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Que 2021 traiga mucha salud

 

Siempre fue una manida tradición en los medios hablar de los propósitos personales para el nuevo año, pero esta vez, cuando están cayendo chuzos de punta, es comprensible que casi no se atrevan a hablarle a la gente de proyectos de mejora: reintentar por enésima vez estudiar inglés, dejar de fumar, comer más sano, aguantar en el gimnasio más allá del primer mes… Durante estas fiestas a la gente incluso le daba cierto reparo pronunciar una felicitación, y habrán observado que se dice menos «felicidades» y se usan más expresiones como «que todo vaya mejor» o «que tengas un buen año». No ha habido consigna, sino una reacción del inconsciente colectivo, que va con pies de plomo porque cada hora que pasa viene otra racha nueva del viento del desánimo.

Si se supiera cuál es la dirección, habría más ilusión, pero con la sensación de que todo se hace o se deshace para nada, es más complicado. Tendrías que informar sobre la fecha aproximada que podría tocar la vacuna a cada cual, pero ni eso. Este año se trata sobre todo de salir vivo de ese año en el que vamos a entrar. Ya saben, deseo en general (para mí también) el mejor año posible y, por supuesto, MUCHA SALUD.

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El mismo discurso del Rey

 

Es curioso que, en un país en el que hay un fuego en cada esquina, una noticia que se repite todos los años y de la que todos los políticos y comentaristas hablan es el discurso navideño del Rey. Los ocho que ha pronunciado Felipe VI y los casi cuarenta de su padre, podrían despacharse todos con un Buenas noches, feliz Navidad, o algo parecido, porque se limitan a merodear la actualidad del año y desear paz y progreso, pero siempre dando rodeos, de manera que cada cual puede entender lo que quiera.

Luego están los análisis y las reacciones. En cuanto a estas últimas, se podría decir de antemano qué va a decir cada líder político y que posición -a favor o en contra- tomará cada comentarista conocido. Da igual lo que diga, lo alabarán por eso que alguien entendió como una maravilla y lo criticarán porque esas mismas palabras para otros significan otra cosa. Ya digo, puro funambulismo lingüístico, que convierte a todos los discursos en una misma pieza que es casi el arte de decir no diciendo y, por el contrario, el de no decir diciendo. Se analiza el decorado, el portarretratos que falta o que sobra y hasta el color de la corbata. Es como una gran función monologada en el que las apariencias y los símbolos pesan más que las palabras.

Y las omisiones. Siempre hay sectores que se sienten marginados porque creían merecer más atención. El caso es que ese discurso tan elaborado como uno de Groucho, Cantinflas o Les Luthiers, dice lo que a cada cual le conviene que diga, y lo mismo en cuanto a las omisiones. El de esta Nochebuena no fue una excepción. Destacan los medios que habló de la pandemia y la crisis económica; solo hubiera faltado que no lo hiciera con el año que nos ha tocado. Y luego están las frases poéticas que se refieren a la ética, la corrupción y la posible (solo posible) alusión a los asuntos de su padre.

Ahí ha habido disconformidad en unos, porque supongo que querrían algo más explícito, que si lo hubiera dicho pondrían el grito en el cielo porque el Rey no debe hacer política, y menos en su discurso de Navidad. Otros se han mostrado conformes, porque con lo que dijo se entiende, y hasta los ha habido que consideran que el monarca ha dado un puñetazo en la mesa (hay que ver lo que da de sí media docena de palabras evanescentes).

Al menos el Día de Navidad, los medios de cualquier soporte han hecho del discurso del rey su noticia estrella. Repasando medios digitales y viendo las voces editoriales, sorprende una y otra vez cómo las distintas voces parecen haber escuchado cada una un discurso distinto, el que han imaginado. Y si hacemos memoria, salvo la enumeración de algunos hechos destacados durante ese año, los discursos sucesivos casi podrían superponerse, y en realidad son plagios de ediciones anteriores, un corta y pega debidamente lijado y barnizado. La característica fundamental de estos discursos es el ejercicio de ambigüedad que hace parecer al pronunciante un equilibrista en los filos de las páginas del Diccionario de la RAE.

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Comprender a las personas mayores (*)

 

Mi padre está a punto de cumplir 95 años. Por fortuna, tiene un razonable buen estado de salud general, se vale por sí mismo y está atento a todas las noticias que se producen. Luego quiere que le explique algunas que ni yo mismo comprendo, pero él piensa que su hijo debe entender esos galimatías informativos que se forman alrededor de la pandemia, de la nueva Ley de Educación o de los presupuestos.

Por el contrario, por mucho que se le explique, no acaba de asumir la importancia de las mascarillas, pue no le ve eficacia alguna a un trozo de tela. Cuando estoy con él, le pido que se la ponga, pero argumenta que no es necesario porque soy su hijo. No acaba de entrar en su cabeza el concepto de convivientes. Así que no me queda otra que plantarme y decirle que, o se pone la mascarilla, o me voy. Al final, cede a regañadientes.

Hace unos días tuvo un accidente doméstico, se cayó y se hizo varias heridas en el brazo izquierdo, que llevaron puntos en urgencias. Menos mal que no se rompió nada. Como todas las personas mayores, siempre tiene justificación para todo, y la culpa siempre es de otro, que el objeto con el que tropezó no tenía que estar ahí o que la enfermera le apretó demasiado el vendaje. Y quiere seguir haciendo las mismas cosas que antes del accidente y de la misma manera. Es decir, hay que hacer con él una exhibición de paciencia, y eso ocurre con todas las personas mayores, porque desarrollan un mecanismo de supervivencia que les dicta que ellos tienen que seguir adelante como sea.

Pero así son nuestros mayores que sobrepasan la media de edad general, pues todos sus amigos han desaparecido y ellos se sienten en un mundo que no entienden, porque les sigue maravillando que un teléfono portátil funcione sin cable. Y esas personas seremos nosotros en unos años, si es que alcanzamos edad tan provecta. Este mundo está pensado para jóvenes y eso de las pantallas táctiles es un mundo que pocos ancianos controlan. Digo yo que, por ejemplo, podrían comercializar aparatos de mayor tamaño y con teclados analógicos, aunque sus prestaciones sean menores. Ellos solo necesitan las básicas. Pero el mercado siempre va una docena de pasos por delante y ellos se pierden.  Estoy convencido de que, por mucho que sigamos atentos a los avances de las nuevas tecnologías, en 25 años habremos quedado en fuera de juego.

La crítica es que los nuevos avances se olvidan de las personas muy mayores, lo que les resta autonomía, a la hora de manejar una tarjeta de crédito o cualquier otro artilugio. Menos mal que hay nietas e hijos que les ayudan y luego les explican qué han hecho (la desconfianza suele aparecer a veces), pero mientras tengan esos apoyos van bien, pero me pregunto cómo se las arregla una persona muy anciana que, pudiendo valerse sola, tiene que enfrentarse a ese laberinto tecnológico que va desde el televisor a las nuevas radios portátiles o un necesario sonotone.

La reflexión es que acabaremos todos convertidos en unos cascarrabias por vivir en un mundo que no comprendemos, y nadie se esfuerza en hacérselo más fácil. Así que, apartes de esa reivindicación de facilitar las cosas, tengamos con la ancianidad la misma paciencia que esperamos tengan con nosotros.

(*) Detalle del Belén del Palacete Quegles, cuya autoría es de Pedro Arma Boza y su esposa Julia.