrentan en otras. Lo privado se ha envalentonado y hay empresas como Google o Amazon que ya planean emitir moneda propia, con lo que los gobiernos perderán el control de un sistema en el que el capitalismo es el juego básico hasta para quienes dicen combatirlo. Ya no sabemos quién es quién. La pregunta es: ¿lo saben ellos?

 

La literatura a veces tiene elementos proféticos, porque el mencionado Borges inventa a un Billy El Niño rubio anglosajón, cuya obsesión es la de matar mexicanos, y ya hemos visto cómo la vida imita al arte cuando un supremacista blanco asesina a personas latinas, aunque los comunicados oficiales digan que disparó indiscriminadamente. Y es que también hay una séptima guerra que se libra por el control de los medios de comunicación. Ya hemos visto que los temores de Borges, Mary Shelley, Verne, Huxley, H.G. Wells, Stanislaw Lem, Orwell, Margaret Atwood se han hecho realidad o están muy cerca de serlo.  Bradbury también ha sido invocado, y la quema de libros de Fahrenheit 451 ha empezado en forma de cancelaciones, prohibiciones y correcciones a los clásicos.  Aterrado estoy, porque empiezo a pensar que esas maquinaciones que creía de cómics están haciéndose realidad palpable e inmediata, y que las musas visitan a estas mentes creativas para que les sirvan de mensajeras sin que sean conscientes de ello. O siéndolo.

 

Y lo peor es que no veo a Supermán por ninguna parte. Ni siquiera está el coche en su plaza de aparcamiento. Si no se ha ido de vacaciones puede que él y los otros superhéroes hayan sido secuestrados, extorsionados (asesinados no, porque matarlos es muy laborioso) o, peor aún, se hayan unido a Lex Luthor, el Joker y Goldfinger. Teniendo en cuenta los tiempos que corren, tal vez haya que encomendarse a Catwoman, Lara Croft, Supergirl o Thena, si es que todavía las mujeres no han recorrido el mismo camino que los machitos invencibles. Todo puede ser. O sea, que no esperemos ayudas milagrosas, tendremos que arreglárnoslas solos, pero también observo que nadie mueve un dedo mientras todo se va por el sumidero. Mientras tanto, ¡Viva Portugal, que es 25 de abril!

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Agustín Espinosa y Sánchez Dragó

 

 

El reciente fallecimiento del escritor Fernando Sánchez Dragó me trae a la memoria un incidente muy curioso y a la vez muy representativo; sucedió a mitad de los años ochenta del siglo pasado, cuando estrenábamos democracia (o eso creíamos), autonomía y, decían, que una proyección cultural que iba a convertir a Las Palmas de Gran Canaria en la Bruselas del Atlántico. Uno puede ser bien pensado y todo eso, pero mi ingenuidad no llega a tanto y decidí observar lo que hubiere, porque mis ancestros campesinos me llevan a no creer en pajaritos preñados, pues por no creer ni siquiera tuve la fantasía infantil de los Reyes Magos, y eso da mucha ventaja.

 

 

Se celebraba en Canarias un congreso de escritores de nuestra lengua, presidido por el entonces inefable Camilo José Cela. Asistió la plana mayor de los renombrados autores españoles y algunas vacas sagradas de Hispanoamérica, aunque nos quedamos con las ganas de ver por aquí a Rulfo, a Octavio Paz o a García Márquez. Estaba, cómo no, Fernando Sánchez Dragó, haciendo gala, como siempre de su papel de enfant terrible, y en el marco de tanto oropel se le rendía un homenaje al patriarca Cela, tal vez como desagravio porque los taimados miembros de la Academia Sueca se negaban una y otra vez a darle el Nobel, que se merecía, según él, como nadie en el mundo.

 

Pero los dioses del Parnaso habían decidido que aquella no sería la gran noche de Cela, sino de nuestro Agustín Espinosa, que es probablemente el escritor más intenso que dio Canarias en el siglo XX. Vivió en una época también intensa; en su adolescencia lo poseyeron de golpe el modernismo, el novecentismo y el dadaísmo; en su juventud universitaria la sombra de sus amigos García Lorca y Luis Buñuel, experimentando en el Madrid intelectualizado y prerrevolucionario de Ernesto Giménez Caballero. En su prematura madurez se bañó en surrealismo, con sus amigos de Gaceta de Arte y con su propia intensidad.

 

Sin duda, Lanzarote fue piedra de toque en su escritura, como lo sería luego en la narrativa de Rafael Arozarena o en la visión plástica de César Manrique. No se puede sentir Lanzarote y permanecer impasible. El grueso de la escasa pero definitiva obra de Espinosa tiene mucho que ver con Lanzarote, y seguramente él la entendió mejor que nadie, como una mujer con la que se mantiene una relación sadomasoquista, una mujer bella pero fatal, como luego sucedería a Arozarena con Mararía.

 

De su estancia en Lanzarote como profesor nacen muchas de sus mejores páginas, y aunque su escritura fue posterior a su estancia, la novela Crimen (1934) nunca habría podido ser escrita por alguien que no hubiera respirado el aire azufrado del volcán conejero. Crimen es un edificio de palabras que se encadenan en una obsesión, algo abyecto y sucio y a la vez inocente y sublime. Esa polivalencia de la prosa de Agustín Espinosa lo hace merecedor del podio más extraño de nuestras letras, el de la prosa que no narra, sino que incita, las palabras que dicen una cosa y hace que entiendas otra. Surrealismo. Afortunadamente nuestro Alexis Ravelo se encargó en años recientes de rescatar y quitar el polvo a tan singular obra, pues nuestro llorado Alexis era un devoto absoluto de la obra de Espinosa.

 

Pero estábamos a mitad de los ochenta en el salón de actos de la Casa de Colón, lleno hasta los topes, y con un público muy escogido, pues, salvo las estrellas ausentes que antes mencioné, casi no faltaba nadie importante. Y ahí aparecen en la mesa el homenajeado Cela y Fernando Sánchez Dragó, que hacía de camarlengo de aquella ceremonia, y no se le ocurre otra cosa que decir en semejante santuario, y con todas las letras, que Cela había escrito la primera novela surrealista española. Y dijo mal, porque hasta se confundió de título, pues nombró otra que ni siquiera lo intentaba. Dos errores colosales en uno, todo un récord para una frase que pretendía ser lapidaria.

 

A los sudamericanos y a la mayoría de los peninsulares aquello les daba igual, esperaban a que terminaran los panegíricos para irse a la guagua que los llevaba a cenar a las Grutas de Artiles. Pero a los canarios no, porque Fernando había contado dos mentiras en una, pero había que tener mucha autoridad y decisión para romper aquel solemne protocolo entre los figurones más resplandecientes del idioma. Y ese jinete a caballo fue Jorge Rodríguez Padrón, quien desde el fondo de la sala lanzó una proclama corta y contundente, que se oyó hasta en la Punta de La Isleta:

 

-¡Eso es mentira, la primera novela surrealista española es Crimen, de Agustín Espinosa!

 

Tenía razón Jorge, tanta que el moderador de la mesa, el académico José Luis Castillo-Puche, lo mandó salir del salón de actos. Sobra decir que todos los escritores canarios (yo ya lo era con mi primera novelita publicada) allí presentes también salimos en estampida (para que se notara nuestra solidaridad con el expulsado Rodríguez Padrón) y dejamos a Sánchez Dragó con la palabra en la boca. Total, si iba a seguir diciendo mentiras… Como comprenderán, aquello acabó como el rosario de la aurora, y créanme que ese es sólo uno más de los episodios (¿peculiares?) que viví o de los que fui testigo las pocas veces que nuestros caminos se cruzaron. Como escribió Calderón, la muerte es desdicha fuerte. Deseo paz y descanso al autor de Gárgoris y Habidis, y me temo que nunca sabremos cómo lo recibió en el Parnaso Agustín Espinosa. Ya nos enteraremos, aunque no hay prisa.